viernes, 26 de abril de 2013


La Partida de la Dama

21 abril 2013
Fuente La República
Escribe Mario Vargas llosa


Estaba en la Bolsa de Córdoba (Argentina), con mi hijo Álvaro, dialogando con un grupo de empresarios y profesores sobre los problemas de América Latina, cuando nos avisaron que había muerto Margaret Thatcher. Con esa vocación suicida que de tanto en tanto manifiesta, Álvaro dijo que, sin querer por ello ofender al auditorio, se sentía obligado a rendir un homenaje a la Dama de Hierro, que había marcado fuertemente su juventud. Hubo un rumor reprobatorio, pero, en general, el público reaccionó con una soberbia compostura británica, si puedo decirlo así. Solo al terminar el acto, una dama nos recordó el cruel e inútil hundimiento del “Belgrano” por la Royal Navy durante la guerra de Las Malvinas en 1982.
Yo también pasé casi todos los años de Margaret Thatcher en el Reino Unido y a mí también lo que ella hizo me marcó profundamente. Todavía está presente en cosas que creo y defiendo y que me hacen decir que soy un liberal. Cuando la Dama subió al poder Gran Bretaña se hundía en la mediocridad y en la decadencia, deriva natural del estatismo, el intervencionismo y la socialización de la vida económica y política, aunque, eso sí, guardando siempre las formas y respetando las instituciones y la libertad, una segunda naturaleza para la sociedad británica.
Ella puso en marcha un programa de reformas radicales que sacudió de pies a cabeza a ese país adormecido por un socialismo anticuado y letárgico que había desmovilizado y casi castrado a la cuna de la democracia y de la Revolución Industrial, la fuente más fecunda de la modernidad. Privatizando empresas, liberalizando a los inquilinos cautivos de las viviendas municipales y convirtiéndolos en nuevos propietarios, abriendo mercados por doquier y las fronteras del país al comercio y la inversión, obligando a las empresas a competir, privándolas de los estupefacientes subsidios, atacando el rentismo e impulsando sin tregua el accionariado difundido y el capitalismo popular, su gobierno devolvió al gigante dormido el dinamismo de sus mejores tiempos y a su país una influencia en la esfera internacional que había perdido por completo. En los 80, la renta per cápita británica superó a la de Francia.
Por supuesto que los sacrificios fueron enormes, pero, sin los cambios que ellos significaron, el Reino Unido estaría ahora mucho peor de lo que está. Vivir en la mentira es siempre, en los órdenes político y económico, peor que afrontar la cruda verdad. Al mismo tiempo que desmontaba la maraña burocrática y el estatismo parasitario y los reemplazaba por una economía de mercado moderna, la Primera Ministra lanzó una vigorosa ofensiva en el campo de las ideas y los valores recordando a sus compatriotas –y a los europeos– que la cultura democrática y liberal no tenía por qué intimidarse frente al comunismo,  como venía ocurriendo, sobre todo por la cobardía y el oportunismo de las élites intelectuales, pues las credenciales de los Estados totalitarios eran el fracaso económico más flagrante, la desaparición de todas las libertades y los atropellos más inicuos contra los derechos humanos.
Pocos políticos me han producido el respeto que he sentido por la Gran Dama, porque pocos he conocido que, como ella, dijeran siempre lo que creían e hicieran siempre lo que dijeron. Creía en la libertad, en el individuo soberano, en la ética calvinista del trabajo, en el ahorro, en valores morales como sustento de las instituciones y en el escrupuloso respeto a la ley.
Era hija de un modesto bodeguero de Grantham y pudo tener una educación de alto nivel únicamente gracias a su inteligencia, a su espartana disciplina y a su esfuerzo.
Uno de los más dolorosos reveses de su vida –era demasiado orgullosa para hacerlo notar– debió ser la negativa de su Universidad, Oxford, de darle el honoris causa, como acostumbraba hacerlo con todos los gobernantes egresados de ese centro de estudios. Pero no debió sorprenderla, porque la clase intelectual siempre la odió. Ahora lo ha demostrado, yendo a escupir sobre su cadáver, celebrando la muerte de The Witch y vomitando injurias y mentiras sobre su gestión.
La primera vez que la vi de cerca fue, precisamente, rodeada de una decena de intelectuales, en casa del historiador Hugh Thomas. Los filósofos, escritores, dramaturgos, la sometieron a lo largo de la cena a un examen severo y sutil, aunque educado. El más pugnaz fue Tom Stoppard; el más penetrante Isaiah Berlin; el más sibilino A. Ayer. La Dama superó la prueba con honores. Se habló de Orwell y de Koestler y del Muro de Berlín, que Margaret Thatcher vería por primera vez en vivo al día siguiente, en que viajaba a Alemania en visita oficial. Cuando ella partió, Isaiah Berlin resumió la impresión general de manera concluyente: “Nothing to be ashamed of!” (¡Nada de qué avergonzarse con esta señora!)
La segunda vez que estuve con ella fue en 10 Downing Street, su despacho de Primera Ministra. Yo era candidato a la Presidencia en el Perú y le pregunté qué sería lo más importante, si era elegido. Tengo muy viva su respuesta: “Rodéese de un grupo leal y resuelto; porque cuando esas reformas estén en marcha y venga la reacción enconada, las peores traiciones serán de sus partidarios antes que de sus adversarios”. Sus palabras resultaron proféticas: ella no fue revocada por la oposición sino por intrigantes como Geoffrey Howe del propio Partido Conservador, al que la Dama había hecho ganar, por primera vez en la historia, tres elecciones seguidas.
Todavía la vi dos veces más, ya fuera del gobierno. La primera, en Washington, a su regreso de Chile, donde en medio de una conferencia, había tenido un desfallecimiento. Se la veía callada y abatida; en cambio, su esposo, había contraído en el curso de esa gira un horror santo por el Nuevo Continente y despotricaba sin el menor embarazo contra “los mexicanos”, en los que, me pareció, englobaba a todos los latinoamericanos sin excepción.
Pero la última vez que la vi estaba animosa, comunicativa y risueña. Yo había acompañado a su casa a un grupo de cubanos del exilio que querían invitarla a Miami a dar una conferencia. Se tomó tres whiskies e hizo observaciones muy divertidas sobre lo que ocurría en América Latina. También hizo bromas. Nos acompañó hasta la puerta y, al despedirse, de pronto levantó el puño como una muchachita revolucionaria y lanzó una consigna: “We must undermine Castro!” (¡Tenemos que socavar a Castro!)
Como en sus últimos años su desconfianza hacia la Unión Europea creció de manera indebida y su nacionalismo pareció endurecerse y como, por otra parte, defendió a Pinochet por la ayuda que la dictadura chilena prestó a Gran Bretaña durante la guerra de Las Malvinas, su imagen se empañó. No fueron los únicos errores que cometió, desde luego. Su liberalismo era contrarrestado a veces por un conservadurismo que la llevaba a contradecirse y a tomar medidas que estaban en entredicho con la apertura e internacionalización del comercio, la política y la vida que su gobierno propulsó más que nadie en esos años europeos. Pero, haciendo el balance de su gobierno, lo positivo es infinitamente más importante que lo negativo. Gracias a ella el Partido Conservador dejó de ser aristocrático y se volvió multiclasista y meritocrático. Su mejor discípulo no fue un conservador sino Tony Blair, cuyo Partido Laborista, en gran parte gracias a ella, se modernizó también, optó por la Tercera Vía y se impregnó de saludables ideas liberales.  Si no hubiera sido en buena parte por ella, la dictadura militar argentina seguiría tal vez en el poder, aumentando su prontuario de crímenes. La lista de sus realizaciones y logros cubriría muchas páginas.
Cuando dejó el poder, víctima de aquella mala conspiración interna, le envié un ramo de rosas rojas y una tarjeta. Ahora, aquí, medio extraviado entre los nevados de la Cordillera y los viñedos de Mendoza, no puedo hacerle llegar unas flores, solo estas apresuradas líneas de admiración y gratitud.

lunes, 8 de abril de 2013


Chacas y el Cielo

Original de La República
06 de abril de 2013
Escrito por Mario Vargas llosa


Chacas está más cerca del cielo que cualquier otro lugar del planeta. Para llegar allí hay que escalar los nevados de la cordillera de los Andes, cruzar abismos vertiginosos, alturas que raspan los cinco mil metros y bajar luego, por laderas escarpadas que sobrevuelan los cóndores, al callejón de Conchucos, en el departamento de Áncash. Allí, entre quebradas, riachuelos, lagunas, sembríos, pastizales y un contorno donde se divisan todas las tonalidades del verde, está el pueblo, de mil quinientos habitantes y capital de una provincia que alberga más de veinte mil.
La extraordinaria belleza de este lugar no es sólo física, también social y espiritual, gracias al padre Ugo de Censi, un sacerdote italiano que llegó a Chacas como párroco en 1976. Alto, elocuente, simpático, fornido y ágil pese a sus casi noventa años, posee una energía contagiosa y una voluntad capaz de mover montañas. En los 37 años que lleva aquí ha convertido a esta región, una de las más pobres del Perú, en un mundo de paz y de trabajo, de solidaridad humana y de creatividad artística.
Las ideas del padre Ugo son muy personales y muchas veces deben haber puesto a los superiores de su orden –los salesianos– y a los jerarcas de la Iglesia muy nerviosos. Y a los economistas y sociólogos, no se diga. Cree que el dinero y la inteligencia son el diablo, que los enrevesados discursos y teorías abstractas de la teología y la filosofía no acercan a Dios, más bien alejan de él, y que tampoco la razón sirve de gran cosa para llegar al Ser Supremo. A éste, en vez de tratar de explicarlo, hay que desearlo, tener sed de él, y, si uno lo halla, abandonarse al pasmo, esa exaltación del corazón que produce el amor. Detesta la codicia y el lucro, el piélago burocrático, el rentismo, los seguros, las jubilaciones y cree que si hay que hacer alguna crítica a la Iglesia Católica es haberse apartado de los pobres y marginados entre los que nació. Ve a la propiedad privada con desconfianza. La palabra que en su boca aparece con más frecuencia, impregnada de ternura y acentos poéticos, es caridad.
Cree, y ha dedicado su vida a probarlo, que la pobreza se debe combatir desde la misma pobreza, identificándose con ella y viviéndola junto a los pobres, y que la manera de atraer a los jóvenes a la religión y a Dios, de los cuales todo en el mundo actual tiende a apartarlos, es proponiéndoles vivir la espiritualidad como una aventura, entregando su tiempo, sus brazos, sus conocimientos, su vida, a luchar contra el sufrimiento humano y las grandes injusticias de que son víctimas tantos millones de seres humanos.
Los utopistas y grandes soñadores sociales suelen ser vanidosos y autorreferentes, pero el padre Ugo es la persona más sencilla de la Tierra y cuando, con ese sentido del humor que chispea en él sin descanso, dice: “Me gustaría ser un niño, pero creo que soy sobre todo un revoltoso y un stupido (palabra que, en español, se debe traducir no por estúpido sino por sonsito o tontín)” dice exactamente lo que piensa.
Lo curioso es que este religioso algo anarquista y soñador es, al mismo tiempo, un hombre de acción, un realizador de polendas, que, sin pedir un centavo al Estado y poniendo en práctica sus peregrinas ideas, ha llevado a cabo en Chacas y alrededores una verdadera revolución económica y social. Ha construido dos centrales eléctricas y canales y depósitos que dan luz y agua al pueblo y a muchos distritos y anexos, varios colegios, una clínica de 60 camas equipada con los más modernos instrumentos clínicos y quirúrgicos, una escuela de enfermeras, talleres de escultura, carpintería y diseño de muebles, granjas agrícolas donde se aplican los métodos más modernos de cultivo y se respetan todas las prescripciones ecológicas, escuela de guías de altura, de picapedreros, de restauración de obras de arte colonial, una fábrica de vidrio y talleres para la elaboración de vitrales, hilanderías, queserías, refugios de montaña, hospicios para niños discapacitados, hospicios para ancianos, cooperativas de agricultores y de artesanos, iglesias, canales de regadío, y este año, en agosto, se inaugurará en Chacas una universidad para la formación de adultos.
Esta incompleta y fría enumeración no dice gran cosa; hay que ver de cerca y tocar todas estas obras, y las otras que están en marcha, para maravillarse y conmoverse. ¿Cómo ha sido posible? Gracias a esa caridad de la que el padre Ugo habla tanto y que desde hace casi cuatro décadas trae a estas alturas a decenas de decenas de voluntarios italianos –médicos, ingenieros, técnicos, maestros, artesanos, obreros, artistas, estudiantes– a trabajar gratis, viviendo con los pobres y trabajando hombro a hombro con ellos, para acabar con la miseria e ir haciendo retroceder a la pobreza. Pero, sobre todo, devolviendo a los campesinos la dignidad y la humanidad que la explotación, el abandono y las inicuas condiciones de vida les habían arrebatado. Los voluntarios y sus familias se pagan los pasajes, reciben alojamiento y comida pero no salario alguno, tampoco seguro médico ni jubilación, de modo que formar parte de este proyecto les significa entregar su futuro y el de los suyos a la incertidumbre más total.
Y sin embargo allí están, vacunando niños y tirando lampa para embalsar un río, levantando casas para comuneros misérrimos en San Luis, diseñando muebles, vitrales, estatuas y mosaicos que irán a San Diego y a Calabria, dando de comer o haciendo terapia a los enfermos terminales del asilo de Santa Teresita de Pomallucay, levantando una nueva central eléctrica, cocinando las setecientas comidas diarias que se distribuyen gratuitamente y formando técnicos, artesanos, maestros, agricultores, que aseguren el futuro de los jóvenes de la región. Uno de estos jóvenes voluntarios se llamaba Giulio Rocca, y trabajaba en Jangos, donde lo asesinó un comando de Sendero Luminoso, explicándole antes que lo que él hacía allí era un obstáculo intolerable para la revolución maoísta. Años después, otro miembro del proyecto, el padre Daniele Badiali, fue asesinado también porque se negó a entregar el rescate que le pedía un puñado de ladrones.
En la actualidad hay unos cincuenta voluntarios en Chacas y unos 350 en toda la región. Viven modestísimamente, en comunidad los solteros y en viviendas las parejas con hijos, mezclados con los pobres y, repito, no ganan salario alguno. Las obras que construyen, apenas terminadas, las ceden al Estado o a los propios usufructuarios; según la filosofía del padre Ugo, el proyecto Mato Grosso no tiene bienes propios; todos los que crea, los administra sólo temporalmente y en beneficio de los necesitados, a quienes los cede apenas son operativos. La financiación de las obras proviene, además de la exportación de muebles, de donativos de instituciones, empresas o personas de muchos lugares del mundo, pero principalmente de Italia.
Los voluntarios vienen por seis meses, uno, dos, tres, diez años, y muchos se quedan o regresan; traen a sus niños o los tienen aquí, en esa modernísima clínica donde los usuarios sólo pagan lo que pueden o son atendidos gratuitamente si no pueden. Es divertido ver a esa nube de niños y niñas de ojos claros y cabellos rubios, en la misa del domingo, entreverados con los niños y las niñas del lugar cantando en quechua, italiano, español y hasta en latín. A muchos de estos voluntarios les pregunté si no los angustiaba a veces pensar en el futuro, el de ellos y el de sus hijos, un futuro para el que no habían tomado la menor precaución, ni ahorrado un centavo.  Porque sólo en Chacas los pobres tienen asegurado un plato de comida, una cama donde dormir y un médico que los atienda en caso de enfermedad. En el resto del mundo, donde reinan aquellos valores que el padre Ugo llama diabólicos, los pobres se mueren de hambre y la gente mira para otro lado. Se encogían de hombros, hacían bromas, siempre habría un amigo en alguna parte para echarles una mano, la Madonna proveerá. La confianza y la alegría son como el aire puro que se respira en Chacas.
Estoy convencido de que, pese a la notable grandeza moral del padre Ugo y sus discípulos y de la fantástica labor que vienen realizando en los cuatro países donde tienen misiones –Perú, Bolivia, Ecuador y Brasil–, no es éste el método gracias al cual se puede acabar con la pobreza en el mundo. Y no lo creo porque mi escepticismo me dice que no hay, en el vasto planeta, suficientes dosis de idealismo, desinterés y caridad como para producir transformaciones como las de aquí. Pero qué estimulante es vivir, aunque sea sólo por un puñado de días, la experiencia de Chacas y descubrir que todavía hay en este mundo egoísta hombres y mujeres entregados a ayudar a los demás, a hacer eso que llamamos el bien, y que encuentran en esa entrega y ese sacrificio la justificación de su existencia. ¡Ah, si hubiera tantos stupidi en el mundo como en Chacas, querido y admirado padre Ugo!


Fuego de Imágenes

Fuente La República
24 marzo 2013
Escribe Mario Vargas Llosa


Desde hace por lo menos un cuarto de siglo en todos los festivales de libros, congresos o encuentros literarios a los que asisto en cualquier parte del mundo la primera cara con la que me doy es siempre la de mi amigo Daniel Mordzinski. Nuestra amistad nació así, en medio de ese caos tribal, en el que siempre se lo ve, alto, incansable, risueño, embutido en una gorra y cámara en mano, acosando a escritores y rogándoles o exigiéndoles que posen para él, a veces trepándose a los árboles como monos, o haciendo equilibrio a orillas de abismos, o disfrazándose de payasos o aun cosas peores, y que él siempre consigue que hagamos porque, además de su enorme talento de fotógrafo, Daniel es endemoniadamente simpático, generoso y leal, una de esas personas peligrosísimas a las que uno quiere tanto que es imposible negarse a sus pedidos o ucases.
Desde que, hace un par de días, supe la tragedia que ha vivido –que, por negligencia o estupidez, un empleado de Le Monde echó a la basura o incineró buena parte de su colección de negativos y diapositivas de 27 años de trabajo, es decir, una de las mayores inquisiciones perpetradas en la historia de la fotografía– no he dejado de pensar en él, de revisar sus libros y sus catálogos, de hojear mis propios archivos repletos de fotos suyas y, en cierto modo, de compartir con él la horrible desesperación en que debe haberlo sumido esa inconmensurable catástrofe. Estos no son adjetivos truculentos dictados por el afecto y la admiración que siento por Mordzinski sino una descripción objetiva de lo que significa la desaparición de lo que, sin la menor duda, era la más completa documentación gráfica de los escritores y de la vida literaria de las últimas tres décadas, un patrimonio histórico que, además, constituía una hazaña artística de primer orden.
Dudo que entre los propios escritores haya alguno que ame más los libros y respete tanto el quehacer literario como Daniel Mordzinski. Nadie se ha interesado con más pertinacia y devoción en el proceso intelectual y material que está detrás de los poemas, las historias, los ensayos y los dramas y nadie ha explorado con más curiosidad y respeto esa misteriosa intimidad en que nacen los libros. Por eso, los retratos de escritores que han sido la pasión de su vida constituyen algo mucho más sutil y profundo que meras imágenes: verdaderas exploraciones de la intimidad psicológica, de los sótanos de la personalidad, de esas zonas turbadoras del inconsciente, del instinto, de la sensibilidad donde anidan muchas veces los gérmenes de las grandes creaciones literarias. Ello se logra no solo mediante la destreza y el aprovechamiento inteligente de la técnica; también gracias a un conocimiento de la obra y la persona del escritor y una empatía que nace de la amistad y el afecto.
Hace unos seis años tuve el privilegio de que Daniel me pidiera unas líneas para una hermosa exposición suya que se presentó en la Casa de América de Madrid y, antes de escribirlas, pasé toda una tarde, intrigado y fascinado, contemplando sus fotografías. Fue la primera vez que comprendí que esas imágenes que Daniel arrebataba del río del tiempo y fijaba en unas cartulinas eran, en verdad, una interpretación muy astuta de la personalidad de esos autores, y que en ellas, además de sus rasgos, semblantes y expresiones, aparecían revelados sus sueños, sus fracasos y sus éxitos. Daniel nunca se ha servido de quienes posan para él a fin de exhibir su talento y celebrarse a sí mismo con desplantes llamativos como suelen hacer los fotógrafos de moda. Él ha tratado siempre de desaparecer detrás de su cámara y por eso la autenticidad es en su caso ingrediente central de la belleza de sus imágenes.
Lo ocurrido a Daniel me ha recordado algunas tragedias parecidas que han vivido otras personas tan valiosas e idealistas como él. La del doctor Bruno Roselli, un florentino que llegó a Lima en los años cincuenta y que nos dio, en las aulas centenarias de San Marcos, unas clases sobre el Renacimiento que nunca olvidaré. Era esquelético y soñador como el Quijote, y tan empeñoso como él. Se enamoró de los balcones coloniales de Lima y emprendió una heroica campaña para salvarlos de la piqueta de la modernidad. Como las antiguas casonas del centro caían, una tras otra, él se gastaba lo poco que ganaba comprando los viejos balcones condenados. Los almacenaba en un galpón del Rímac. Un día, en venganza porque el anciano profesor se demoraba en pagarle el alquiler, el dueño del galpón los quemó.
Al historiador chileno Claudio Véliz, autor de “La tradición centralista de América Latina” entre otros muchos ensayos, se le ocurrió salir un día a la playa con su familia, allá en Australia, donde era profesor en la Universidad de La Trobe. Al regresar, se encontró con una barrera policial en la carretera que conducía hasta su casa. Esta había desaparecido íntegramente, consumida por el fuego. No solo se perdieron todas sus ropas, muebles, objetos domésticos; también todos los libros, manuscritos y archivos personales que Claudio había ido reuniendo en Chile e Inglaterra antes de trasladarse a Melbourne. Pero se necesita algo más que un incendio para desmoralizar a ese chileno; en el mismo hotel donde debió vivir cerca de un año mientras le reconstruían su casa, empezó a rehacer su biblioteca y acumular nuevos manuscritos sin perder un ápice de su dinamismo y su curiosidad intelectual.
El caso de Juan Carlos Tomasi es más reciente. Él es también un magnífico fotógrafo, pero no de escritores, sino de tragedias humanas, porque desde hace un buen número de años trabaja para Médicos sin Fronteras y ha recorrido los cinco continentes haciendo reportajes gráficos de cataclismos naturales, guerras civiles, genocidios, matanzas religiosas, ideológicas o raciales, jugándose la vida una y mil veces en sus indescriptibles correrías a fin de dejar vívidos testimonios del sufrimiento humano en nuestra época. Yo viajé con él por el Congo y esas semanas que estuvimos juntos me permitieron conocer de cerca su notable personalidad, su vida constelada de aventuras, el rigor y el coraje con que ejercía su profesión. Poco tiempo después de terminado aquel viaje supe que, cuando él recorría algún lugar del mundo que padecía alguno de esos dramas que movilizan a los Médicos sin Fronteras, Juan Carlos recibió una llamada de su compañera, desde Barcelona. Le anunció que su departamento había desaparecido, consumido por las llamas, y que ella misma se había salvado poco menos que de milagro. De la colección de fotografías de toda su vida solo quedaba un montón de cenizas. La próxima vez que estuve con Tomasi yo no me atrevía casi a tocarle el tema, pensando que sería una llaga todavía demasiado viva para él. Lo era, por supuesto, pero para alguien que desde hace años recorre el mundo entero codeándose con las más atroces desgracias humanas, la pérdida de tantos negativos no es suficiente para desarmarlo moralmente ni para rebajarle el amor a la vida y a su vocación. Lo encontré tan animoso y activo como siempre.
Sé que Daniel Mordzinski es de la misma entraña incandescente del profesor Roselli, de Claudio Véliz y de Juan Carlos Tomasi y que ya debe estar en estos días, como estuvo ayer y como lo estará mañana, en alguna feria o festival del libro, cámara en mano, disparando flashes y esa cordialidad y simpatía que le rebasan por todos los poros, y con esa energía que le permitirá en pocos años, derrotando al infortunio, reconstruir una colección tan valiosa como la que acaba de perder. ¡Ánimo y abrazos, querido Daniel!
Lima, marzo de 2013 
Mario Vargas Llosa posa para la cámara de Daniel Mordzinski