domingo, 28 de julio de 2013


Un Dintel en el Viento

28 de julio de 2013
Escribe Mario Vargas Llosa

Un voto de aplauso para el Secretario de Estado John Kerry, quien, luego de seis visitas al Medio Oriente, consiguió que el gobierno de Israel y la Autoridad Palestina anunciaran que retomarían las conversaciones, interrumpidas desde hace cerca de tres años. Solo la presión de Estados Unidos hace posible esta reanudación del diálogo, ante el cual los dos participantes parecían desganados y aprensivos. No sin razón: la última vez que lo intentaron, en el 2010, la negociación duró apenas 16 horas y terminó en el fracaso más completo.

¿Habrá más suerte esta vez con esa llamita que empieza a titilar una vez más en medio del ventarrón? Hay que desearlo ardientemente, por Israel, por Palestina, por el Medio Oriente y por el mundo entero, pues si palestinos e israelíes llegan por fin a un acuerdo sensato y justo para coexistir en la paz y la colaboración, se habrá resuelto uno de los conflictos más graves y potencialmente más capaces de sepultar a buena parte del planeta en una guerra de proporciones cataclísmicas.

Pero, no hay que engañarse, los obstáculos para este acuerdo son enormes y han frustrado hasta ahora todos los intentos de lograrlo, pese a que ambas partes aceptan, en principio, la idea de que dos Estados independientes compartan la región y se establezca un sistema que garantice de manera inequívoca la seguridad de Israel. Los problemas comienzan cuando se trata de establecer la naturaleza y los límites de estos Estados soberanos. La Autoridad Palestina reclama para el Estado palestino los territorios que la división de la región por las Naciones Unidas le otorgaba antes de la Guerra de los Seis Días de 1967, cuando Israel ocupó Jerusalén Oriental y buena parte de Cisjordania, una zona que hoy día está literalmente sembrada de asentamientos donde viven –armados hasta los dientes– más de medio millón de colonos israelíes, convencidos de que aquellas tierras les corresponden por derecho divino y prefiguran lo que será su designio final: Eretz Yisrael, La Tierra de Israel bíblico, que abarque desde el Mediterráneo hasta el Jordán. Los colonos no solo no quieren un Estado palestino; harán todo lo que sea necesario para impedir que nazca.

Al movimiento ultra e intransigente de los colonos equivale, en el ámbito palestino, Hamas, una organización que practica el terrorismo, no reconoce el derecho a la existencia de Israel, quiere echar a los judíos al mar y tiene en la actualidad el control absoluto de la Franja de Gaza y un incierto pero abundante número de partidarios entre los palestinos que viven bajo la autoridad del gobierno de Mahmud Abbas, controlado por Al-Fatah, adversario acérrimo de Hamas. Así como los colonos, cada vez que han querido frenar o impedir las negociaciones instalan un nuevo asentimiento ilegal que el gobierno israelí se siente obligado a proteger enviando al Ejército, Hamas, que ha visto siempre con hostilidad la posibilidad de una solución pacífica y negociada con Israel, dispara cohetes desde la Franja de Gaza que causan destrozos y víctimas en granjas, comunas y ciudades de Israel, lo que, naturalmente, provoca represalias y encrespa el ambiente hasta hacerlo irrespirable para cualquier negociación.

Sin embargo, nada de esto debería bastar para impedir que, por encima o por debajo del fanatismo, los chantajes y sabotajes recíprocos, se impongan la sensatez y la razón. Ocurrió ya una vez, cuando los acuerdos de Oslo pusieron en marcha una dinámica de paz que levantó enormes esperanzas tanto entre los hombres y las mujeres comunes y corrientes de Israel como en las ciudades palestinas. Yo estuve allí en esos días de 1993 y la atmósfera que se vivía era exaltante. Y es probable que, sin el asesinato de Rabin, el proceso hubiera continuado hasta forjar una paz definitiva.

Resucitó siete años después, en el 2000 y 2001, por insistencia del presidente Clinton, y probablemente en aquellas conversaciones, primero en Camp David, Washington, y luego en Taba, Egipto, es cuando estuvo más cerca de forjarse un acuerdo serio y sostenido entre ambos adversarios. Israel, a través del gobierno de Ehud Barak, hizo en aquella ocasión una oferta que Arafat (bueno, la OLP) cometió una verdadera locura en rechazar, pues proponía devolver cerca del 95% de los territorios ocupados en la orilla occidental del Jordán y por primera vez aceptaba que Jerusalén oriental fuera la capital del futuro Estado palestino. El rechazo de esta oferta, que implicaba muy importantes concesiones de lo que hasta entonces había sido la postura de todos los gobiernos israelíes, tuvo efectos trágicos. El peor: la opinión pública israelí, profundamente frustrada por lo ocurrido, concluyó que un acuerdo era simplemente imposible y que Israel no tenía otro camino que imponer la paz a su manera. Eso explica la subida al poder de Sharon, con la tesis de que la solución la buscaría Israel por la fuerza, y luego de Netanyahu y el desplome monumental del movimiento pacifista de “Paz Ahora” y la izquierda más conciliadora israelí. Aquel fracaso, además de las acusaciones de corrupción y mal gobierno, contribuyó también decisivamente a debilitar a Al-Fatah y permitir el crecimiento de Hamas y a popularizar su prédica extremista contraria a todo acuerdo.

Ese es el impasse del que pretenden sacar a la región los esfuerzos del gobierno del presidente Obama. Israel ha anunciado, en señal de buena voluntad, que excarcelará a cerca de un centenar de presos palestinos, algunos detenidos desde antes de los acuerdos de Oslo de 1993. El ministro Yuval Steinitz ha precisado que entre los liberados “habrá algunos pesos pesados”. También ha hecho saber que las conversaciones tendrán lugar en Washington, a partir de la próxima semana, y que presidirá la delegación de Israel la ministra de Justicia, Tzipi Livni, y la de la Autoridad Palestina, el antiguo negociador Saeb Erekat.
Otro de los grandes obstáculos para el acuerdo es la exigencia palestina del “derecho al regreso” de los varios millones de refugiados que, desde la guerra de 1948, debieron exilarse y viven dispersos por el mundo, a veces en campos y en condiciones misérrimas como en el Líbano. Su número es incierto, pero oscilaría entre tres o cuatro millones de personas. Israel sostiene que, si reconociera ese derecho, el país dejaría de ser un Estado judío y se convertiría en un Estado palestino, porque la población de este origen superaría largamente a la hebrea. Alega, además, no sin razón, que, al igual que los palestinos, cientos de miles de judíos han sido expulsados desde 1948 de Egipto, Irán, Irak, Yemen, Libia y demás países musulmanes.

Se podría seguir enumerando durante mucho rato todos los peligros que convierten en un campo minado la negociación entre palestinos e israelíes. Y, sin embargo, sería absurdo adoptar al respecto una actitud pesimista. Vivimos en una época en la que hemos visto convertirse en posibles cosas que parecían imposibles, como la transformación pacífica de África del Sur en un país multirracial y democrático, o la conversión de China Popular –el más radical de los Estados colectivistas y estatistas del socialismo marxista– en el valedor más exaltado del capitalismo (autoritario). A Myanmar (Birmania), una típica satrapía militar tercermundista, mudada en un régimen que motu proprio decidió reformarse y orientarse hacia la legalidad y la libertad. Ya no es imposible pensar que Cuba o Corea del Norte puedan mañana o pasado mañana abandonar el anacronismo ideológico que los está deshaciendo y resignarse a la mediocre democracia.

Si este nuevo intento fracasa, acaso no haya una nueva oportunidad, y sigan reinando la incertidumbre y la inseguridad que los fanáticos de ambos bandos creen favorecen a sus tesis respectivas. No es así. Si la idea de los dos Estados –uno palestino y otro israelí– no llega a concretarse, probablemente, en algún momento del futuro, volverá a incendiarse la región en un conflicto armado con miles de víctimas y enormes estragos materiales.

Se equivocan quienes piensan que Israel, gracias a su potencia económica y su gran poderío militar, es ya invulnerable y que la fuerza le garantiza el futuro. Un país no puede vivir rodeado de enemigos que ansían su destrucción y esperan solo la ocasión de hacerle daño. Y los fanáticos que creen que echarán a los judíos al mar están ciegos: a lo más que pueden aspirar es a provocar un nuevo holocausto del que serán las primeras víctimas.

En un excelente artículo en el que pasa revista a todos los desafíos que deben enfrentar israelíes y palestinos en la negociación que se va a reanudar y confiesa su propio pesimismo, Roger Cohen, en The New York Times del 23 de julio, escribía: “Mi corazón sangra. Y, sin embargo, no puedo dejar de oír lo que debe estar murmurando Mandela en su cama del hospital: Pruébenme que estoy equivocado, cobardes, decidan de una vez si ganar una discusión es más importante que salvar la vida de un niño”.
Punta Ala, Toscana, julio de 2013

Jubilar a los Espías

14 de julio de 2013
Fuente La Republica
Escribe Mario Vargas Llosa

Se puede tener una pobre opinión del presidente Evo Morales, como es mi caso, pero no desconocer que es el mandatario de Bolivia, un país soberano que lo eligió en comicios legítimos, y que por lo tanto debe ser tratado por los otros gobiernos con el respeto debido a su cargo. Los países europeos que lo maltrataron, impidiendo a su avión cruzar su espacio aéreo o repostar, actuaron de manera prepotente y torpe. Y, además, le hicieron un favor político regalándole el papel de víctima, algo que le servirá mucho ante los electores bolivianos ahora que, en contra de su propia Constitución, quiere hacerse reelegir por tercera vez y precisamente cuando estaba cayendo en las encuestas.

El incidente es una de las precipitaciones derivadas del “caso Snowden”, el empleado de la CIA al que Austria, Italia, España, Francia y Portugal creían que Evo Morales llevaba en su avión de pasajero secreto. No era así y lo que quedó evidente en este episodio es que los servicios de inteligencia de la Unión Europea y de Estados Unidos, pese a sus excesos, parecen funcionar como la mona.

Edward Snowden se ha convertido en el último héroe mediático de la frivolidad progresista y de valedores tan conspicuos de la libertad de expresión y el derecho de crítica como los presidentes Maduro, de Venezuela, el comandante Ortega, de Nicaragua, y del propio Evo Morales, que se han apresurado a ofrecerle el asilo, y del presidente Correa, del Ecuador, donde el Parlamento acaba de aprobar la más intimidatoria ley de prensa de la historia sudamericana.

¿En qué consiste el heroísmo de Snowden? En haber roto su compromiso de confidencialidad que tenía contraído con el Estado para el que trabajaba, revelando al mundo que el espionaje de Estados Unidos graba conversaciones privadas de los ciudadanos, violando así la intimidad de miles de miles de familias, no solo estadounidenses, sino también de países amigos, entre ellos sus aliados de Europa Occidental. Es una violación que, según sus valedores, lo honra, pues este desacato ha permitido que se haga público un intolerable atropello a la privacidad, un derecho reconocido por la Constitución de Estados Unidos y de todas las sociedades democráticas.

Creo que esta argumentación (y la indignación consecuente) es arcangélica en el mejor de los casos, en el peor hipócrita, y desprovista de realidad. ¿Alguna vez han hecho algo distinto los espías, desde que existen, que violar la intimidad de los ciudadanos de sus propios países y de los ajenos? Lo hacen en las dictaduras y en los países democráticos. La diferencia es que en las dictaduras esto jamás se castiga y, a veces, en las democracias, sí, en los casos infrecuentes en que estas transgresiones provocan un gran escándalo o llegan a los tribunales y merecen una sanción legal. De hecho, a causa de la repercusión del “caso Snowden”, el Congreso de los Estados Unidos ha nombrado una comisión que investiga el asunto.

La verdad es que el señor Snowden no ha revelado nada que cualquiera que tiene dos dedos de frente sabía ya, aunque, es cierto, pocos hubieran imaginado la magnitud de aquellas grabaciones. Estas violaciones eran menos significativas en el pasado únicamente porque no existía entonces una tecnología tan avanzada en el campo de las comunicaciones como la que existe ahora. Este progreso extraordinario ha puesto en manos de las agencias de inteligencia un juguete muy peligroso que no solo amenaza a los enemigos de la democracia sino a la misma cultura de la libertad y a sus instituciones representativas.

Si lo que queremos es que desaparezcan todos los espías, yo firmo. El oficio solo tiene gracia en las novelas y las películas; en la realidad, es sucio y ensucia por su clandestinidad y porque irremediablemente opera en una peligrosa cuerda floja que se balancea entre la legalidad y la ilegalidad. Por desgracia, mientras existan las guerras, los peligros de guerras y un terrorismo religioso e ideológico que provoca a diario los estragos que sabemos, es prácticamente imposible que los Estados democráticos renuncien a una actividad de la que podría depender en buena medida la seguridad, políticas eficaces contra la repetición de tragedias como las de las Torres Gemelas o de la Estación de Atocha.

A diferencia de lo que ocurre en las dictaduras, en las sociedades libres, como Estados Unidos, existe una justicia independiente, una prensa libre, un Congreso representativo e innumerables asociaciones de derechos humanos, que pueden denunciar aquellos excesos y tratar de corregirlos. ¿Por qué Edward Snowden no optó por este camino legítimo, en vez de violentar a su vez la legalidad y convertirse en un instrumento de regímenes autoritarios y totalitarios que se valen de él para atacar al “imperialismo” y rasgarse las vestiduras en nombre de una libertad y unos derechos que ellos pisotean sin el menor escrúpulo? Su caso es muy semejante al de Julian Assange, quien desprecia la justicia de los países democráticos, se niega a responder a los cargos que se le imputan por acoso y violación sexual, en Suecia, una de las democracias más genuinas, y quiere proseguir su cruzada libertaria desde el Ecuador, donde ejercitar la más mínima libertad de expresión significa correr el riesgo de ser multado, encarcelado o expropiado, como denuncian en estos días todas las asociaciones de periodistas independientes del mundo entero.

El derecho a la privacidad ya desapareció hace tiempo en el mundo en que vivimos. Lo arrasaron, antes que los espías, la prensa amarilla y las revistas del corazón, la ferocidad de los debates políticos que en su afán de aniquilar al adversario no vacila en exponer a la luz sus intimidades más secretas, y la avidez de un público por irrumpir en el ámbito de lo privado a fin de saciar su curiosidad con secretos de cama, escándalos de familia, relaciones peligrosas, intrigas, vicios, todo aquello que antiguamente parecía vetado a la exposición pública. Hoy la frontera entre lo privado y lo público se ha eclipsado y, aunque existan leyes que en apariencia protejan la privacidad, pocas personas acuden a los tribunales a reclamarla, porque saben que las posibilidades de que los jueces les den razón son escasas.

De esta manera, aunque por inercia sigamos utilizando la palabra escándalo, la realidad ha vaciado a esta de su contenido tradicional y de la censura moral que implicaba, y ha pasado a ser sinónimo de entretenimiento legítimo.

No tiene mucho sentido convertir en un héroe de la libertad a Edward Snowden por haber revelado que no solo las amas de casa, los benignos profesionales y los burócratas violan a diario la privacidad de los ciudadanos leyendo las revistas, escuchando o viendo en la radio y la televisión los programas constituidos específicamente para violarla –la gran diversión mediática de nuestro tiempo– sino también los espías. ¿Mal de muchos, consuelo de tontos?

En cierta forma, sí. En las encuestas que se han hecho en Estados Unidos sobre Edward Snowden, una mayoría aprueba que la inteligencia norteamericana grabe las conversaciones privadas. Me temo que no sería distinta la reacción de la opinión pública de la gran mayoría de las sociedades democráticas que viven, como Estados Unidos, con la zozobra de ser de nuevo víctimas de los atentados terroristas de las organizaciones como Al-Qaeda empeñadas en acabar con el Gran Satán, categoría en la que incluyen a todas las democracias laicas de corte occidental.

Hay peligro de que esta realidad deteriore las instituciones que sostienen una democracia, sin duda. Pero también la deterioran operaciones mediáticas que desnaturalizan el ejercicio de la libertad de expresión y la convierten en un libertinaje irresponsable. La libertad y la legalidad son igualmente importantes para que funcione la democracia, y ejercitar la libertad en contra de la legalidad solo se justifica en países donde la legalidad está reñida con aquella pues la limita o conculca. No es cierto que en sociedades como Estados Unidos o Suecia la legalidad se haya degradado al extremo de que solo violándola se pueda ejercer la libertad. Ni Edward Snowden ni Julian Assange son paladines sino depredadores de la libertad que dicen defender.
Madrid, julio de 2013

Elogio de Nelson Mandela

30 de junio de 2013
Fuente La República
Escribe Mario Vargas Llosa


Nelson Mandela, el político más admirable de estos tiempos revueltos, agoniza en un hospital de Pretoria y es probable que cuando se publique este artículo ya haya fallecido, pocas semanas antes de cumplir 95 años y reverenciado en el mundo entero. Por una vez podremos estar seguros de que todos los elogios que lluevan sobre su tumba serán justos, pues el estadista sudafricano transformó la historia de su país de una manera que nadie creía concebible y demostró, con su inteligencia, destreza, honestidad y valentía, que en el campo de la política a veces los milagros son posibles.

Todo aquello se gestó, antes que en la historia, en la soledad de una conciencia, en la desolada prisión de Robben Island, donde Mandela llegó en 1964 a cumplir una pena de trabajos forzados a perpetuidad. Las condiciones en que el régimen del apartheid tenía a sus prisioneros políticos en aquella isla rodeada de remolinos y tiburones, frente a Ciudad del Cabo, eran atroces. Una celda tan minúscula que parecía un nicho o el cubil de una fiera, una estera de paja, un potaje de maíz tres veces al día, mudez obligatoria, media hora de visitas cada seis meses y el derecho de recibir y escribir solo dos cartas por año, en las que no debía mencionarse nunca la política ni la actualidad. En ese aislamiento, ascetismo y soledad transcurrieron los primeros nueve años de los veintisiete que pasó Mandela en Robben Island.

En vez de suicidarse o enloquecerse, como muchos compañeros de prisión, en esos nueve años Mandela meditó, revisó sus propias ideas e ideales, hizo una autocrítica radical de sus convicciones y alcanzó aquella serenidad y sabiduría que a partir de entonces guiarían todas sus iniciativas políticas. Aunque nunca había compartido las tesis de los resistentes que proponían una “África para los africanos” y querían echar al mar a todos los blancos de la Unión Sudafricana, en su partido, el African National Congress, Mandela, al igual que Sisulu y Tambo, los dirigentes más moderados, estaba convencido de que el régimen racista y totalitario solo sería derrotado mediante acciones armadas, sabotajes y otras formas de violencia, y para ello formó un grupo de comandos activistas llamado Umkhonto we Sizwe, que enviaba a adiestrarse a jóvenes militantes a Cuba, China Popular, Corea del Norte y Alemania Oriental.

Debió de tomarle mucho tiempo –meses, años– convencerse de que toda esa concepción de la lucha contra la opresión y el racismo en África del Sur era errónea e ineficaz y que había que renunciar a la violencia y optar por métodos pacíficos, es decir, buscar una negociación con los dirigentes de la minoría blanca –un 12% del país que explotaba y discriminaba de manera inicua al 88% restante–, a la que había que persuadir de que permaneciera en el país porque la convivencia entre las dos comunidades era posible y necesaria, cuando Sudáfrica fuera una democracia gobernada por la mayoría negra.

En aquella época, fines de los años sesenta y comienzos de los setenta, pensar semejante cosa era un juego mental desprovisto de toda realidad. La brutalidad irracional con que se reprimía a la mayoría negra y los esporádicos actos de terror con que los resistentes respondían a la violencia del Estado habían creado un clima de rencor y odio que presagiaba para el país, tarde o temprano, un desenlace cataclísmico. La libertad solo podría significar la desaparición o el exilio para la minoría blanca, en especial los afrikaans, los verdaderos dueños del poder. Maravilla pensar que Mandela, perfectamente consciente de las vertiginosas dificultades que encontraría en el camino que se había trazado, lo emprendiera, y, más todavía, que perseverara en él sin sucumbir a la desmoralización un solo momento, y veinte años más tarde consiguiera aquel sueño imposible: una transición pacífica del apartheid a la libertad, y que el grueso de la comunidad blanca permaneciera en un país junto a los millones de negros y mulatos sudafricanos que, persuadidos por su ejemplo y sus razones, habían olvidado los agravios y crímenes del pasado y perdonado.

Habría que ir a la Biblia, a aquellas historias ejemplares del catecismo que nos contaban de niños, para tratar de entender el poder de convicción, la paciencia, la voluntad de acero y el heroísmo de que debió hacer gala Nelson Mandela todos aquellos años para ir convenciendo, primero a sus propios compañeros de Robben Island, luego a sus correligionarios del Congreso Nacional Africano y, por último, a los propios gobernantes y a la minoría blanca, de que no era imposible que la razón reemplazara al miedo y al prejuicio, que una transición sin violencia era algo realizable y que ella sentaría las bases de una convivencia humana que reemplazaría al sistema cruel y discriminatorio que por siglos había padecido Sudáfrica. Yo creo que Nelson Mandela es todavía más digno de reconocimiento por este trabajo lentísimo, hercúleo, interminable, que fue contagiando poco a poco sus ideas y convicciones al conjunto de sus compatriotas, que por los extraordinarios servicios que prestaría después, desde el gobierno, a sus conciudadanos y a la cultura democrática.

Hay que recordar que quien se echó sobre los hombros esta soberbia empresa era un prisionero político, que, hasta 1973, en que se atenuaron las condiciones de carcelería en Robben Island, vivía poco menos que confinado en una minúscula celda y con apenas unos pocos minutos al día para cambiar palabras con los otros presos, casi privado de toda comunicación con el mundo exterior. Y, sin embargo, su tenacidad y su paciencia hicieron posible lo imposible. Mientras, desde la prisión ya menos inflexible de los años setenta, estudiaba y se recibía de abogado, sus ideas fueron rompiendo poco a poco las muy legítimas prevenciones que existían entre los negros y mulatos sudafricanos y siendo aceptadas sus tesis de que la lucha pacífica en pos de una negociación sería más eficaz y más pronta para alcanzar la liberación.

Pero fue todavía mucho más difícil convencer de todo aquello a la minoría que detentaba el poder y se creía con el derecho divino a ejercerlo con exclusividad y para siempre. Estos eran los supuestos de la filosofía del apartheid que había sido proclamada por su progenitor intelectual, el sociólogo Hendrik Verwoerd, en la Universidad de Stellenbosch, en 1948, y adoptada de modo casi unánime por los blancos en las elecciones de ese mismo año. ¿Cómo convencerlos de que estaban equivocados, que debían renunciar no solo a semejantes ideas sino también al poder y resignarse a vivir en una sociedad gobernada por la mayoría negra?

El esfuerzo duró muchos años pero, al final, como la gota persistente que horada la piedra, Mandela fue abriendo puertas en esa ciudadela de desconfianza y temor, y el mundo entero descubrió un día, estupefacto, que el líder del Congreso Nacional Africano salía a ratos de su prisión para ir a tomar civilizadamente el té de las cinco con quienes serían los dos últimos mandatarios del apartheid: Botha y De Klerk.

Cuando Mandela subió al poder su popularidad en Sudáfrica era indescriptible, y tan grande en la comunidad negra como en la blanca. (Yo recuerdo haber visto, en enero de 1998, en la Universidad de Stellenbosch, la cuna del apartheid, una pared llena de fotos de alumnos y profesores recibiendo la visita de Mandela con entusiasmo delirante). Ese tipo de devoción popular mitológica suele marear a sus beneficiarios y volverlos –Hitler, Stalin, Mao, Fidel Castro– demagogos y tiranos. Pero a Mandela no lo ensoberbeció; siguió siendo el hombre sencillo, austero y honesto de antaño, y ante la sorpresa de todo el mundo se negó a permanecer en el poder, como sus compatriotas le pedían. Se retiró y fue a pasar sus últimos años en la aldea indígena de donde era oriunda su familia.

Mandela es el mejor ejemplo que tenemos –uno de los muy escasos en nuestros días– de que la política no es solo ese quehacer sucio y mediocre que cree tanta gente, que sirve a los pillos para enriquecerse y a los vagos para sobrevivir sin hacer nada, sino una actividad que puede también mejorar la vida, reemplazar el fanatismo por la tolerancia, el odio por la solidaridad, la injusticia por la justicia, el egoísmo por el bien común, y que hay políticos, como el estadista sudafricano, que dejan su país, el mundo, mucho mejor de como lo encontraron.
Madrid, junio de 2013

El Hombre sin Cualidades


16 de junio de 2013
Fuente La Republica
Escribe Mario Vargas Llosa


Estuve una semana en París y el fantasma de Hannah Arendt me salió al encuentro por todas partes. En tres cines del Barrio Latino exhibían la película que Margarethe von Trotta le ha dedicado y me gustó mucho verla. No es una gran película pero sí un buen testimonio sobre la recia personalidad de la autora de Los orígenes del totalitarismo, su lucidez y su insobornable independencia intelectual y política.

El film está casi totalmente centrado en el reportaje que Hannah Arendt escribió, a pedido suyo, para The New Yorker sobre el juicio al criminal nazi Adolf Eichmann que se celebró en Jerusalén en 1961, y el escándalo y la controversia que provocó, sobre todo al aparecer ese texto ampliado en un libro en 1963, en el que la pensadora alemana desarrolla su teoría sobre “la banalidad del mal”. La actriz Barbara Sukowa hace una sutil interpretación de Arendt; la mayor flaqueza de la película es la fugaz y caricatural descripción que presenta del vínculo que unió a Hannah Arendt con Martin Heidegger, de quien fue primero discípula, luego amante eventual y al que, pese a la cercanía que aquel tuvo con el nazismo, profesó siempre una admiración sin reservas (al cumplir Heidegger 80 años le dedicó un largo y generoso ensayo).

Y, justamente, nada más salir del cine de ver esa película, descubrí que en el pequeño teatro de La Huchette, donde se siguen dando las dos primeras obras de Ionesco (La cantante calva y La lección) que vi en 1958, se representaba también la obra del autor argentino Mario Diament Un informe sobre la banalidad del amor, subtitulada Historia de una pasión, y dedicada a las relaciones de Hannah Arendt y Heidegger.

¿Existió realmente una pasión entre la brillante muchacha judía que padeció persecuciones, pasó por un campo de concentración y debió exilarse en Estados Unidos para escapar a la muerte y el gran filósofo del ser, que aceptó ser rector de la Universidad de Friburgo bajo las leyes nazis y murió sin haber renunciado nunca a su carnet de militante del Partido Nacional Socialista? En la obra de Diament, sí, tuvieron una pasión compartida, duradera y traumática, que ni las atrocidades del Holocausto pudieron abolir del todo. La obra está bien hecha y los dos actores que encarnan a los protagonistas son magníficos –Maïa Guéritte y André Nerman–, pero en la realidad, al parecer, la pasión fue bastante asimétrica, más profunda y constante de parte de la discípula que del filósofo, en quien aparentemente tuvo un sesgo más superfluo y transitorio. (La verdad es que sobre este asunto hay todavía más conjeturas y chismografías que verdades comprobadas).

En todo caso, estos episodios me llevaron a leer Eichmann en Jerusalén, que había dejado sin terminar la primera vez que lo tuve en las manos. Leído ahora, medio siglo después de su publicación, sorprende que ese denso, intenso y admirable ensayo pudiera provocar al aparecer ataques tan grotescos como los que recibió su autora (llegó a ser acusada de “pronazi” y “antijudía” por algunos exaltados fanáticos que firmaron manifiestos para que fuera expulsada de la universidad norteamericana donde enseñaba). Pero no debería llamarnos demasiado la atención pues el siglo XX no fue solo el de las grandes carnicerías humanas sino también el del fanatismo y la estupidez ideológica que las incitaron.

La rigurosa autopsia a que somete Hannah Arendt al teniente coronel SS Adolf Eichmann, hombre de confianza de Himmler y uno de los más destacados especialistas del régimen hitleriano en “el problema judío” –mejor dicho, en la exterminación de unos seis millones de judíos europeos–, a raíz de los documentos y testimonios que se exhibieron en el juicio, arroja unas conclusiones escalofriantes y válidas no solo para el nazismo sino para todas las sociedades envilecidas por el servilismo y la cobardía que genera en la población un régimen totalitario. El espíritu romántico, congénito a Occidente, nunca se ha liberado del prejuicio de ver la fuente de la crueldad humana en personajes diabólicos y de grandeza terrorífica, movidos por el ideal degenerado de hacer sufrir a los demás y sembrar su entorno de devastación y de lágrimas. Nada de esto asoma siquiera en la personalidad de ese mediocre pobre diablo, fracasado en todo lo que emprende, inculto y tonto, que encuentra de pronto, dentro de la burocracia del nazismo, la oportunidad de ascender y disfrutar del poder. Es disciplinado más por negligencia que por convicciones, un instinto de supervivencia abole en él la capacidad de pensar si hay en ello algún riesgo, y sabe obedecer y servir a su jefe con docilidad perruna cuando hace falta, poniéndose una venda moral que le permite ignorar las consecuencias de los actos que perpetra cada día (como despachar trenes cargados de hombres, mujeres, niños y ancianos de todas las ciudades europeas a los campos de trabajos forzados y las cámaras de gas). Con énfasis aseguró Eichmann en el juicio que nunca había matado a un judío con sus manos y seguramente no mintió.

Cualquiera que haya padecido una dictadura, incluso la más blanda, ha comprobado que el sostén más sólido de esos regímenes que anulan la libertad, la crítica, la información sin orejeras y hacen escarnio de los derechos humanos y la soberanía individual son esos individuos sin cualidades, burócratas de oficio y de alma, que hacen mover las palancas de la corrupción y la violencia, de las torturas y los atropellos, de los robos y las desapariciones, mirando sin mirar, oyendo sin oír, actuando sin pensar, convertidos en autómatas vivientes que, de este modo, como le ocurrió a Adolf Eichmann, llegan a escalar las más altas posiciones. Invisibles, eficaces, desde esos escondites que son sus oficinas, esas mediocridades sin cara y sin nombre que pululan en todos los rodajes de una dictadura, son los responsables siempre de los peores sufrimientos y horrores que aquella produce, los agentes de ese mal que, a menudo, en vez de adornarse de la satánica munificencia de un Belcebú se oculta bajo la nimiedad de un oscuro funcionario.

Kafka ya lo identificó en esos invisibles personajes que juzgan y ejecutan a inocentes como K. por crímenes fantásticos e inexistentes, pero el gran mérito de Hannah Arendt es haber sacado de la literatura a ese hipócrita y darle el protagonismo que merece como secuaz indispensable de los verdugos y haberlo tipificado como el agente predilecto del mal en el universo totalitario.

Eichmann “no era ni un Yago ni un Macbeth”, dice Hannah Arendt, ni tampoco un estúpido. “Fue la pura ausencia de pensar – lo que no es poca cosa– lo que le permitió convertirse en uno de los más grandes criminales de su época. Esto es 'banal' y hasta cómico, pues, ni con la mejor voluntad del mundo se consiguió descubrir en Eichmann la menor hondura diabólica o demoníaca”. Lo terrible de Eichmann es que no era un hombre excepcional, sino uno común y corriente. Lo que significa que todo hombre común y corriente, en ciertas circunstancias (una dictadura hitleriana, por ejemplo), puede convertirse en un Eichmann.

Algo de esto había dicho años antes Georges Bataille, comentando el prontuario criminal del valeroso compañero de batalla de Juana de Arco al que se le descubrió más tarde que asesinaba niños en serie porque era un pervertido sexual: que, nos guste o no, en el fondo de todos nosotros, no solo los “malos”, también los “buenos”, se esconde un pequeño Gilles de Rais.

Londres, junio de 2013

¿ La Hora de las Trincheras ?

02 de junio de 2013
Fuente La Republica
Escrito por Mario Vargas llosa

La súbita destitución de Arturo Fontaine como director del Centro de Estudios Públicos (CEP) ha causado un pequeño terremoto en Chile, a juzgar por la veintena de artículos sobre el tema que han llegado a mis manos. A muchos nos ha apenado esa mala noticia, más que por Arturo, por el CEP y por Chile.

Arturo Fontaine es un hombre de varios talentos, poeta, novelista, filósofo, profesor, versado también en economía y en derecho, y uno de esos cuatro gatos liberales que desde hace muchos años nos reunimos periódicamente en España y América Latina para promover la cultura de la libertad, digamos que con logros más bien reducidos. Hasta ahora, el más exitoso de esos cuatro gatos parecía ser él, precisamente gracias al CEP, que dirige desde hace treinta y un años. Sin exagerar un ápice, este think tank es una de las instituciones que más han contribuido a la formidable transformación política, social y económica de Chile del país subdesarrollado que era en la democracia moderna y próspera que es ahora y que araña ya las características de una nación del primer mundo.

El Centro de Estudios Públicos lo fundaron un puñado de empresarios empeñados en modernizar el pensamiento político de su país y de fomentar estudios e investigaciones rigurosos de la problemática chilena en todos los ámbitos desde una perspectiva independiente. Arturo Fontaine hizo del CEP algo todavía más ambicioso: una institución de alta cultura en la que la doctrina liberal inspiraba los análisis, propuestas y sondeos de los especialistas más calificados al mismo tiempo que se promovían debates y encuentros entre intelectuales y comentaristas de todas las tendencias, sin complejos de superioridad (ni inferioridad). Entre sus innumerables aciertos, figura el haber creado el sistema de encuestas de opinión pública más objetivo y confiable de Chile, a juicio de todos los sectores políticos.

En las actividades que patrocinó y en sus publicaciones el CEP ha combatido aquella aberración que hace del liberalismo nada más que una receta económica centrada en el mercado, y ha demostrado que la filosofía de la libertad es una sola, en los ámbitos económico, político, social, cultural e individual, y que la libertad, sin la tolerancia y la convivencia, es letra muerta. Todos quienes han tenido el privilegio de leer estos años la notable revista del CEP “Estudios Públicos” han podido comprobar que estos principios informaban las colaboraciones y que en esa publicación había siempre un diálogo vivo, controversias sobre todos los temas de elevado nivel intelectual y un respeto sistemático con los adversarios, un afán de deslindar la verdad aunque ello implicara corregir las propias convicciones.

El CEP siempre se resistió a considerar, como muchos irresponsables, que el progreso social es fundamentalmente una empresa económica, y dio atención no menos importante que al mercado, a la libre competencia, a la apertura de fronteras, a la disciplina fiscal y a las privatizaciones, al derecho a la crítica, a los derechos humanos, a la cultura, a las actividades literarias y artísticas. Los números monográficos de la revista del CEP dedicadas a Karl Popper, a Friedrich Hayek, a Isaiah Berlin y a muchos otros pensadores de la libertad son ejemplares. Por todo ello el Centro de Estudios Públicos ha alcanzado en estos años un enorme prestigio que desborda las fronteras de Chile. Por su auditorio han pasado figuras eminentes (y no solo liberales, sino social demócratas y socialistas) en todos los campos del saber.

Ahora bien, ¿por qué alguien que puede lucir unas credenciales tan envidiables al frente de una institución que en buena parte es hechura suya ha sido defenestrado de manera tan inopinada e injusta? Al parecer, los patrocinadores del CEP habrían descubierto que Arturo Fontaine es demasiado independiente para su gusto y que se toma libertades ideológicas que no convienen a su idea particular de lo que debe ser la centro derecha, es decir, una derecha sin centro que la estorbe. Lo habrían advertido en el hecho de que Arturo aceptó formar parte del directorio del Museo de la Memoria que creó el gobierno de Michelle Bachelet, y, sobre todo, en sus opiniones acerca del tema de la política universitaria, asunto que, como es sabido, ha dado origen a intensos disturbios y manifestaciones de estudiantes contra el gobierno de Piñera y es objeto de una polémica que lleva ya bastante tiempo en Chile (comenzó en los tiempos de la Concertación).

Antes de escribir este artículo he leído las dos conferencias y las entrevistas que ha dado Arturo Fontaine sobre este asunto y creo poder resumir con objetividad su pensamiento. Él piensa que la universidad es una institución que no solo prepara profesionales sino forma ciudadanos y personas y que por lo tanto requiere un régimen especial, y que no debería ser materia de lucro, porque, cuando lo es –cita al respecto abundantes estadísticas de Estados Unidos y de Brasil, dos países donde las universidades privadas con ánimo de lucro son lícitas–, incumple su función y suele preparar profesionales deficientes. No está contra las universidades privadas, ni mucho menos, a condición de que no distribuyan beneficios entre sus accionistas sino los reinviertan enteramente en la propia institución, como hacen Harvard o Princeton.

Pero la crítica que hace Fontaine a la situación universitaria chilena es la siguiente: que, en un país donde las leyes prohíben explícitamente que haya universidades privadas con ánimo de lucro, muchas instituciones hayan encontrado la manera de burlar la ley haciendo pingües negocios en este dominio. ¿Cómo? Muy sencillamente: alquilando terrenos o vendiéndolos a la universidad o construyendo los campus universitarios a través de empresas que hacen las veces de testaferros de los mismos propietarios. Las sumas que Fontaine señala que se habrían ganado en los últimos años mediante esta burla de la legalidad (la de la “universidad fabril” la llama) son astronómicas.

Se puede estar de acuerdo o en desacuerdo con esta postura de Arturo Fontaine –muchos liberales lo están y muchos otros no lo están–, pero nadie que cree que el respeto de la legalidad es un principio básico de la civilización podría discrepar de él cuando exige que en Chile se cumpla la prohibición legal de hacer negocios con la universidad. O que, en todo caso, se cambie la ley y se autoricen las universidades privadas con fines de lucro. Pero, en ese caso, estas empresas deberán funcionar como las otras, sin las prerrogativas de que gozan ahora todas las universidades (exoneración de impuestos y subsidios estatales, por ejemplo).

Lo que parece estar en juego en la defenestración de Arturo Fontaine es más complejo que una simple discrepancia: el temor de una parte mayoritaria de los patrocinadores del CEP de que, en las próximas elecciones, gane de nuevo Michelle Bachelet y que la Concertación que suba con ella al poder sea mucho más radical de lo que lo fue en su anterior gobierno, como deja suponer cierto extremismo retórico de sus últimos pronunciamientos. Desde luego que si Chile retrocede hacia alguna forma de chavismo sería una catástrofe no solo para los chilenos sino para toda América Latina. Pero nada puede perjudicar más a la derecha, en esta circunstancia, que oponer a esta radicalización de la izquierda un extremismo paralelo, atrincherándose en la intolerancia de las verdades únicas y dogmáticas y purgando de sus filas a todos quienes osan discrepar. Nada daría más razón a quienes sostienen, desde el bando opuesto, que la derecha es egoísta, intolerante y autoritaria, que su adhesión a los valores democráticos es superficial y de coyuntura, que detrás de la propiedad privada, el mercado libre y la democracia burguesa hay siempre un Pinochet. Chile parecía haber dejado atrás esa visión pequeñita y mezquina que, por desgracia, todavía alienta en la derecha iliberal de América Latina.

Héctor Soto, uno de los más lúcidos analistas chilenos, escribió en su columna de La Tercera con motivo de este asunto que el gran mérito de Arturo Fontaine fue “su aporte en términos de modernizar y civilizar a la derecha”. No la modernizó ni civilizó lo bastante, por desgracia.
París, junio de 2013

lunes, 8 de julio de 2013


PERIODISMO Y CREACIÓN: PLANO AMERICANO

Fuente La Republica
19 de mayo de 2013
Escribe Mario Vargas Llosa

Cada vez que regreso a Madrid o Lima luego de varios meses me recibe en la casa un espectáculo deprimente: una pirámide de libros, paquetes, cartas, e-mails, telegramas y recados que nunca alcanzaré a leer del todo y menos a contestar, y que por muchos días me deja la mala conciencia pertinaz de haber quedado mal con mucha gente que esperaba una respuesta, una opinión, a veces una simple firma. En los años sesenta, cuando empecé a recibir cartas y libros, los leía con cuidado y respondía a todos esos corresponsales espontáneos con misivas que a veces me tomaba varias horas redactar. Un día descubrí que si quería estar al día con las cartas tendría que dejar de escribir y hasta de leer. Desde entonces ya casi no contesto cartas y solo alcanzo a leer una ínfima parte de los libros que recibo. Sé que voy quedando mal con mucha gente y ganándome enemigos por doquier, pero no tengo alternativa.

Eso sí, a veces, hurgando en la pirámide y hojeando los libros que no agradeceré, me llevo alguna sorpresa estimulante, como hace dos semanas, recién llegado a Madrid. Más de un centenar de libros se habían acumulado en mis seis meses de ausencia. Leía los títulos, la contraportada, los iba ordenando en pilas y olvidando, cuando, de pronto, en un índice advertí que uno de los capítulos de aquel volumen estaba dedicado a un humanista que admiro: Pedro Henríquez Ureña. Comencé a leer esa fascinante reconstrucción retroactiva de la vida del ilustre erudito dominicano a partir de su muerte súbita en el tren que lo llevaba de Buenos Aires a La Plata a dictar sus clases en el modesto colegio en el que se ganaba la vida y ya no pude parar la lectura hasta la última página del libro.

Su autora, Leila Guerriero, es una periodista argentina y el libro, que recoge una veintena de trabajos suyos –todos publicados en diarios y revistas con la excepción del que reconstruye con soberbia eficacia la vida de Roberto Arlt, que es inédito–, se titula Plano americano y está editado en Chile, por la Universidad Diego Portales. Me temo que esta edición tenga una circulación restringida y no llegue a los muchos lectores que deberían leerlo pues se trata de una colección de textos que, además del mérito que tiene cada uno de ellos, muestra de manera fehaciente que el periodismo puede ser también una de las bellas artes y producir obras de alta valía, sin renunciar para nada a su obligación primordial, que es informar.

Cada uno de estos perfiles o retratos de músicos, escritores, fotógrafos, cineastas, pintores, cantantes, es un objeto precioso, armado y escrito con la persuasión, originalidad y elegancia de un cuento o un poema logrados. En nuestro mundo, el periodismo suele ser el reino de la espontaneidad y la imprecisión, pero el que practica Leila Guerriero es el de los mejores redactores de The New Yorker, para establecer un nivel de excelencia comparable: implica trabajo riguroso, investigación exhaustiva y un estilo de precisión matemática. Antes de enfrentarse a sus entrevistados (vivos o muertos), ella ha leído, visto u oído lo que ellos han hecho, se ha documentado con rigor sobre sus vidas y sus obras consultando a parientes, amigos, editores o críticos, leyendo toda la documentación posible sobre su entorno familiar, social y profesional. Sin embargo, sus ensayos no delatan ese quehacer preparatorio tan rico; al contrario, son ligeros y amenos, fluyen con transparencia y naturalidad, aunque, bajo esa superficie leve y ágil que engancha la atención desde las primeras líneas, se advierte una seguridad y seriedad que les confiere una poderosa consistencia.

Los perfiles de Henríquez Ureña, de Arlt, de Idea Vilariño, de Nicanor Parra, del crítico de cine uruguayo Alsina Thevenet, de la fotógrafa argentina Sara Facio, de Ricardo Piglia, Juan José Millás y todos los demás son una verdadera proeza narrativa, por la cercanía que consiguen, introduciendo al lector en la intimidad de todos ellos, en la pulcritud o el caos en que viven o vivieron, en los objetos de que se rodearon, sus padres, mujeres o maridos, o hijos, y en su manera de trabajar, en sus éxitos y fracasos, en sus grandezas y pequeñeces. Leila Guerriero no interfiere jamás, nunca usa a sus personajes para autopromocionarse, practica aquella invisibilidad que exigía Flaubert de los verdaderos creadores (que, como Dios, “deben estar en todas partes pero visibles en ninguna”). Estas figuras jamás alcanzarían la densidad que tienen, el atractivo que emana de ellos, si la autora no escribiera con tanta desenvoltura y exactitud, no dijera sobre ellos cosas tan inteligentes y no las dijera de manera tan discreta y elegante.

La estructura de cada uno de estos perfiles no respeta la cronología, el tiempo transcurre en ellos casi siempre como un espacio en el que el relato avanza, retrocede, salta continuamente del futuro al pasado y al presente para ir creando una perspectiva poliédrica de estas personas, hasta dar de ellas una impresión de totalidad, de síntesis que aprisiona todo lo que hay o hubo en ellas de sustancial. El resultado es siempre positivo, todos los entrevistados terminan por despertar la simpatía, a veces la admiración, a veces la ternura y casi siempre la solidaridad del lector.

Porque otro de los atributos de Leila Guerriero, raro entre sus colegas contemporáneos, es ya no literario ni periodístico sino moral: el respeto con que se acerca a cada uno de sus personajes, sus esfuerzos por llegar a entender lo que son y lo que hacen sin que distorsionen su juicio los prejuicios y los clisés, el mismo tratamiento respetuoso y neutral que da a las figuras consagradas y a los artistas o escritores de menor significación o todavía principiantes. En este sentido, está en las antípodas de los celebrados periodistas norteamericanos del “nuevo periodismo” y sus frenéticos desplantes, del exhibicionismo que lucían entrevistando a estrellas a fin de desmenuzarlas y levantar sobre sus escombros estatuas a la gloria de sí mismos, a su picardía o inteligencia (en verdad, a su egolatría y deshonestidad). Ni una sola de las entrevistas y perfiles de Plano americano se permite esas licencias abusivas y vanidosas del periodista-espectáculo; todas ellas delatan, además del talento de su autora para rastrear las fuentes más íntimas de la vocación y creatividad de los autores, una voluntad de juego limpio, de objetividad y autenticidad, lo que dota a sus textos de una gran fuerza persuasiva: los lectores le creemos todo lo que nos dice.

Otro de los mejores hallazgos de su técnica narrativa es la eficacia de las citas. Sean frases tomadas de libros o artículos, o dichas por sus entrevistados, vienen siempre como relámpagos a iluminar un rasgo psicológico o delatar una manía, una obsesión, un recóndito secreto que explica cierta deriva existencial o motivo recurrente, algún detalle que de pronto esclarece algo que se anunciaba hasta entonces de manera informe y subrepticia.

En los años cincuenta, Truman Capote, un maestro de la publicidad, lanzó la idea de la novela-verdad, de la novela-reportaje, a raíz de A sangre fría, su minucioso testimonio sobre un crimen cometido en un pueblecito estadounidense. Leyendo este libro de Leila Guerriero he recordado mucho aquellas tesis de Truman Capote, porque me parece que esta periodista argentina hace realidad, con más provecho todavía que el escritor norteamericano, la idea de que los recursos y técnicas de la novela pueden ser utilizados para enriquecer un reportaje o un trabajo de investigación. Mi impresión es que, en los casos de Truman Capote, Norman Mailer, Gay Talese o Tom Wolfe, lo literario llegaba a dominar de tal modo sus trabajos supuestamente periodísticos que estos pasaban a ser más ficción que descripción de hechos reales, que la preeminencia de la forma en lo que escribían llegó a desnaturalizar lo que había en ellos de informativo sobre lo que era creación. No es el caso de Leila Guerriero. Sus perfiles y crónicas utilizan técnicas que son las de los mejores novelistas, pero su método de estructurar los textos, utilizando distintos puntos de vista y jugando con el tiempo, así como dando al lenguaje una importancia primordial –tanto en la elección de las palabras como en sus silencios–, no llegan jamás a prevalecer sobre la voluntad informativa, están siempre al servicio de esta, sin permitir que la forma deje de ser funcional y termine por trascender aquella subordinación a la realidad objetiva, que es el dominio exclusivo y excluyente del periodismo.
Madrid, mayo de 2013

La Muerte Lenta del Chavismo

Fuente La Republica
05 de mayo del 2013
Escribe Mario Vargas llosa

Una fiera malherida es más peligrosa que una sana pues la rabia y la impotencia le permiten causar grandes destrozos antes de morir. Ese es el caso del chavismo, hoy, luego del tremendo revés que padeció en las elecciones del 14 de abril, en las que, pese a la desproporción de medios y al descarado favoritismo del Consejo Nacional Electoral –cuatro de cuyos cinco rectores son militantes gobiernistas convictos y confesos– el heredero de Chávez, Nicolás Maduro, perdió cerca de 800 mil votos y probablemente sólo pudo superar a duras penas a Henrique Capriles mediante un gigantesco fraude electoral. (La oposición ha documentado más de 3.500 irregularidades en perjuicio suyo durante la votación y el conteo de los votos).

Advertir que “el socialismo del siglo XXI”, como denominó el comandante Hugo Chávez al engendro ideológico que promocionó su régimen, ha comenzado a perder el apoyo popular y que la corrupción, el caos económico, la escasez, la altísima inflación y el aumento de la criminalidad van vaciando cada día más sus filas y engrosando las de la oposición, y, sobre todo, la evidencia de la incapacidad de Nicolás Maduro para liderar un sistema sacudido por censuras y rivalidades internas, explica los exabruptos y el nerviosismo que en los últimos días ha llevado a los herederos de Chávez a mostrar la verdadera cara del régimen: su intolerancia, su vocación antidemocrática y sus inclinaciones matonescas y delincuenciales.

Así se explica la emboscada de la que fueron víctimas el martes 30 de abril los diputados de la oposición –miembros de la Mesa de la Unidad Democrática–, en el curso de una sesión que presidía Diosdado Cabello, un ex militar que acompañó a Chávez en su frustrado levantamiento contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez. El presidente del Congreso comenzó por quitar el derecho de la palabra a los parlamentarios opositores si no reconocían el fraude electoral que entronizó a Maduro e hizo que les cerraran los micros. Cuando los opositores protestaron, levantando una bandera que denunciaba un “Golpe al Parlamento”, los diputados oficialistas y sus guardaespaldas se abalanzaron a golpearlos, con manoplas y patadas que dejaron a varios de ellos, como Julio Borges y María Corina Machado, con heridas y lesiones de bulto. Para evitar que quedara constancia del atropello, las cámaras de la televisión oficial apuntaron oportunamente al techo de la Asamblea. Pero los teléfonos móviles de muchos asistentes filmaron lo ocurrido y el mundo entero ha podido enterarse del salvajismo cometido, así como de las alegres carcajadas con que Diosdado Cabello celebraba que María Corina Machado fuera arrastrada por los cabellos y molida a patadas por los valientes revolucionarios chavistas.

Dos semanas antes, yo había oído a María Corina hablar sobre su país, en la Fundación Libertad, de Rosario, Argentina. Es uno de los discursos políticos más inteligentes y conmovedores que me ha tocado escuchar. Sin asomo de demagogia, con argumentos sólidos y una desenvoltura admirable, describió las condiciones heroicas en que la oposición venezolana se enfrentaba en esa campaña electoral al elefantiásico oficialismo –por cada 5 minutos de televisión de Henrique Capriles, Nicolás Maduro disponía de 17 horas–, la intimidación sistemática, los chantajes y violencias de que eran víctimas en todo el país los opositores reales o supuestos, y el estado calamitoso en que el desgobierno y la anarquía habían puesto a Venezuela luego de catorce años de estatizaciones, expropiaciones, populismo desenfrenado, colectivismo e ineptitud burocrática. Pero en su discurso había también esperanza, un amor contagioso a la libertad, la convicción de que, no importa cuán grandes fueran los sacrificios, la tierra de Bolívar terminaría por recuperar la democracia y la paz en un futuro muy cercano.

Todos quienes la escuchamos aquella mañana quedamos convencidos de que María Corina Machado desempeñaría un papel importante en el futuro de Venezuela, a menos de que la histeria que parece haberse apoderado del régimen chavista, ahora que se siente en pleno proceso de descomposición interna y ante una impopularidad creciente, le organice un accidente, la encarcele o la haga asesinar. Y es lo que puede ocurrirle también a cualquier opositor, empezando por Henrique Capriles,a quien la ministra de Asuntos Penitenciarios acaba de advertirle públicamente que ya tiene listo el calabozo donde pronto irá a parar.

No es mera retórica: el régimen ha comenzado a golpear a diestra y siniestra. Al mismo tiempo que el gobierno de Maduro convertía el Parlamento en un aquelarre de brutalidad, la represión en la calle se amplificaba, con la detención del general retirado Antonio Rivero y un grupo de oficiales no identificados acusados de conspirar, con las persecuciones a dirigentes universitarios y con expulsiones de sus puestos de trabajo de varios cientos de funcionarios públicos por el delito de haber votado por la oposición en las últimas elecciones. Los ofuscados herederos de Chávez no comprenden que estas medidas abusivas los delatan y en vez de frenar la pérdida de apoyos en la opinión pública solo aumentarán el repudio popular hacia el gobierno.

Tal vez con lo que está ocurriendo en estos días en Venezuela tomen conciencia los gobiernos de los países sudamericanos (Unasur) de la ligereza que cometieron apresurándose a legitimar las bochornosas elecciones venezolanas y yendo sus presidentes (con la excepción del de Chile) a dar con su presencia una apariencia de legalidad a la entronización de Nicolás Maduro a la presidencia de la República. Ya habrán comprobado que el recuento de votos a que se comprometió el heredero de Chávez para obtener su apoyo fue una mentira flagrante pues el Consejo Nacional Electoral proclamó su triunfo sin efectuar la menor revisión. Y es, sin duda, lo que hará también ahora con el pedido del candidato de la oposición de que se revise todo el proceso electoral impugnado, dado el sinnúmero de violaciones al reglamento que se cometieron durante la votación y el conteo de las actas.

En verdad, nada de esto importa mucho, pues todo ello contribuye a acelerar el desprestigio de un régimen que ha entrado en un proceso de debilitamiento sistemático, algo que solo puede agravarse en el futuro inmediato, teniendo en cuenta el catastrófico estado de sus finanzas, el deterioro de su economía y el penoso espectáculo que ofrecen sus principales dirigentes cada día, empezando por Nicolás Maduro. Da tristeza el nivel intelectual de ese gobierno, cuyo jefe de Estado silba, ruge o insulta porque no sabe hablar, cuando uno piensa que se trata del mismo país que dio a un Rómulo Gallegos, a un Arturo Uslar Pietri, a un Vicente Gerbasi y a un Juan Liscano, y, en el campo político, a un Carlos Rangel o un Rómulo Betancourt, un Presidente que propuso a sus colegas latinoamericanos comprometerse a romper las relaciones diplomáticas y comerciales en el acto con cualquier país que fuera víctima de un golpe de Estado (ninguno quiso secundarlo, naturalmente).

Lo que importa es que, después del 14 de abril, ya se ve una luz al final del túnel de la noche autoritaria que inauguró el chavismo. Importantes sectores populares que habían sido seducidos por la retórica torrencial del comandante y sus promesas mesiánicas van aprendiendo, en la dura realidad cotidiana, lo engañados que estaban, la distancia creciente entre aquel sueño ideológico y la caída de los niveles de vida, la inflación que recorta la capacidad de consumo de los más pobres, el favoritismo político que es una nueva forma de injusticia, la corrupción y los privilegios de la nomenclatura, y la delincuencia común que ha hecho de Caracas la ciudad más insegura del mundo. Como nada de esto puede cambiar, sino para peor, dado el empecinamiento ideológico del presidente Maduro, formado en las escuelas de cuadros de la Revolución Cubana y que acaba de hacer su visita ritual a La Habana a renovar su fidelidad a la dictadura más longeva del continente americano, asistimos a la declinación de este paréntesis autoritario de casi tres lustros en la historia de ese maltratado país. Solo hay que esperar que su agonía no traiga más sufrimientos y desgracias de los muchos que han causado ya los desvaríos chavistas al pueblo venezolano.
Madrid, mayo de 2013