miércoles, 15 de enero de 2014


Voces del Silencio

Fuente La República
Escribe Mario Vargas LLosa
20 de octubre de 2013

Aunque no soy un usuario entusiasta de Internet, reconozco que su aparición ha hecho crecer de una manera notable la libertad de expresión en el mundo e infligido un golpe casi mortal a los sistemas de censura que los gobiernos autoritarios establecen para controlar la información e impedir las críticas. Me ha convencido de ello Emily Parker, antigua periodista de The Wall Street Journal y The New York Times, que en un libro de próxima publicación en los Estados Unidos pasa revista a la revolución que han significado la web y las redes sociales en China, Cuba y Rusia en el campo de la información.
Su libro se titula “Now I Know Who My Comrades Are” (Ahora sé quiénes son mis camaradas), se subtitula “Voices from the Internet Underground” (Voces del Internet clandestino) y, aunque es un reportaje documentado y riguroso, se lee con la excitación de una novela de aventuras.  Emily Parker habla mandarín y español, ha conocido y entrevistado a la mayor parte de los blogueros más influyentes y populares en aquellos tres países y se mueve con total desenvoltura en el mundo  de catacumbas en el que aquellos suelen operar, desde el cual han establecido las relaciones digitales que los conectan con el mundo y desde el que han devuelto la esperanza de progreso y de cambio democrático a decenas de miles de sus compatriotas que, antaño, vivían paralizados por la apatía, el miedo y el pesimismo. Hace tiempo que no leía un libro tan entretenido y a la vez tan estimulante para la cultura de la libertad.
No se crea que Emily Parker idealiza excesivamente a los personajes que pueblan su libro, presentándolos a todos como esforzados paladines del progreso y desinteresados idealistas, dispuestos a ir a la cárcel y hasta perder la vida en su lucha contra la opresión. Nada de eso. Junto a admirables luchadores guiados por convicciones y valores principistas, hay también oportunistas y casquivanos, así como aventureros y escurridizos de inapresable filiación y, acaso, hasta infiltrados y espías del gobierno. Pero todos ellos, queriéndolo o no, haciendo lo que hacen, han logrado que retrocedan y a veces se volatilicen los frenos y controles que permitían a las dictaduras manipular la información y conseguido que en la gris monotonía de esas sociedades embridadas  de pronto las verdades oficiales pudieran ser cuestionadas, desmentidas, reemplazadas por verdades genuinas, y que el silencio se llenara de voces disidentes y un aire renovador, juvenil, esperanzado, y empezara a movilizar a sectores sociales que hasta entonces parecían petrificados por el conformismo.
Si el testimonio de Emily Parker es exacto, y yo creo que lo es, de los tres países sobre los que escribe, donde la revolución digital ha producido mayores cambios y donde éstos parecen haber alcanzado una dinámica difícil de atajar es en China, en tanto que en el que los cambios son menores y más susceptibles de ser víctimas de una regresión es Cuba. Rusia parece dar manotazos en un mar de incertidumbre en el que cualquier cosa puede ocurrir: un discurrir violento hacia más libertad o un retroceso no menos traumático y veloz hacia el autoritarismo tradicional.
Una de las conclusiones más alentadoras de este ensayo es que la revolución tecnológica que hizo posible Internet no sólo es un arma poderosa para combatir a las dictaduras; también, para dar un derecho a la palabra a los ciudadanos comunes y corrientes en las sociedades abiertas, de modo que el derecho de crítica deje de ser una prerrogativa de ciertas instituciones y órganos de expresión, y pueda extenderse y subdividirse sin límites, exponiendo a la vigilancia y la crítica del conjunto de la sociedad a los propios medios de comunicación. De esto puede resultar, desde luego, una cierta anarquía informativa, pero, asimismo, un sistema en el que la libertad de expresión esté permanentemente sometida a prueba y a perfeccionamiento y discusión.
Los blogueros, talentos y genios de las redes sociales suelen ser tan extravagantes y pintorescos como los artistas –con sus manías, estilos y ambiciones– y uno de los grandes méritos de Emily Parker es retratarlos en su libro no sólo prendidos a sus ordenadores y enviando sus mensajes a través del éter a la miríada de invisibles seguidores y amigos con que mantienen contactos digitales, sino en la intimidad familiar, en los cafés o antros donde se refugian, en el seno de sus familias, en los mítines políticos que promueven o en los escondites donde suelen desaparecer cuando son perseguidos. Eso hace que este libro esté lleno de color y de vida plural, donde la política, la cultura, los problemas sociales y económicos no aparecen nunca como realidades abstractas y desencarnadas, sino humanizados en individuos de carne y hueso, con sus grandezas y miserias y en unos contextos que permiten medir mejor los logros que han obtenido así como sus fracasos.
Algunos de estos personajes se quedan en la memoria del lector con la vivacidad y el dinamismo de los protagonistas de una novela de Joseph Conrad o André Malraux. Por ejemplo, los chinos Michael Anti (Zhao Jing) y He Caitou, los cubanos Laritza Diversent, Reinaldo Escobar y Yoani Sánchez, y el ruso Alexéi Navalni aparecen en estas páginas con unos perfiles tan dramáticos y  notables que parecen provenir más de la ficción que de la pobre realidad. Navalni, sobre todo, cuya historia ha dado ahora la vuelta al mundo gracias a su última peripecia que lo llevó a la cárcel y lo sacó de ella para ser candidato a la alcaldía de Moscú, en unas elecciones en las que obtuvo tres veces más votos que los que predecían las encuestas (y probablemente muchos más que los que dijeron los resultados oficiales).
Es un milagro que Alexéi Navalni esté todavía vivo, en un país donde los periodistas muy críticos del régimen que preside el nuevo zar, Vladimir Putin, suelen morir envenenados o asesinados por hampones como la valiente Anna Politkovskaya. Sobre todo porque Navalni comenzó su carrera de bloguero denunciando con pruebas inequívocas las corruptelas y tráficos delictuosos de las grandes empresas (privadas o públicas) y exhortando a sus usuarios o accionistas a emprender acciones legales contra ellas en defensa de sus derechos. No sólo sigue vivo, después de haber calificado a Rusia Unida, el partido de gobierno, de “El Partido de los Estafadores y Ladrones”, sino se ha convertido en una verdadera fuerza política en Rusia:  ha convocado manifestaciones de oposición con asistencia de decenas de miles de personas y es una figura internacional, que habla varios idiomas, domina gran variedad de temas e impresiona por su simpatía y su carisma. En las páginas de este libro descuella sobre los otros disidentes por su apostura, su elegancia, pero también porque es imposible precisar en su caso dónde comienzan y dónde terminan sus ambiciones, sus convicciones y sus principios. No hay duda que es excepcionalmente inteligente y valiente. ¿Pero es también un demócrata genuinamente guiado por un afán de libertad o un populista ambicioso que detrás de todos los riesgos que corre esconde sólo un apetito de poder y de riqueza?  
 Leyendo este libro es difícil no sentir una gran tristeza por ver los estragos que el totalitarismo ha causado en China, Cuba y Rusia. Todos los progresos sociales que el comunismo pudo haber traído a sus pueblos, no compensan ni remotamente el atraso cívico, cultural y político en que los ha sumido, y los obstáculos que ha sembrado para que puedan aprovechar sus recursos y alcanzar el progreso y la modernidad en un ámbito de coexistencia democrática, legalidad y libertad.  Es clarísimo que ese viejo modelo está muerto y enterrado, pero, aún así, librarse de él definitivamente les significará tiempo y sacrificios. El libro de Emily Parker muestra el invalorable servicio que ha venido a prestar en esta tarea Internet, la gran transformación de las comunicaciones de nuestro tiempo.
Nueva York, octubre de 2013

Entre Caballeros Andantes y Juglares

Fuente La República
Escribe Mario Vargas LLosa
06 de octubre de 2013

Traté apenas en persona a Martín de Riquer –que acaba de morir, poco antes de cumplir cien años–, pero lo leí mucho, sobre todo en mi juventud, cuando, entusiasmado por la lectura del Tirant lo Blanc, me volví devoto de los libros de caballerías. Descubrí la gran novela catalana en la maravillosa edición que hizo de ella Riquer en 1947 y, en 1971, cuando vivía en Barcelona, le propuse hacer una edición de las cartas y carteles de desafío de Joanot Martorell (El combate imaginario), lo que me permitió visitarle. Recuerdo con gratitud esas dos tardes en su casa repleta de libros, su amabilidad, su sabiduría, su prodigiosa memoria y la desenvoltura con que se movía por una Europa de caballeros andantes, ermitaños, trovadores, magos y cruzados, mientras acariciaba su eterna pipa y le brillaban los ojitos de alegría con aquello que contaba. En el otoño de su vida dijo a un periodista que “nunca había trabajado, que no había hecho otra cosa que disfrutar”. No era una pose: su inmensa obra de historiador, de filólogo y de crítico por la que desfilan media docena de literaturas –la catalana, la castellana, la provenzal, la francesa, la portuguesa y la italiana– rezuman amor y entusiasmo contagiosos.
La erudición no es siempre garantía de cultura; a veces es una máscara del vacío o de la mera vanidad. Pero en Martín de Riquer la prodigiosa información que sustenta sus estudios manifiesta su pasión por el conocimiento, no es nunca gratuita, alarde pretencioso; por el contrario, enriquece con detalles y precisiones la gestación y el contexto histórico y social de los textos, su genealogía, sus influencias, lo que es tópico y lo que es invención, la trama profunda que acerca, por ejemplo, las fantasías eróticas de un trovero ambulante y las heladas discusiones teologales en los concilios papales. Se movía por la vasta Edad Media como por su casa y opinaba con la misma versación sobre las novelas de Chrétien de Troyes, La Chanson de Roland, las leyendas artúricas, el Amadís de Gaula, los juglares y el Poema del Cid, que sobre heráldica, las armas, las armaduras, la gastronomía, las reglas del combate singular en los torneos y las distancias siderales que había a menudo entre lo que se creía, se decía, se escribía y se hacía en esa sociedad medieval que él tanto amaba.
Había en Martín de Riquer algo de esos caballeros andantes que se lanzaban a los caminos en pos de aventuras, sobre los que escribió páginas tan hechiceras, aquellos que por ejemplo recorrieron media Europa para responder al desafío del bravucón leonés del Paso Honroso, o los –medio héroes medio bandidos– que acompañaron a Roger de Flor a batirse en Grecia y liberar a Bulgaria de los turcos. Nadie que yo haya leído, ni siquiera el gran Huizinga de El otoño de la Edad Media, me ha hecho vivir tan de cerca y con tanta verdad como los ensayos de Martín de Riquer lo que debió ser la vida en Occidente hace ochocientos o mil años, esa sociedad donde la espiritualidad más refinada y la brutalidad más feroz se confundían y se pasaba del cielo al infierno o viceversa sin darse cuenta: de los salones cortesanos donde se inventaba el amor, a los helados monasterios donde se resucitaba a Platón y Aristóteles y se traducía a Homero, a los bosques plagados de forajidos, de santos, de peregrinos, de locos y leprosos, o a las plazas de las aldeas donde masas de analfabetos escuchaban, alucinados, las venturas y desventuras de las canciones de gestas. Para poder transmitir todo aquello con la elocuencia y el vigor con que lo hizo, Martín de Riquer debió al mismo tiempo vivirlo: dar y recibir los mandobles, ponerse y quitarse las pesadas armaduras, tocar la vihuela y componer endechas, enamorarse de doncellas imposibles como la princesa Carmesina, decapitar y ser decapitado innumerables veces.
Como un homenaje a su memoria, acabo de leer un pequeño librito suyo que no conocía, Cervantes en Barcelona (1989). Es una pura delicia. Comienza y termina con una pequeña descripción de la casa que lleva el número 2 del Paseo Colón de la Ciudad Condal en la que, según una persistente leyenda que Riquer conoció de niño de boca de su madre, habitó el autor de El Quijote en algún momento de su vida. El libro escudriña con lupa la vida de Cervantes y descarta o valida las diferentes tesis sobre su estancia en aquella ciudad, a la vez que describe con minucia todas las alusiones a Barcelona en las novelas cervantinas.
Las páginas más seductoras son aquellas en las que contrasta el famoso bandolero catalán que aparece inmortalizado en El Quijote, Roque Guinart, con el personaje de carne y hueso que le sirvió de modelo. Esta comparación se enriquece con una animada descripción de las bandas de asaltantes que en el siglo XVII hacían de las suyas y volvían peligrosos los alrededores de Barcelona y todas las grandes ciudades españolas. Al final, queda probado que la única estancia posible de Cervantes en la ciudad fue en el verano de 1610 y que, si de veras llegó a habitar el tercer piso de la casa del Paseo Colón, tuvo desde ese balcón una vista inmejorable del Portal del Mar y la playa, el paisaje que describiría en Las dos doncellas,  una de las novelas ejemplares.
El mejor crítico de Martorell fue al mismo tiempo uno de los más eminentes cervantistas; sus ediciones críticas del Tirant lo Blanc y del Quijote son un modelo de rigor y, al mismo tiempo, de una accesibilidad que pone ambas obras maestras al alcance de los lectores comunes y corrientes. También en esto Martín de Riquer fue un ejemplo de intelectual sin fronteras, un ciudadano del mundo,  desprovisto de fanatismo y de complejos, que volcó su amor por la literatura, la historia, la lengua y la cultura sin otro interés que la búsqueda de la verdad, la exaltación de la belleza, la justa valoración de la obra de arte y de las ideas en función de valores universales y no de menudos intereses políticos de circunstancias. En los años setenta, cuando yo vivía en Barcelona, muchos no le habían perdonado que durante la Guerra Civil optara, espantado “por el asesinato de algunos amigos y por cierta afinidad con los ideales religiosos y de orden del otro lado”, según dijo, por los nacionales y combatiera en una formación requeté. Pero, para entonces,  Riquer había abandonado aquellas ideas y optado por una línea democrática. De otro lado, en toda la vasta obra de él que ha llegado a mis manos, no recuerdo haber leído un solo texto de reivindicación del autoritarismo. Y, con motivo de los artículos necrológicos aparecidos en estos días, me ha alegrado saber que, en los violentos días que sucedieron a la Guerra Civil, se movilizó para salvar del fusilamiento a escritores y profesores republicanos.
Es interesante señalar que, al mismo tiempo que investigaba en archivos y bibliotecas preparando trabajos del más estricto nivel académico, Martín de Riquer no desdeñó escribir manuales o dirigir colecciones de clásicos dirigidos al gran público, como la historia universal de la literatura que emprendió con José María Valverde. Había detrás de estos empeños una convicción: la cultura no debía quedar confinada en los recintos universitarios y ser monopolio de clérigos; tenía que salir a la calle y llegar al mundo profano, como llegaban en tiempos remotos las hazañas caballerescas al gran público a través de los cómicos de la legua y los troveros ambulantes. El gran medievalista no era un hombre del pasado; vivía en el presente, y, cuando no estaba sumergido en polvorientos infolios, se distraía leyendo novelas policiales.
La muerte de Martín de Riquer me apena mucho porque personas tan valiosas deberían ser tan longevas como los patriarcas bíblicos; también porque, probablemente, él será uno de los últimos de su especie, quiero decir esa tradición de humanistas de cultura múltiple y de visión universal, a la que pertenecieron Menéndez Pelayo, Menéndez Pidal, Ortega y Gasset, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Octavio Paz y un Jorge Luis Borges. Ya no los habrá porque el conocimiento futuro estará sobre todo almacenado en el éter y cualquiera podrá acceder a él apretando los botones indicados. La memoria, el esfuerzo intelectual, serán prescindibles; o, mejor dicho, patrimonio exclusivo de las pantallas y los ordenadores. Gracias a estos artefactos, todos sabremos todo, lo que equivale a decir: nadie sabrá ya nada.
Madrid, septiembre de 2013

El Derecho a Decidir

22 de septiembre de 2013
Fuente La República
Escribe Mario Vargas LLosa

El mejor artículo que he leído sobre el tema del independentismo catalán, que, aunque parezca mentira, está hoy en el centro de la actualidad española, lo ha escrito Javier Cercas, que es tan buen novelista como comentarista político. Apareció en El País Semanal el 15 de septiembre y en él se desmonta, con impecable claridad, la argucia de los partidarios de la independencia de Cataluña para atraer a su bando a quienes, sin ser independentistas, parezcan serlo, pues defienden un principio aparentemente democrático: el derecho a decidir.
Allí se explica que, en una democracia, la libertad no supone que un ciudadano pueda ejercerla sin tener en cuenta las leyes que la enmarcan y decidir, por ejemplo, que tiene derecho a transgredir todos los semáforos rojos. La libertad no puede significar libertinaje ni caos. La ley que en España garantiza y enmarca el ejercicio de la libertad es una Constitución aprobada por la inmensa mayoría de los españoles (y, entre ellos, un enorme porcentaje de catalanes) que establece, de manera inequívoca, que una parte de la nación no puede decidir segregarse de ésta con prescindencia o en contra del resto de los españoles. Es decir, el derecho a decidir si Cataluña se separa de España sólo puede ejercerlo quien es depositaria de la soberanía nacional: la totalidad de la ciudadanía española.
Ahora bien, Cercas dice, con mucha razón, que si hubiera una mayoría clara de catalanes que quiere la independencia, sería más sensato (y menos peligroso) concedérsela que negársela, porque a la larga es “imposible obligar a alguien estar donde no quiere estar”. ¿Cómo saber si existe esa mayoría sin violar el texto constitucional? Muy sencillo: a través de las elecciones. Que los partidos políticos en Cataluña declaren su postura sobre la independencia en la próxima consulta electoral. Según aquel, si Convergencia y Unión lo hiciera, perdería esas elecciones, y por eso ha mantenido sobre ese punto, en todas las consultas electorales, una escurridiza ambigüedad. Al igual que él, yo también creo que, a la hora de decidir, el famoso seny catalán prevalecería y sólo una minoría votaría por la secesión.
¿Por cuánto tiempo más? Cara al futuro, tal vez Javier Cercas sea más optimista que yo. Viví casi cinco años en Barcelona, a principios de los setenta –acaso, los años más felices de mi vida– y en todo ese tiempo creo que no conocí a un solo nacionalista catalán. Los había, desde luego, pero eran una minoría burguesa y conservadora sobre la que mis amigos catalanes –todos ellos progres y antifranquistas– gastaban bromas feroces. De entonces a hoy esa minoría ha crecido sin tregua y, al paso que van las cosas, me temo que siga creciendo hasta convertirse –los dioses no lo quieran– en una mayoría. “Al paso que van las cosas” quiere decir, claro está, sin que la mayoría de españoles y de catalanes que son conscientes de la catástrofe que la secesión sería para España y sobre todo para la propia Cataluña, se movilicen intelectual y políticamente para hacer frente a las inexactitudes, fantasías, mitos, mentiras y demagogias que sostienen las tesis independentistas.
El nacionalismo no es una doctrina política sino una ideología y está más cerca del acto de fe en que se fundan las religiones que de la racionalidad que es la esencia de los debates de la cultura democrática. Eso explica que el President Artur Mas pueda comparar su campaña soberanista con la lucha por los derechos civiles de Martin Luther King en los Estados Unidos sin que sus partidarios se le rían en la cara. O que la televisión catalana exhiba en sus pantallas a unos niños adoctrinados proclamando, en estado de trance, que a la larga “España será derrotada”, sin que una opinión pública se indigne ante semejante manipulación.
El nacionalismo es una construcción artificial que, sobre todo en tiempos difíciles, como los que vive España, puede prender rápidamente, incluso en las sociedades más cultas –y tal vez Cataluña sea la comunidad más culta de España– por obra de demagogos o fanáticos en cuyas manos “el país opresor” es el chivo expiatorio de todo aquello que anda mal, de la falta de trabajo, de los altos impuestos, de la corrupción, de la discriminación, etcétera, etcétera. Y la panacea para salir de ese infierno es, claro está,  la independencia.
¿Por qué semejante maraña de tonterías, lugares comunes, flagrantes mentiras puede llegar a constituir una verdad política y a persuadir a millones de personas? Porque casi nadie se ha tomado el trabajo de refutarla y mostrar su endeblez y falsedad. Porque los gobiernos españoles, de derecha o de izquierda, han mantenido ante el nacionalismo un extraño complejo de inferioridad. Los de derechas, para no ser acusados de franquistas y fascistas, y los de izquierda porque, en una de las retractaciones ideológicas más lastimosas de la vida moderna, han legitimado el nacionalismo como una fuerza progresista y democrática, con el que no han tenido el menor reparo en aliarse para compartir el poder aun a costa de concesiones irreparables.
Así hemos llegado a la sorprendente situación actual. En la que el nacionalismo catalán crece y es dueño de la agenda política, en tanto que sus adversarios brillan por su ausencia, aunque representen una mayoría inequívoca del electorado nacional y seguramente catalán.
Lo peor, desde luego, es que quienes se atreven a salir a enfrentarse a cara descubierta a los nacionalistas sean grupúsculos fascistas, como los que asaltaron la librería Blanquerna de Madrid hace unos días, o viejos paquidermos del antiguo régimen que hablan de “España y sus esencias”, a la manera falangista. Con enemigos así, claro, quién no es nacionalista.
Al nacionalismo no hay que combatirlo desde el fascismo porque el fascismo nació, creció, sojuzgó naciones, provocó guerras mundiales y matanzas vertiginosas en nombre del nacionalismo, es decir, de un dogma incivil y retardatario que quiere regresar al individuo soberano de la cultura democrática a la época antediluviana de la tribu, cuando el individuo no existía y era solo parte del conjunto, un mero epifenómeno de la colectividad, sin vida propia.
Pertenecer a una nación no es ni puede ser un valor ni un privilegio, porque creer que sí lo es deriva siempre en xenofobia y racismo, como ocurre siempre a la corta o a la larga con todos los movimientos nacionalistas. Y, por eso, el nacionalismo está reñido con la libertad del individuo, la más importante conquista de la historia, que dio al ciudadano la prerrogativa de elegir su propio destino –su cultura, su religión, su vocación, su lengua, su domicilio, su identidad sexual– y de coexistir con los demás, siendo distinto a los otros, sin ser discriminado ni penalizado por ello.
Hay muchas cosas que sin duda andan mal en España y que deberán ser corregidas, pero hay muchas cosas que asimismo andan bien, y una de ellas –la más importante– es que ahora España es un país libre, donde la libertad beneficia por igual a todos sus ciudadanos y a todas sus regiones. Y no hay mentira más desaforada que decir que las culturas regionales son objeto de discriminación económica, fiscal, cultural o política. Seguramente el régimen de autonomías puede ser perfeccionado; el marco legal vigente abre todas las puertas para que esas enmiendas se lleven a cabo y sean objeto de debate público. Pero nunca en su historia las culturas regionales de España –su gran riqueza y diversidad– han gozado de tanta consideración y respeto, ni han disfrutado de una libertad tan grande para continuar floreciendo como en nuestros días. Precisamente, una de las mejores credenciales de España para salir adelante y prosperar en el mundo globalizado es la variedad de culturas que hace de ella un pequeño mundo múltiple y versátil dentro del gran teatro del mundo actual.
El nacionalismo, los nacionalismos, si continúan creciendo en su seno como lo han hecho en los últimos años, destruirán una vez más en su historia el porvenir de España y la regresarán al subdesarrollo y al oscurantismo. Por eso, hay que combatirlos sin complejos y en nombre de la libertad.
Madrid, septiembre de 2013

Los Refractarios

Fuente La Republica
08 de septiembre de 2013
Escribe Mario Vargas LLosa

Vine a Normandía con la intención de releer a Flaubert y visitar su pabellón de Croisset y los lugares que describió en Madame Bovary, pero en una librería del pintoresco y abigarrado puerto de Honfleur me encontré con un pequeño libro de Jorge Semprún, recién publicado en Francia, que me ha tenido toda la semana pensando en la irrupción del nazismo en el continente europeo, en la Segunda Guerra Mundial y sus secuelas, y en la conducta de ciertos intelectuales en aquellos años neurálgicos.
El libro se llama Le métier d’homme (El oficio del hombre) y contiene tres conferencias que dio Semprún en la Biblioteca Nacional de París los días 11, 13 y 15 de marzo de 2002. Probablemente las dictó sobre notas, las charlas fueron grabadas y lo que se ha publicado es una transcripción de esas grabaciones, pues el texto abunda en las repeticiones y vacilaciones típicas de una exposición dicha, no leída.  Pero, aun así, estas páginas están llenas de sugestiones e ideas fascinantes que, lejos de contentarse con reminiscencias históricas o anécdotas, gravitan con fuerza sobre la crisis europea de los años cuarenta y la de nuestros días.
El libro es también un homenaje a un filósofo, Edmund Husserl, un historiador, Marc Bloch, y un escritor y periodista, George Orwell, que, en momentos de gran confusión y turbulencia ideológicas y políticas, tuvieron el coraje de adoptar tomas de posición refractarias a las de los gobiernos y la opinión pública de sus países y fueron capaces, valiéndose de una razón crítica y una moral heroica, de fijar unos objetivos cívicos y defender unos valores que a la larga terminarían por prevalecer sobre el oscurantismo, el fanatismo y el totalitarismo que desencadenaron la segunda conflagración mundial.    
Edmund Husserl, padre de la fenomenología y maestro de Heidegger, a quien éste dedicaría su obra capital, Sein und Zeit (Ser y Tiempo), para retractarse luego de esta dedicatoria cuando comenzó a colaborar con el régimen nazi, pronunció una conferencia en Viena el 7 de mayo de 1935, en la que exhortaba a sus colegas intelectuales a enfrentarse “a la barbarie” y a mantener viva la gran tradición europea del espíritu crítico y la racionalidad sobre las puras pasiones y la conducta instintiva. Semprún destaca en esta conferencia, sobre todo, lo que llama “el patriotismo democrático” del filósofo, quien afirma categóricamente que el enemigo de la Europa civilizada no es el pueblo alemán sino Hitler y que, más pronto que tarde, Alemania deberá reintegrarse, una vez que gracias al federalismo opte por una resuelta vía democrática, a una Europa que habrá superado también el nacionalismo de orejeras y se habrá unificado, sin renunciar a su diversidad, en un régimen político y económico de carácter federal. Afirmaciones y predicciones de una lucidez visionaria que medio siglo más tarde confirmaría puntualmente la historia europea.
Cuando pronuncia esta conferencia Husserl tenía setenta y seis años y por ser judío, de acuerdo a las medidas antisemitas del nazismo, ya había sido despojado de todos sus derechos académicos. Pronto se vería obligado a refugiarse en el priorato benedictino de Sainte Lioba, donde moriría tres años después de aquella charla. Y de allí rescataría un sacerdote franciscano, el padre Herman Leo van Breda, las cuarenta mil páginas inéditas del filósofo que se las arreglaría para hacer llegar, sanas y salvas, a la Universidad de Lovaina.
Semprún, en páginas de gran sutileza, señala cómo en estos años hay intelectuales católicos, entre ellos Jacques Maritain, que, a diferencia de la extrema prudencia con la que el Vaticano encaraba la problemática nazi, se enfrentaron a los totalitarismos fascista y estalinista a la vez, denunciando con entereza sus semejanzas sustanciales por debajo de sus diferencias de superficie, una verdad escandalosa que se confirmaría no mucho después con el pacto Molotov-Von Ribbentrop, y el trauma que este acuerdo nazi-soviético causaría entre la intelectualidad progresista y comunista.   
El segundo homenaje de este ensayo es al historiador Marc Bloch, fundador con Lucien Febvre de Annales, movimiento que renovaría y daría un impulso creativo notable a la investigación histórica en Francia. Marc Bloch, que había hecho la Primera Guerra Mundial –comenzó como soldado raso y terminó como capitán– se alistó también en la segunda y fue un resistente activo, hasta que la Gestapo lo capturó y fusiló en 1944. Luego de la derrota del Ejército francés, Bloch escribe en apenas dos meses L’étrange défaite (Extraña derrota), de julio a septiembre de 1940, un libro impublicable entonces, que permanecería oculto hasta luego de la liberación. En él analiza, con extraordinaria serenidad y hondura, las razones por las que Francia se desmoronó tan fácilmente ante la embestida del ejército nazi. El análisis es implacable en su denuncia de la corrupción que venía socavando a la clase dirigente, a los partidos políticos, a los sindicatos, y cegando a los intelectuales. Pero, pese a la virulencia de la crítica, el ensayo no sucumbe al pesimismo. Por el contrario, destaca los sólidos recursos institucionales y culturales que sostienen a la tradición democrática francesa, exhorta a la nación a no rendirse a la barbarie totalitaria y a luchar no sólo para derrotar al nazismo sino para luego reconstruir la sociedad francesa sobre bases más decentes y más justas que las que provocaron la catástrofe. Al igual que en Husserl, Semprún subraya en la postura de Bloch su rechazo del nacionalismo, su vocación europeísta y la defensa de la racionalidad y el espíritu crítico.
George Orwell es el tercer ejemplo de intelectual comprometido con la justicia y la verdad, que no teme enfrentarse al descrédito y a la impopularidad, al que Semprún exalta como un ejemplo. Se refiere, claro está, al periodista que se fue a pelear como voluntario en defensa de la República durante la guerra civil española en las filas del POUM y que en Homage to Catalonia (Homenaje a Cataluña) fue uno de los primeros en denunciar el exterminio de trotskistas y anarquistas ordenado por Stalin en el seno de las fuerzas republicanas. Pero destaca, sobre todo, su defensa del “patriotismo democrático” con que exhortó a sus compatriotas a enfrentarse a Hitler y al nazismo, a la vez que criticaba con dureza el colonialismo inglés y exigía que el gobierno de Gran Bretaña asegurara la independencia de la India y las otras colonias del imperio una vez terminada la contienda.
Semprún estudia con detalle un ensayo poco conocido de Orwell, The Lion and the Unicorn (El león y el unicornio), donde aparece su célebre frase: “Inglaterra es un país de buena gente con los tipos equivocados en el control”. Y recuerda que, pese a la utilización que hizo siempre la derecha de sus críticas a la URSS y al comunismo, sobre todo en sus parábolas novelísticas Animal Farm (Rebelión en la granja) y 1984, Orwell se consideró siempre un hombre de izquierda, un socialista convencido de que el verdadero socialismo era de irrenunciable entraña democrática, defensor del espíritu crítico y de la libertad intelectual, para él valores inseparables de la lucha por la justicia social.
Es imposible no leer este pequeño y hermoso libro sin pensar que Jorge Semprún perteneció a esta misma tradición de pensadores y escritores refractarios al conformismo y a la complacencia a los que dedicó estas tres conferencias. Él también consideró siempre que el quehacer intelectual –aquí confiesa que su verdadera vocación fue ser un “filósofo profesional” aunque la guerra y su militancia lo enrumbaran por otro camino– era inseparable de una acción cívica, y tuvo el coraje de criticar y apartarse del Partido Comunista en el que había militado toda su vida, en los puestos de mayor riesgo, cuando se convenció de que aquella militancia era incompatible con aquel espíritu crítico y el patriotismo democrático que encarnaron intelectuales como Husserl, Bloch y Orwell. Pero aquella ruptura no lo apartó de los ideales de su juventud. Por ser leal a ellos estuvo en la Resistencia, en el campo de concentración de Buchenwald, de clandestino en la España franquista, y fue luego el intelectual refractario con la misma consecuencia y limpieza moral que él celebra en los tres maestros a los que dedica este libro estimulante.
Honfleur, septiembre de 2013

El Patrón del Mal

Fuente La República
Escribe Mario Vargas LLosa
25 de agosto de 2013

La serie de la televisión colombiana “Escobar, el patrón del mal” ha tenido mucho éxito en su país de origen y no cabe duda de que lo tendrá en todos los lugares donde se exhiba. Está muy bien hecha, escrita y dirigida, y Ángel Parra, el actor que encarna al famoso narcotraficante Pablo Emilio Escobar Gaviria, lo hace con enorme talento. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre con otras grandes series televisivas, como las norteamericanas “The Wire” o “24”, ésta se sigue con incomodidad, un difuso malestar provocado por la sensación de que, a diferencia de lo que aquéllas relatan, “Escobar, el patrón del mal” no es ficción sino la descripción más o menos fidedigna de una pesadilla que padeció Colombia durante unos años que vivió no bajo el imperio de la ley sino del narcotráfico.
Porque los 74 episodios que acabo de ver, aunque se toman algunas libertades con la historia real y han cambiado algunos nombres propios, dan un testimonio muy genuino, fascinante e instructivo sobre la violenta modernización económica y social –un verdadero terremoto– que trajo a la aletargada sociedad colombiana la conversión, por obra del genio empresarial de Pablo Escobar, de lo que debía ser en los años setenta una industria artesanal, en la capital mundial de la producción y comercio clandestinos de la cocaína.
Desafortunadamente, este aspecto de la trayectoria de Escobar –su miríada de laboratorios en la cordillera y en las selvas, las rutas clandestinas por las que la droga, cuya materia prima al principio era importada de Perú, Bolivia y Ecuador, y refinada en Colombia, luego se exportaba de allí a Estados Unidos y al resto del mundo– está apenas reseñado en la serie, que se concentra en la experiencia familiar del narcotraficante, sus vidas pública y clandestina, sus delirios y sus horrendos crímenes.
Su ambición era tan grande como su falta de escrúpulos y los delirios y rabietas que lo inducían a ejercitar la crueldad con el refinamiento y frialdad de un personaje del marqués de Sade, contrastaban curiosamente con su complejo de Edipo mal resuelto que lo convertía en un corderillo frente a la recia matriarca que fue su madre y su condición de esposo modelo y padre amantísimo. Cuando se antojaba de una “virgencita”, sus sicarios le procuraban una y luego la mandaba matar para borrar las pistas. Siempre se consideró a sí mismo “un hombre de izquierda” y cuando regalaba casas a los pobres, les construía zoológicos y ofrecía grandes espectáculos deportivos, como cuando hacía explotar coches bomba que despanzurraban a centenares de inocentes, estaba convencido, según aseguraba en sus retóricas proclamas, de estar luchando por la justicia y los derechos humanos. Como creó millares de empleos –lícitos e ilícitos–, era pródigo y derrochador y encarnó la idea de que uno podía hacerse rico de la noche a la mañana pegando tiros, fue un ídolo en los barrios marginales de Medellín y por eso, a su muerte, millares de pobres lo lloraron, llamándolo un santo y un segundo Jesucristo. Él, al igual que su familia y su ejército de rufianes, era católico practicante y muy devoto del Santo Niño de Atocha.
Su fortuna fue gigantesca, aunque nadie ha podido calcularla con precisión, y acaso no fue exagerado que en algún momento se dijera de él que era el hombre más rico del mundo. Eso lo convirtió en el personaje más poderoso de Colombia, poco menos que en el amo del país: podía transgredir todas las leyes a su capricho, comprar políticos, militares, funcionarios, jueces, o torturar, secuestrar y asesinar a quienes se atrevían a oponérsele (a ellos y a veces también a sus familias). Lo que es notable es que, ante la alternativa en que Pablo Escobar convirtió la vida para los colombianos      –“plata o plomo”– hubiera gente como el periodista Guillermo Cano, dueño y director del diario El Espectador y su heroica familia, y un puñado de jueces, militares y políticos que no se dejaron comprar ni intimidar y prefirieron morir, como Luis Carlos Galán y el ministro Rodrigo Lara Bonilla, oarruinarse antes que ceder a las exigencias demenciales del narcotraficante.
Lo que produce escalofríos viendo esta serie es la impresión que deja en el espectador de que, si el poder y la fortuna de que disponía no lo hubieran empujado en los años finales de su vida a excesos patológicos y a malquistarse con sus propios socios a los que extorsionaba y mandaba asesinar, y se hubiera resignado a un papel menos histriónico y exhibicionista, Pablo Escobar podría haber llegado a ser, hoy, presidente de Colombia, o, acaso, el dueño en la sombra de ese país. Lo perdió la soberbia, el creerse todopoderoso, el generar tantos enemigos en su propio entorno y producir tanto miedo y terror con los asesinatos colectivos de los coches bomba que hacía explotar en las ciudades a las horas punta para que el Estado se sometiera a sus consignas, que sus propios compinches se apandillaran contra él y fueran un factor principalísimo en su decadencia y final.
Si un novelista pusiera en una novela algunos de los episodios que Pablo Escobar protagonizó, su historia fracasaría estruendosamente por inverosímil. Acaso el más delirante y jocoso sea el de su “entrega” al Gobierno colombiano, luego de haberle dado gusto éste en firmar decretos garantizando que ningún colombiano sería jamás extraditado a los Estados Unidos –la justicia norteamericana era el cuco de los narcos– y de construirle una cárcel privada, “La Catedral”, de acuerdo a sus requerimientos y necesidades. Es decir: billares, piscina, discoteca, un prestigioso chef, equipos sofisticados de radio y televisión, y el derecho de elegir y vetar a la guardia encargada de vigilar el exterior de la prisión. Escobar se instaló en “La Catedral” con sus armas, sus sicarios, y siguió dirigiendo desde allí su negocio transnacional. Cuando quería, salía a Medellín a divertirse y, otras veces, organizaba orgías en la supuesta cárcel, con músicos y prostitutas que le acarreaban sus esbirros. En la misma cárcel se permitió asesinar a dos destacados socios suyos del cartel de Medellín porque no quisieron dejarse extorsionar. Como el escándalo fue enorme y la opinión pública reaccionó con indignación, el Gobierno intentó trasladarlo a una cárcel de verdad. Entonces, Escobar y sus pistoleros, alertados por los propios guardias a los que tenían en planilla, huyeron. Todavía alcanzó a desatar una serie de asesinatos ciegos, pero ya estaba tocado. Los “Pepes” (Perseguidos por Pablo Escobar) habían comenzado a actuar.
¿Quiénes eran los Pepes? Una asociación de rufianes, varios de ellos ex socios de Escobar en el tráfico de cocaína, el cartel de Cali que fue siempre adversario del de Medellín, las guerrillas ultraderechistas (comités de autodefensa) de Antioquia, y otros enemigos del mundo del hampa que Escobar había ido generando con sus caprichos y prepotencias a lo largo de su carrera. Ellos comprendieron que la visibilidad que había alcanzado aquel personaje ponía en peligro toda la industria del narcotráfico. Asesinaron a sus colaboradores, prepararon emboscadas, se convirtieron en informantes de las autoridades. En menos de un año el imperio de Pablo Escobar se desintegró. Su final no pudo ser más patético: acompañado de un solo guardaespaldas –todos los otros estaban muertos, presos o se habían pasado al enemigo– escondido en una casita muy modesta y delirando con el proyecto de ir a refugiarse en alguna guerrilla de las montañas, fue al fin cazado por un comando policial y militar que lo abatió a balazos.
La muerte de Escobar, ese pionero de los tiempos heroicos, no acabó con la industria del narcotráfico. Ésta es en nuestros días mucho más moderna, sofisticada e invisible que entonces. Colombia ya no tiene la hegemonía de antaño. Se ha descentralizado y campea también en México, América Central, Venezuela, Brasil, y los que eran sólo países productores de pasta básica, como Perú, Bolivia y Ecuador, ahora compiten asimismo en el refinado y la comercialización y, al igual que en Colombia, tienen guerrillas y ejércitos privados a su servicio. La fuente principal de la corrupción, en nuestros días la gran amenaza para el proceso de democratización política y modernización económica que vive América Latina, sigue siendo y lo será cada vez más el narcotráfico. Hasta que por fin se abra camino del todo la idea de que la represión de la droga sólo sirve para crear engendros destructivos como el que construyó Pablo Escobar y que la delincuencia asociada a ella sólo desaparecerá cuando se legalice su consumo y las enormes sumas que ahora se invierten en combatirla se gasten en campañas de rehabilitación y prevención.
Madrid, agosto de 2013


LA QUINTA COLUMNA

11 de agosto de 2013
Fuente La República
Escribe Mario Vargas LLosa

Caminar por el paseo marítimo entre Marbella y Puerto Banús en una mañana clara y transparente como la de hoy es una experiencia fascinante; se oyen todos los idiomas del mundo y, al otro lado del mar, se divisa la costa africana: unas manchas verde grisáceas que a ratos se eclipsan y poco después reaparecen en formas que deben ser colinas o montañas. Un poco más al sur debe estar Ceuta, bella y activa ciudad donde hace un mes pasé tres días intensos, impresionado por sus parques, el museo que da cuenta de su milenaria historia en la que todas las civilizaciones mediterráneas dejaron una huella y que los ceutíes preservan con orgullo, la soberbia vista del encuentro, a sus pies, del Mediterráneo y el Atlántico.
Pero lo que más me conmovió en Ceuta fue la civilizada convivencia entre sus religiones; cristianos, musulmanes, judíos, hindúes, viven en armonía y amistad, algo ejemplar en estos tiempos enconados de guerras religiosas. Era una impresión superficial y apresurada, por lo demás, como lo demuestran estos días las noticias. En la sombra de aquel pacífico lugar, una pequeña quinta columna de fanáticos islamistas se aprestaba a romper aquella paz con atentados terroristas. Descubiertos a tiempo, ahora una veintena de ellos están presos. Pero la amenaza sigue allí.
Cada mañana que recorro este paseo marítimo no puedo dejar de pensar en esa África que percibo allá a lo lejos, en el entusiasmo con que, como tantos millones de personas en el mundo, seguí ese movimiento de rebeldía y libertad, la “primavera árabe”, que sacudió de raíz las satrapías de Túnez, Libia, Egipto y que ahora sigue luchando en Siria. Era exaltante ver cómo, por fin, aquellos pueblos decían ¡basta! al anacronismo en que vivían, al despotismo, la corrupción, la miseria, el pisoteo de los derechos humanos, y reclamaban justicia, democracia, modernidad. ¿Iban a entronizarse por fin en el África y en el Medio Oriente sistemas democráticos y liberales a la manera occidental?
Estoy convencido de que muchos de los millones de jóvenes que se volcaron a las calles a reclamar libertad en aquellos países, la querían de veras, aunque no todos tuvieran una idea muy precisa de como materializarla en el ámbito social y político. Pero carecían de líderes, organizaciones, de la experiencia indispensable, y, apenas llegaron al poder, comenzaron los problemas. Y la quinta columna, minoritaria pero animada por la fe ciega de estar en la verdad y convencida de que todos los medios son válidos para imponerla, aun los crímenes más horrendos, comenzó a hacer de las suyas, a ganar terreno, a reinar en la confusión y a imponerse mediante la prepotencia y la violencia. No se puede decir que los islamistas extremistas hayan ganado la partida todavía, felizmente. Pero lo que sí es ya seguro es que la idea de que la gran movilización popular contra las dictaduras de Gadafi, Mubarak, Ben Alí y El Assad iba a desembocar en la instalación de democracias más o menos funcionales, era una ilusión. La quinta columna islamista no ha triunfado en ninguna parte, pero sí ha puesto en claro que mientras ella exista ningún régimen de legalidad y libertad será estable y duradero en los países árabes.
El caso de Egipto es particularmente trágico. Las masas que se volcaron a condenar la dictadura castrense de Mubarak triunfaron, después de que centenares de jóvenes ofrendaran su vida en las protestas y otros miles fueran a la cárcel. El país celebró, por primera vez en su historia milenaria, unas elecciones libres. Y la voluntad popular llevó al poder a un movimiento religioso que había sufrido duras persecuciones a lo largo de varias décadas: los Hermanos Musulmanes, bajo la presidencia de Mohamed Morsi. En lugar de construir la democracia, el nuevo mandatario y sus colaboradores se dedicaron a impedirla, siguiendo, de hecho, las consignas de la quinta columna, es decir, del islamismo más intolerante y radical. Los cristianos coptos, el 10 por ciento de la población, fueron acosados, perseguidos y algunos asesinados, se dieron leyes y reglamentos que, en lugar de respetar los derechos humanos, los violentaban abiertamente, encaminando el país, inequívocamente, al reinado de la sharía, la imposición del velo, la discriminación de la mujer, la desaparición de la enseñanza laica y mixta, la deformación de la justicia y de la información para acomodarlas a la voluntad de los clérigos. En su año de gobierno, Morsi no sólo acabó de arruinar la economía y sembrar el caos en la administración y el orden público; sobre todo, pese a las protestas en contra del Presidente, sirvió de caballo de Troya a los islamistas fanáticos.
Millones de egipcios salieron de nuevo a protestar y a enfrentarse a los matones y policías y de nuevo corrió la sangre por la plaza Tahrir, las ciudades y los campos. ¿A quién recurrían en pos de ayuda esta vez los rebeldes frustrados y coléricos? ¡Al Ejército! Es decir, a la misma institución que, sin haber ganado una sola de las guerras egipcias, las ha ganado todas contra su pueblo, pues ha sido el sostén más firme de las dictaduras que ha soportado el país desde su independencia. Ahora, Egipto corre de prisa a convertirse de nuevo en una satrapía castrense. El régimen ha prometido llamar a elecciones pero todos los golpistas de Estado prometen siempre lo mismo y nunca cumplen. ¿Hay alguna esperanza de que no sea así? Espero que la haya, pero yo confieso, tristemente, que no la veo por ninguna parte. ¿Y si, en la dudosa posibilidad de unas nuevas elecciones libres, ganaran de nuevo los Hermanos Musulmanes? ¿Habría valido la pena ese gigantesco sacrificio para que el país se convierta en una dictadura religiosa?
La situación de Siria no es menos trágica ni paradójica. El levantamiento contra el tiranuelo El Assad, que ha demostrado ser todavía más sanguinario que su padre, fue celebrado por todo el mundo democrático. En Occidente hubo una presión creciente de la opinión pública para que los Gobiernos ayudaran a los desarmados rebeldes por lo menos de la misma manera que lo habían hecho con los libios enfrentados a Gadafi. Pero la imagen de ese comandante rebelde abriendo en tajo al soldado que acababa de matar y comiéndose su corazón ante las cámaras, así como la participación activa, junto a la oposición democrática siria, de organizaciones terroristas como los comandos de Al Qaeda y Hezbolá, han enfriado considerablemente esa simpatía por la causa. ¿Y si la caída de El Assad significa para los sirios saltar de la sartén al fuego? ¿Y si a la satrapía corrupta y tiránica de ahora la reemplaza un régimen islamista fanático que desaparezca hasta el más mínimo asomo de tolerancia y retroceda a las mujeres sirias a una condición tan bárbara como la que vivieron las afganas cuando la dictadura talibán?
Tengo algunos amigos musulmanes y todos ellos, personas cultas, modernas, tolerantes, genuinamente democráticas, me aseguran que no hay nada en su religión que no sea compatible con un sistema político de corte democrático y liberal, de coexistencia en la diversidad, respetuoso de la igualdad de sexos y de los derechos humanos. Y, por supuesto, yo quiero creerles. Pero, ¿por qué no hay todavía un solo ejemplo que lo demuestre?, me pregunto, ya de regreso hacia Marbella y la clínica donde estoy ayunando, como todos los años en esta época. Turquía parecía serlo, pero, después de los últimos acontecimientos, resulta aventurado creerlo. Con mucha discreción y sabiduría y, lo que es peor, con apoyo de un amplio sector de la población, el Gobierno de Erdogan ha ido socavando poquito a poquito la institucionalidad y reemplazándola con medidas inspiradas en la religión, lo que ha movilizado a un vasto sector de la sociedad que de ninguna manera quiere que Turquía regrese a los tiempos anteriores a Kemal Atatürk, que éste con mano muy dura creyó finiquitar para siempre. No ha sido así. La radicalización islamista del Gobierno de Erdogan, cuyo partido se jacta de ser de un islamismo moderado y moderno, tiene algo que ver sin duda con la reticencia o el abierto rechazo en Europa que ha encontrado Turquía a su empeño en incorporarse a la Unión Europea. Yo siempre pensé que esas reticencias eran injustas y que hubiera sido bueno para Europa y para todo el Medio Oriente que una democracia musulmana formara parte de la Unión. Pero ahora dudo mucho de que se pueda llamar democracia a aquello en lo que Erdogan y su partido han convertido a Turquía.
Nadie desea tanto como yo que los países musulmanes rompan el círculo vicioso entre dictadura militar o dictadura clerical del que, hace tantos siglos, no consiguen salir. Pero cada vez me convenzo más de que ese salto no pasa por la política sino por la religión, por la retracción del Islam a un mundo privado, familiar e individual, de manera que la vida social y política puedan ser primordialmente laicas. Mientras ello no ocurra, será sin duda la sinuosa y eficiente quinta columna la que seguirá dirigiendo la función en los desdichados países musulmanes.
Marbella, agosto de 2013