viernes, 28 de diciembre de 2012


Los Derechazos de Vargas llosa

Fuente El Espectador de Colombia


Artículo sobre Mario Vargas Llosa. El Magazín, 3 de octubre de 1971.
Óscar Alarcón Nuñez *
Tan cerca, tan cerca y después tan lejos, tan lejos. Así puede resumirse la amistad de dos grandes escritores que optaron por coger rumbos distintos y que ahora el destino vuelve a poner en un mismo sitio porque definitivamente no quiere que vayan por atajos diferentes.
Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa son dos figuras que a pesar de luchar por encontrar sus propias identidades, el sino sigue poniéndolos en uno mismo porque es su deseo que ambos tengan la misma grandeza y el mismo reconocimiento. Ahora el Nobel, que ya había obtenido el colombiano, es para el peruano, como el Rómulo Gallegos, que ganó primero Vargas Llosa y luego  García Márquez, con cinco años de diferencia. Así les ha sucedido innumerables veces, infinidades, desde cuando varios años atrás ambos habrían de recordar los albergues parisinos en donde, sin saberlo, estuvieron en épocas distintas, pobres e indocumentados, esperando ellos el trabajo o la ayuda para conseguir lo que siempre deseaban lograr y lo obtuvieron: ser escritores. Esa es la increíble y triste historia de estos dos grandes novelistas latinoamericanos, llena de paradoja pero que siempre confluyen..
Cuando en los años cincuenta García Márquez viajó a París, como enviado especial de éste diario, llegó al hotel Flandre, en rue Cujas. El periódico lo cerraron y como el coronel de su novela, que entonces la escribía desde allí, y en la que reflejó su propia situación del  momento,  él no esperaba una pensión sino algo con que pagar la pensión. La dueña le permitió quedarse de gratis, hasta cuando pudiera ponerse al día, siempre que se ubicara en la guardilla y arreglara diariamente sus propias cosas. Igual le pasó a Vargas Llosa años después, entonces con su tía Julia, pero en el hotel Wetter, muy cerca del otro –ambos en el barrio latino–, en rue du Sommerard. Con el tiempo se dieron cuenta de que quien le había fiado al primero era la misma que años después  dio albergue al segundo, la señora Lacroix. Después, mucho después, cuando la “madame” vio al colombiano, lo reconoció enseguida y con admiración exclamó: “¡Claro que lo conozco! Es el señor Márquez, el periodista del último piso”.
Primer derechazo
Pero aún no se conocían, sólo se enviaban cartas, pero la casualidad los juntó en Caracas en 1967, cuando acababa de salir Cien Años de Soledad y con motivo de la adjudicación del Rómulo Gallego al peruano.   Desde allí iniciaron una gran amistad que se rompió con un “derechazo”. Pero no fue únicamente por el golpe que recibió al colombiano, cuyo motivo sigue siendo un misterio, sino por el cambio político que comenzó a dar Vargas Llosa a partir del famoso caso del poeta Padilla que lo hizo romper con la revolución cubana.
Era el año de 1971 cuando Vargas Llosa viajaba de París a Lima y a las cinco de la tarde de un día de julio, éste cronista se enteró de que el avión de Air France hacía escala en Eldorado de Bogotá. La sorpresa del novelista fue grande cuando nos vio, pero fue mayor la del cronista cuando le escuchó de viva voz declarar que la revolución cubana se estaba volviendo “stalinista”, que iba camino al fracaso y que no compartía la actitud que habían tenido con el  poeta Heberto Padilla. Eso, dicho por alguien que meses atrás defendía a Fidel Castro y colaboraba con el movimiento cultural de la isla, era una novedad que en esos momentos no se concebía.
Dos meses después Vargas Llosa volvió a Colombia pero esta vez fue a Manizales en donde anualmente se celebraba el Festival Latinoamericano de Teatro que congregaba, además de las delegaciones internacionales, a la muchachada universitaria que colgaba en sus casas y apartamentos los afiches del Che Guevara, que lamentaba la muerte del padre Camilo Torres, que tiró piedras por la visita de Nelson Rockefeller, que protestaba contra la guerra del Vietnan y que no permitía que se hablara mal de la revolución cubana. A Vargas Llosa, en su nueva condición política, le correspondió capotear a esa juventud que deseaba trasladar a Colombia la revolución de París de mayo de 1968.
Dejando atrás los gritos enardecidos, el escritor en un lugar tranquilo, con un ambiente caldeado, tuvo oportunidad de volverse a ver con el cronista para anunciar con orgullo que acababa de concluir un libro en donde analizaba la obra de su amigo Gabriel García Márquez, la que iba a llamar Historia de un deicidio. El reportaje apareció en dos páginas del Magazin Dominical de este periódico, el 3 de octubre de 1971. Explicó que su ensayo estaba dividido en dos partes. En uno se planteaba el interrogante de por qué alguien, en un momento determinado, decide escribir literatura y en el otro, el de por qué escribe sobre ciertas cosas y no sobre otras.
“Yo creo que el caso García Márquez es bastante interesante para analizar y responder a  este tipo de interrogantes”, declaró y además hizo un adelanto minucioso del estudio en el que había trabajado con las novelas y cuentos del colombiano, hasta “Cien Años de Soledad”.
Mario Vargas Llosa. Efe.
Mario Vargas Llosa. Efe.
Segundo derechazo
La amistad de los dos escritores era tal que coincidieron al vivir ambos en Barcelona, muy cerca, cuando García Márquez escribía El Otoño del Patriarca y Vargas Llosa hacía lo propio, metido de lleno en uno de sus tantos libros o uno de sus tantos ensayos. Pero después coincidiría con el colombiano escribiendo también de un dictador latinoamericamo, el dominicano Rafael Leonidas Trujillo, novela que llamó La Fiesta del Chivo.
Pero eso no era todo porque tenían muchas cosas en común. La catalana Carmen Balcells (conocida como la Mamá Grande) era editora de ambos, además de que tenían los mismos amigos con quienes crearon una cofradía a la que comenzaron a llamar el “boom” latinoamericano de escritores. Sobre el grupo de México, Luis Guillermo Piazza, escribió La Mafia y José Donoso hizo su Historia personal del “boom”. Pero llegó el 12 de febrero de 1976 cuando se iba a proyectar una película sobre la tragedia de los deportistas uruguayos en los Andes, cuando el avión se estrelló, cuando los doce sobrevivientes duraron setenta y dos días en bajas temperaturas  y cuando debieron  acudir a la antropofagia para alimentarse. Era una proyección privada en el Museo de Bellas Artes de México. Gabo, desprevenidamente, fue a saludar a su amigo Vargas Llosa y este le respondió con un derechazo que lo mando al suelo. Los motivos aún se desconocen y mucho se ha especulado sobre las razones que tuvo el escritor peruano, hoy Nobel, para bajar de su pedestal y montarse en el cuadrilátero.
Se puso allí fin a una amistad que desde entonces los dos han ido por caminos distintos, sobre todo en la política. El peruano tomó la senda del presidente Fernando Belaúnde Terry y de otros catalogados de derecha en su país (algunos lo llaman liberales) y llegó hasta lanzarse de candidato a la jefatura de Estado de su país, para recibir la derrota de Alberto Fujimori. Mientras tanto García Márquez siguió con su afinidad a Fidel Castro y a la revolución cubana, pero apartándose de la militancia política de izquierda. En los últimos años ha sido  respetuoso de los gobiernos socialdemócratas de centro, compartiendo con líderes mundiales como Clinton, Felipe González y Mitterrand.
Los años han disminuido la tensión de los dos novelistas. Vargas Llosa no permitía que se volviera a reimprimir Historia de un deicidio y recientemente autorizó que se incluyera en sus obras completas y además no tuvo inconveniente en aceptar que su ensayo sobre Cien Años de Soledad –que hace parte del libro– apareciera en la edición de la Academia de la Lengua, publicada con motivo de los 80 años de García Márquez.
El Premio Nobel a Vargas Llosa vuelve a ponerlo en el mismo camino del colombiano. Ojalá que  la distancia sea cada día más corta.

domingo, 16 de diciembre de 2012


El Soldado Desconocido


16 de diciembre de 2012
Fuente La República
Escribe Mario Vargas llosa


Lurgio Gavilán Sánchez ha tenido una vida que parece sacada de una novela de aventuras. La cuenta en una autobiografía que acaba de publicar: Memorias de un soldado desconocido (IEP, 2012).  Nacido en una aldea indígena de la sierra peruana, a los doce años se enroló, emulando a su hermano mayor, en un destacamento revolucionario de Sendero Luminoso y durante cerca de tres años fue un activo participante en la sangrienta utopía maoísta de Abimael Guzmán, la “cuarta espada del marxismo”, que quería materializar en los Andes, mediante el terror, el paraíso comunista.
Antes de cumplir 15 años, su destacamento fue emboscado por el Ejército.  Normalmente, hubiera sido ejecutado, como exigían los ronderos (campesinos que lucharon contra Sendero) que participaron en su captura. Pero el teniente de la patrulla militar –nunca conoció su nombre, solo su apodo, “Shogún”– se compadeció del chiquillo, le perdonó la vida y le embutió un uniforme de soldado. También lo mandó a la escuela, donde Lurgio aprendió a leer. Durante siete años sirvió en el Ejército, siempre en la región de Ayacucho, combatiendo a sus antiguos camaradas y participando a veces en operaciones tan crueles como las que perpetraba la Compañía 90 de Sendero Luminoso a la que perteneció.  Llegó a ser sargento primero y, cuando estaba por ascender a suboficial, pidió su baja.
Gracias a una monja, había descubierto en él una vocación religiosa.  Consiguió ser aceptado como aspirante en la orden franciscana y durante algunos años fue novicio, primero en Lima y luego en el convento colonial de Ocopa, en el departamento andino de Junín. Los años que estuvo de novicio franciscano parece haberlos vivido intensamente, entregado al estudio y a la meditación, al ejercicio de la catequesis en aldeas campesinas y visitando centros misioneros de la sierra oriental y la Amazonia.
Pero, luego de algunos años, colgó los hábitos para estudiar antropología, disciplina a la que se dedica desde entonces.
El libro en que Lurgio Gavilán Sánchez cuenta su historia es conmovedor, un documento humano que se lee en estado de trance por la experiencia terrible que comunica, por su evidente sinceridad y limpieza moral, su falta de pretensión y de pose, por la sencillez y frescura con que está escrito. No hay en él ni rastro de las enrevesadas teorías y la mala prosa que afean a menudo los libros de los “científicos sociales” que tratan sobre el terrorismo y la violencia social, sino una historia en la que lo vivido y lo contado se integran hasta capturar totalmente la credibilidad y la simpatía del lector.
Limitándose a contar lo que vivió e intercalando a veces en el relato breves evocaciones del paisaje andino, la desaparición de los compañeros, la muerte de su hermano, el miedo cerval que a veces sobrecogía a todo el grupo, y la ferocidad de algunos hechos –la ejecución del centinela que se quedaba dormido, por ejemplo, y el asesinato de los reales o supuestos soplones–, Lurgio Gavilán instala al lector en el corazón de la locura ideológica y la crueldad vertiginosa que vivió el Perú, en los años ochenta, sobre todo en la región de los Andes centrales, por la guerra que desató Sendero Luminoso. Lo que comienza como un sueño igualitario de justicia social se convierte pronto en un aquelarre de disparates sectarios y brutalidades ilimitadas. A diario hay sesiones de adoctrinamiento en las que los guerrilleros leen –en voz alta para los que no saben leer– folletos de Stalin, Lenin, Marx y Abimael Guzmán y cantan marchas revolucionarias. Al principio, los campesinos ayudan y alimentan a los guerrilleros, pero, luego, estos imponen esta ayuda por la fuerza, y, a la vez, ejecutan matanzas colectivas contra las comunidades rebeldes a la revolución, que apoyan a los ronderos. Al mismo tiempo, ahorcan o fusilan a sus propios compañeros sospechosos de ser “soplones”. Todos viven en la inseguridad y el temor de caer en desgracia, por debilidad humana –robar comida, por ejemplo– pues el castigo es casi siempre la muerte.
El salvajismo no es menor entre los soldados que combaten a los terroristas. Los derechos humanos no existen para las fuerzas del orden ni se respetan las más elementales leyes de la guerra.  Los prisioneros son ejecutados casi de inmediato, salvo si se trata de mujeres, pues a estas, antes de matarlas, las llevan al cuartel para que cocinen, laven la ropa y sean violadas cada noche por la tropa.
Si la autobiografía de Gavilán Sánchez no estuviera escrita con la austeridad y el pudor con que lo está, las atrocidades de las que fue testigo y tal vez cómplice no serían creíbles. Lo son, porque ha sido capaz de referir aquella  historia con una naturalidad y sencillez que sobornan al lector y desarman sus prevenciones. Es extraordinario que quien vivió, desde niño, semejantes horrores no se insensibilizara y perdiera toda noción de rectitud, compasión o solidaridad con el prójimo.
Todo lo contrario. El libro delata en todas sus páginas un espíritu sensible, que ni siquiera en los momentos de máxima exaltación política pierde la racionalidad, deja de cuestionar lo que está haciendo y se abandona a la pasión destructiva. Siempre hay en él un sentimiento íntimo de rechazo al sufrimiento de los otros, a los asesinatos, a las represalias, a las ejecuciones y torturas, y, por momentos, lo colma un sentimiento de tristeza que parece anularlo. Ese afán de redención que lo colma se transmite al paisaje, repercute en las grandes moles de los nevados andinos, estremece los bosquecillos de los valles donde cantan las calandrias.
Esos paréntesis que de tanto en tanto se abren en el relato para describir el entorno, las plantas, los árboles, los cerros, los ríos, arrojan una brisa refrescante en medio de tanto dolor y miseria y son como una delicada poesía en medio del apocalipsis.
Es un milagro que Lurgio Gavilán Sánchez sobreviviera a esta azarosa aventura. Pero acaso sea todavía más notable que, después de haber experimentado el horror por tantos años, haya salido de él sin sombra de amargura, limpio de corazón, y haya podido dar un testimonio tan persuasivo y tan lúcido de un periodo que despierta aún grandes pasiones en el Perú. El suyo es un libro que deberían leer todos esos jóvenes que todavía creen que la verdadera justicia está en la punta de un fusil. Memorias de un soldado desconocido muestra, mejor que cualquier tratado histórico o ensayo sociológico, lo fácil que es caer en una espiral de violencia vertiginosa a partir de una visión dogmática y simplista de la sociedad y las supuestas leyes históricas que regularían su funcionamiento. La esquemática convicción de Abimael Guzmán de que el campesinado andino podía reproducir la “gran marcha” de Mao Tse Tung, incendiar la pradera, arrasar a la burguesía, el capitalismo y convertir al Perú en un país igualitario y colectivista produjo decenas de miles de muertos, miles de miles de torturados y desaparecidos, familias y aldeas destruidas, aumentó la desesperación y la pobreza de los más pobres y desamparados y permitió que se entronizara en el país por diez años una de las más corruptas dictaduras de nuestra historia. Parecía que esta tragedia había abierto los ojos de los peruanos y los había vacunado contra semejante locura. Sin embargo, precisamente ahora, cuando gracias a la democracia y a la libertad el Perú vive un periodo de desarrollo económico sin precedentes en su historia, Sendero Luminoso comienza a reaparecer,  emboscado detrás de supuestas asociaciones que piden abrir las cárceles a los autores de los atentados terroristas de los años ochenta. El momento no puede ser más propicio para la aparición de un libro como el de Lurgio Gavilán Sánchez.

Otras visiones sobre el libro:
¿Seremos capaces de valorar y procesar la reconversión de un ser humano? Gavilán, por Eduardo Dargent

martes, 4 de diciembre de 2012


La Ciudadela de Los Libros


02 de diciembre de 2012
Fuente La República
Escribe Mario Vargas Llosa

Hace unos veinte años oí a la agente literaria y matriarca de escritores Carmen Balcells hablar de un proyecto fabuloso relacionado con Barcelona y los libros.  En los años siguientes siguió hablando de él, mientras lo pulía y redondeaba, a la vez que, utilizando todas las artes y técnicas de que es capaz (y que son poco menos que infinitas), trataba de convencer a las autoridades de la Generalitat de que lo pusieran en marcha.
El proyecto consistía nada menos que en convertir todos los antiguos cuarteles de la Ciudad Condal en Archivos y Bibliotecas de Escritores. Como Barcelona había sido en los años setenta la capital del “boom” y tierra privilegiada del reencuentro entre los escritores latinoamericanos y españoles, Carmen quería que los primeros archivos y bibliotecas que sentaran sus reales en los ex cuarteles fueran los de García Márquez, Cortázar, Fuentes, etcétera, y que poco a poco se les añadieran muchos otros, de España, Europa y el mundo entero.  En unos años (diez, veinte o cincuenta) Barcelona se convertiría en una esplendorosa Ciudad de los Libros donde investigadores, bibliófilos, letra heridos y lectores de los cinco continentes acudirían a consultar, leer, e impartir seminarios y cursos sobre todas las literaturas contemporáneas.
Las autoridades catalanas no debieron ser muy  receptivas al respecto,  porque, con el paso de los años, Carmen Balcells fue refiriéndose cada vez menos al asunto hasta, un buen día, desistir de semejante sueño, por imposible.
Lo que nadie podía prever es que, años después, una idea equivalente, aunque de proporciones menos gigantescas, germinaría de pronto allende los mares, en la capital de México, gracias al empeño de una matriarca mexicana llamada Consuelo Sáizar Guerrero, tan iluminada y tan pragmática como Carmen Balcells (aunque tal vez menos apabullante), y que esta vez el proyecto se haría  realidad, convirtiendo a México, D.F. en la sede de la más bella, original y creativa biblioteca del siglo XXI: La Ciudad de los Libros.
Está instalada en una Fábrica de Tabacos que se construyó a fines del siglo XVIII, en un área de 40 mil metros cuadrados, en el centro colonial de la ciudad.  Fue también fábrica de armas, cárcel militar, hospital y cuartel.  En 1946, José Vasconcelos la convirtió en la Biblioteca Nacional, que dirigió hasta su muerte.  Luego, entiendo que hubo un largo paréntesis de inactividad en el desgastado local hasta que en 1987 el arquitecto Abraham Zabludovsky inició su rehabilitación.
La Ciudadela, inmenso y hermoso espacio, consta de patios, jardines y pabellones donde se han reunido las bibliotecas privadas de un puñado de escritores mexicanos –José Luis Martínez, Antonio Castro Leal, Jaime García Terrés, Alí Chumacero y Carlos Monsiváis– que suman, juntas, cerca de 350 mil volúmenes.
Cada biblioteca ha sido confiada a un grupo de arquitectos, artistas y decoradores que han reconstruido y ordenado las diferentes colecciones respetando la personalidad –los gustos, las manías, las fantasías y las ocurrencias– de sus antiguos dueños, y, al mismo tiempo, facilitando al máximo la accesibilidad de los libros y la comodidad de los lectores.  No exagero si digo que todos estos edificios –muy diferentes uno del otro– son creaciones donde el buen gusto, lo funcional y lo grato de la atmósfera, resultan extraordinariamente estimulantes para el quehacer intelectual.  Sé por qué lo digo.  Me he pasado la vida leyendo y escribiendo en las bibliotecas de todas las ciudades en las que he vivido y, con la excepción quizás de la antigua British Library –cuando estaba en el Museo Británico, antes de mudarse al mastodonte de St. Pancras– no recuerdo haber sentido tantas ganas de ponerme a trabajar (y hasta quedarme a vivir allí) como en las varias bibliotecas de la Ciudadela mexicana.
Nada más cierto que las bibliotecas retratan a sus dueños.  Basta comparar el orden y el equilibrio de los setenta mil volúmenes que reunió el historiador, ensayista y crítico José Luis Martínez, con la atmósfera poética y ecléctica de García Terrés, o el alegre desorden y la curiosidad desenfrenada del agudo cronista de la cultura popular que fue Carlos Monsiváis.  A la entrada del pabellón que alberga la biblioteca de este último recibe al visitante una fotografía con los ojos subyugantes de María Félix en la que la diva ha estampado una cariñosa dedicatoria a Monsiváis.  El pintor Francisco Toledo ha alfombrado este local con un tapiz lleno de los gatos que aquel criaba y concebido un panel  delicado y exótico con los lomos de los libros y una cabeza de pelusas de su viejo dueño, que los contempla con nostalgia.
Además de estos pabellones, hay otros, dedicados a los niños, a los bebés –sí, he dicho a los bebés y su local se llama ¡la bebeteca!– y a los ciegos (eufemísticamente bautizada Biblioteca para Débiles Visuales).  Me quedé con las ganas de echar un vistazo a la misteriosa bebeteca; pero, en cambio, sí tuve tiempo de pasearme un buen rato en el pabellón de la puericia y sentirme niño otra vez, entre esos juguetes diseñados con personajes y lugares de cuentos de hadas y novelas de aventuras que van astutamente empujando la curiosidad de los precoces lectores hacia los libros en que aquellos juguetes se inspiran. Hay también un auditorio mil y una nochesco para los cuenta cuentos.
Probablemente el más literario y original de todos estos pabellones sea la biblioteca de invidentes.  La música es en ella tan importante como en la bella novela de Bruce Chatwin, The Songlines, donde este describía el antiguo mundo de los aborígenes australianos como un fantástico recinto donde las fronteras entre las distintas etnias y comunidades no eran geográficas sino musicales.  En el interior de esta biblioteca los espacios están delimitados por composiciones sonoras, cuyos autores han trabajado en su gestación con la asesoría de los propios invidentes. Estos pueden dirigirse, guiados por la música, hacia los estantes o puntos de lectura que usualmente ocupan. La biblioteca no sólo dispone de una vasta colección de obras en braille sino también de tabletas, cintas y discos de libros grabados que pueden ser escuchados en pequeñas cabinas individuales. Para aislar este pabellón de los ruidos de la calle hay, entre esta y aquel, un jardín y un camino delimitado por aromas de flores y de árboles que guían al usuario desde la puerta de entrada de la Ciudadela hasta el pabellón, sin necesidad de lazarillos.
La licenciada Consuelo Sáizar Guerrero, Presidenta de Conaculta (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes) no hubiera podido materializar este formidable proyecto cultural si no hubiera recibido el apoyo (y los recursos) del gobierno del Presidente saliente de México, Felipe Calderón. Como se atrevió a enfrentar al dragón del narcotráfico, guerra que ha hecho correr mucha sangre y mucho sufrimiento en su país, muchos juzgan negativamente la gestión de este gobernante.  Yo creo que ha sido valiente, honrado y que ha contribuido decisivamente a la democratización del que es, ahora, el primer país hispanohablante del mundo.  Y no creo equivocarme si digo que, una vez que pasen los años y se vayan desvaneciendo de la memoria histórica las violencias de estos años asociada al narcotráfico, la Ciudadela de los Libros seguirá allí, intacta, atrayendo cada vez más lectores, como un enclave de civilización invulnerable a la barbarie.
México, D.F., noviembre de 2012

domingo, 2 de diciembre de 2012


Revisando La Ciudad y Los Perros


02 de diciembre de 2012
Fuente La República
Escribe Fernando Ampuero


Romper con la tradición, cambiando la forma de escribir una historia, exige un colaborador creativo: un nuevo lector. ¿Y cómo se obtiene eso? Con espíritu de aventura, sin duda, pero al amparo de una propuesta sólida, atrapante y técnicamente sustentada. En la historia de la literatura universal (a. J. Léase: antes de Joyce), todo había sido narración lineal, con puntos de vista únicos y omniscientes, en tercera persona. Hasta que, inesperadamente, surgió un primer renovador, hoy olvidado. Era un francés llamado Édouard Dujardin, novelista simbolista que, como una suerte de Juan Bautista, anunciaba la buena nueva para las letras. Dujardin inventó el monólogo interior, razón por la que ahora lo recordamos, y el mundo tuvo la suerte de que Joyce, que andaba por París, lo leyera, retuviera esa técnica narrativa y, juntándola con otras novedosas técnicas de su cosecha, hiciera una revolución.
A partir de entonces, la literatura se llenaría de andamios y voces muy diferentes. Dos Passos y Faulkner, por citar a dos de los grandes, existen actualmente en la literatura contemporánea (d.J. Léase: después de Joyce), merced a sus nuevas formas de contar, que, fuera de repotenciarles el genio narrativo, revelan otras perspectivas y múltiples puntos de vista. Con Joyce, en suma, se llegó al grado más alto del juego verbal y, a la vez, se cambió para siempre la estructura convencional del siempre peligroso artefacto literario.
Aplicado lector de Joyce, Faulkner, Flaubert, Sartre y Malraux, entre otros, Mario Vargas Llosa ha sido un caso pasmoso de precocidad y, sobre todo, de trabajo disciplinado. En la época en que cualquier joven anhelaba barrer con las chicas, beberse todas las cervezas del mundo, gozar de la locura de vivir, él, Vargas Llosa, leía y escribía frenéticamente. Pero su vida –basta leer las mil y una peripecias de su biografía– no fue limitadamente libresca, o aburrida, de ninguna manera. El joven escritor, en diálogo telescópico con sus mayores, era un hombre de acción: oficiaba de ingeniero, constructor y albañil de su obra. La novela La ciudad y los perros (1962), que este año cumple su aniversario número cincuenta, es hoy el gran ejemplo en América Latina de la utilización, mejorada y reordenada, o bien felizmente desordenada, de las técnicas literarias joyceanas al servicio de una lectura vívida y absorbente. 
En cuanto a su trabajo de galeote, basta darles una ojeada a las primeras versiones de esta novela. Vargas Llosa, y no exagero, tuvo muchísimo que corregir, reescribir y reacomodar, antes de plasmar la versión final. Se lanzó a entrecruzar tiempos y espacios narrativos, al igual que puntos de vista que contrastaban y saltaban desde una tercera persona impersonal hasta las voces internas y externas de varios personajes. Planificó una urdimbre textual, de deliberada apariencia caótica, con un claro objetivo: capturar al lector, obligándolo a leer y esclarecer lo que iba sucediendo, y en un ritmo sincopado que no daba tregua. Vargas llosa hizo que pasemos de una escena intensa a otra igualmente intensa, y de ahí a otra y otra hasta el final, descontado el breve epílogo, único tramo apacible de esa lectura adictiva. Sus continuos flashback, flujos de la conciencia y monólogos, y su empleo de la técnica de los datos escondidos y los vasos comunicantes cuajaron un fresco realista de Lima, como nunca antes se había visto. Pero además, en el trasunto de su argumento, encontró la manera de expresar al Perú y sus conflictos. 
La ciudad y los perros, cuyos primeros lectores en originales fueron Julio Cortázar, Sebastián Salazar Bondy, José Miguel Oviedo y Carlos Barral, causó conmoción al momento de su aparición. Ganó el premio Biblioteca Breve, el Nacional de la crítica española y, cuando se tradujo al inglés, tuvo un lanzamiento que difundió el rumor de que se habían quemado mil libros en el patio del colegio militar Leoncio Prado, escenario de la novela. La quema de libros, lo sabemos ahora, nunca sucedió, pero nadie lo sabía entonces con certeza, ni siquiera su autor, y ayudó a promocionar la novela por la crítica social que entrañaba, más que por sus innovaciones técnicas. Pero la novela, mal que bien, recibió una lectura adecuada. El colegio militar, crisol de todas las razas y clases sociales del Perú, era un microcosmos de la realidad desintegrada que esperaba a los alumnos no bien se graduaran. Allí, con una educación paralela a los cursos académicos, adiestraban a los pupilos en las miserias de la vida en sociedad: las desigualdades, las trampas, los crímenes, la extorsión, las denuncias fallidas, la corrupción, la resignación y el acomodo.    
Entre los peruanos, no cabe duda, Vargas Llosa puso el listón muy alto a los escritores de su generación. Y esto le generó rechazos y ataques frontales. Durante varios lustros se habló de que La ciudad y los perros y otras de sus inmediatas obras maestras como La casa verde, Los cachorros y Conversación en La Catedral sepultaron incontables vocaciones y hasta carreras comenzadas. También, por otro lado, desplazaron de la liza a la literatura indigenista, imponiendo lo urbano como temática urgente y más atractiva, pues esta ya reflejaba nuestra realidad cardinal. Lima, la gran urbe, concentra hoy un tercio de la población del país.
Ciertamente las obras de Ribeyro y Congrains Martin trataban a su vez lo urbano, pero Vargas Llosa, con una avasalladora narrativa, fue todo un éxito internacional y, por si fuera poco, el autor fundador y clave del llamado boom de escritores latinoamericanos (Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante y Donoso), que pondrían además bajo los reflectores a otros grandes que los precedieron, Borges, Onetti y Rulfo. Y la academia y los autores de Europa y Estados Unidos tuvieron finalmente que aceptar que la mejor y más novedosa literatura que se escribía en la segunda mitad del siglo XX era obra de un puñado de plumas de América Latina, hoy refrendada por dos Premios Nobel, a García Márquez y Vargas Llosa, y por un premio escamoteado a Borges.
¿Pero qué más significa para los peruanos La ciudad y los perros cincuenta años después? En muchos sentidos, diría yo, es la eterna historia del Perú, sencilla y brutal. En un colegio militar de internos, obvia metáfora del país, donde impera una mafia de alumnos, el Jaguar, líder de esa mafia, juega a los dados la comisión de robar las respuestas del examen de química. La operación falla y un muchacho, apodado el Esclavo, delata a Cava, el ladrón, quien será expulsado. Luego, durante unas maniobras, el Esclavo cae muerto de un balazo. No se sabe si por un accidente, o si porque el Jaguar se vengó de su delación. Alumnos como Alberto y un oficial ejemplar, el teniente Gamboa, querrán denunciarlo. Pero los altos mandos temen el escándalo y todo termina arreglado por lo bajo.
¿Qué más se puede pedir? Vargas Llosa, autor moderno, visionario y honesto, habló en voz alta cuando muchos apenas murmuraban. Y además, causando perplejidad en el país literario, se dio el lujo, tal como lo señala el crítico Carlos Garayar, de anticiparse en cuarenta años a la técnica del “desorden narrativo” –fórmula que combina estructura compleja y lenguaje claro–, utilizada luego en la célebre Pulp Fiction de Quentin Tarantino. 
¿Y aún Vargas Llosa tiene enemigos?, se preguntan muchos, desconcertados. Bueno, enemigos no, según dicta el cáustico wit de la intelectualidad británica. Tiene solo contemporáneos. 

Los Generales y las Faldas

18 de noviembre de 2012
Fuente La República
Escribe Mario Vargas Llosa


La CIA, el FBI y los más altos jerarcas militares de los Estados Unidos están descubriendo solo ahora lo que cualquier lector de literatura ha sabido desde siempre: que una amante celosa es de temer y puede provocar grandes catástrofes.
Estos son, hasta ahora, los hechos conocidos del extraordinario culebrón que remece al país más poderoso de la tierra. La señora Jill Kelley, una vistosa morena, esposa de un respetado cardiólogo de Tampa (Florida), empezó a recibir hace algunos meses unos e-mails anónimos amenazantes, acusándola de coquetear con el general David H. Petraeus, jefe de la Agencia Central de Inteligencia y el militar más condecorado, distinguido y admirado del país. Uno de los e-mails responsabilizaba a la señora Kelley de haber “tocado” al general por debajo de la mesa. Alarmada con este hostigamiento, la señora Kelley alertó a un agente del FBI, que era su amigo y que, sea dicho de paso, acostumbraba enviarle fotos cibernéticas con el pecho desnudo y luciendo sus bíceps. El agente informó a sus jefes y el FBI inició una investigación a resultas de la cual descubrió que la anónima fuente de los e-mails era la señora Paula Broadwell, también esposa de médico, madre de dos hijos, antigua reina de belleza, campeona deportiva en la Academia Militar de West Point, con una maestría en Harvard y autora de una ditirámbica biografía del general Petraeus.
Interrogada por los agentes del FBI, Paula reconoció los hechos y entregó su ordenador a los investigadores. En él estos descubrieron documentos clasificados relativos a la seguridad nacional y abundantes e-mails del general Petraeus a Mrs. Broadwell de, señala el informe, “exaltada sexualidad”. La dama en cuestión negó que hubiera recibido esos documentos secretos del jefe de la CIA, pero reconoció que ambos habían sido amantes. Los investigadores entrevistaron al general, quien, negando también categóricamente haber suministrado información confidencial a su biógrafa, admitió el adulterio. (Paula Broadwell viajó seis veces a Afganistán, documentándose para su biografía, cuando el general Petraeus era allí el jefe militar de todas las fuerzas de la OTAN). Aunque no se haya podido probar falla alguna en el ejercicio de sus funciones como consecuencia de su relación con Paula Broadwell, el general Petraeus renunció a su cargo, el presidente Obama aceptó su renuncia y, de la noche a la mañana, una de las figuras más prestigiosas de Estados Unidos y poco menos que un ídolo para los oficiales y reclutas de sus Fuerzas Armadas quedó desacreditado, bañado en la mugre de la prensa escandalosa y, probablemente, con un serio contencioso conyugal por resolver.
Esta es solo una de las ramas de la historia. Porque esta se bifurca a partir de su punto de partida, es decir, de Mrs. Jill Kelley, la que recibía los anónimos belicosos de la amante celosa. Cuando los investigadores del FBI la entrevistaron, Jill accedió a entregarles su ordenador, y, allí, aquellos encontraron un tesoro chismográfico-sexual de proporciones ciclópeas: decenas de miles de e-mails de picante retórica enviados a Jill nada menos que por el general John Allen, que desde hace año y medio sucedió al general Petraeus como comandante en jefe de las fuerzas militares en Afganistán y a quien el gobierno de Estados Unidos había propuesto para ser el próximo comandante supremo de la OTAN (esta propuesta ha sido suspendida a raíz del escándalo). El Ministerio de Defensa, que investiga estos e-mails, los califica provisionalmente de “indebidos e impropios”.
El general John Allen, un marine lleno de condecoraciones y de guerras a cuestas, ha negado haber tenido jamás relaciones adúlteras con la señora Kelley, y sus amigos y defensores alegan que el general lo más que se permitía, en estos intercambios cibernéticos con Jill, eran picardías verbales. Esto, si es verdad, en vez de exonerarlo, agrava su culpa y demuestra que, aunque no sea un adúltero, sí es, sin la menor duda, un cacaseno. Porque, según The New York Times de esta mañana (14 de noviembre), el número de páginas de los textos requisados de la computadora de la señora Jill Kelley que proceden del general Allen oscila entre las “20 mil y 30 mil”. Yo me paso la vida escribiendo y sé el tiempo que toma redactar una página. Para borronear de 20 mil a 30 mil, el general Allen, aunque escribiera con la velocidad del viento que se atribuye a Alexander Dumas, debe haber dedicado varias horas diarias de los 16 meses que lleva en Afganistán. ¡Y lo hacía solo para matar el tiempo y provocar sonrisas y algún sonrojo a una dama a la que ni siquiera amaba! No me extraña que la guerra en Afganistán ande como anda, que cada día los fanáticos talibanes cometan atentados más exitosos. Pero lo que es desolador es que a diario caigan víctimas de esos horrores tantos jóvenes soldados  enviados allí por los Estados Unidos y sus aliados a defender unas ideas y unos valores que ciertos jerarcas militares parecen tomar muy poco en serio. 
Siempre me ha impresionado en los países de tradición protestante y puritana, como Inglaterra y Estados Unidos, la exigencia de que las figuras públicas no solo cumplan con sus deberes oficiales sino, además, sean en su vida privada ejemplos de virtud. Escándalos como el que protagonizó el presidente Clinton con la famosa becaria de la Casa Blanca, que estuvo a punto de ser depuesto por ello de su cargo, serían poco menos que imposibles en la mayor parte de los países europeos y no se diga en los latinoamericanos, donde se suele diferenciar claramente la vida privada de los políticos de su actuación pública. A menos que la incontinencia y los desafueros del personaje repercutan directamente en su función oficial, aquella se respeta y presidentes, ministros, parlamentarios, generales, alcaldes lucen a veces a sus amantes con total desenfado puesto que, ante cierto público machista, ese exhibicionismo, en vez de desprestigiarlos, los prestigia. Pero ahora, gracias a la gran revolución audiovisual y cibernética, lo privado ya no existe, en todo caso nadie lo respeta, y transgredirlo es un deporte que practican a diario los medios de comunicación ante un público que ávidamente se lo exige. Desde que estalló este escándalo, las televisiones, las radios, los periódicos y no se digan las redes sociales explotan lo ocurrido de una manera incesante y frenética, hasta la náusea. Esto es la civilización del espectáculo cruda y dura, vomitando insidia a raudales por supuesto, pero, también, hay que reconocerlo, sometiendo al sistema a una autocrítica despiadada, implacable, mostrando la fragilidad que esconde detrás de su aplastante poderío, y cómo las miserias y debilidades humanas encuentran siempre la manera de enquistarse en los reductos que parecen mejor defendidos contra ellas.
¿Qué conclusiones sacar de esta historia? Que ella tiene para rato y que mucha gente sacará buen partido del interés enorme que despierta en el gran público. Habrá libros, números especiales de revistas, programas de televisión y películas que la aprovechen. Es seguro que la biografía del general David H. Petraeus escrita por Paula Broadwell entrará en las listas de libros más vendidos y acaso la haga rica. Apuesto que Jill Kelley será tentada por algún editor oportunista para que escriba su propia versión de la historia (que ni siquiera tendrá que escribir ella misma, pues lo hará por ella un polígrafo profesional que la aderezará con todos los condimentos adecuados para que parezca –solo parezca– más pecaminosa y grave de lo que fue). Si el libro tiene éxito, servirá para que el señor y la señora Kelley amorticen sus deudas, pues una de las cosas que este escándalo ha sacado a la luz es que los negocios de la pareja están al borde de la ruina. Probablemente el general John Allen se quedará sin el formidable nombramiento que iba a convertirlo en el comandante supremo de la OTAN. Su caso no me apena para nada y no creo que las fuerzas militares del mundo libre perderían con él a un gran estratega. En cambio, el caso del general Petraeus sí es trágico. Ha sido un gran militar, con una hoja de servicios impecable y que consiguió algo que parecía imposible: darle la vuelta a la guerra de Irak en la última etapa y permitir que Estados Unidos saliera de esa trampa diabólica si no victorioso, por lo menos airoso. Un “error de juicio” que duró cuatro meses lo ha hundido en la ignominia y, si es recordado en el futuro, no lo será por todas las guerras en que se jugó la vida, ni por las heridas que recibió, ni por las vidas que ayudó a salvar, sino por una furtiva aventura sexual.
New York, noviembre de 2012