martes, 25 de septiembre de 2012


“Esa Juana de Arco liberal”


Fuente original La República
23 de septiembre de 2012
Escribe Mario Vargas Llosa


Debió de ser allá por los años 1983 o 1984. La concejala del Ayuntamiento de Madrid, que acababa de hablar, lo había hecho con una claridad y rotundidad infrecuentes en un político y defendiendo ideas que no estaban para nada de moda. “¿Quién es esta Juana de Arco española liberal?”, pregunté. La pregunta llegó a sus oídos y, desde entonces, en todos estos años –los de su extraordinaria carrera y, también, los de nuestra amistad– cada vez que la he visto, Esperanza Aguirre me ha recordado aquella anécdota. ¿Por qué Juana de Arco? Porque defender, como ella lo hacía, el liberalismo, me pareció entonces la manera más rápida de precipitarse en la hoguera del desprestigio y la ruina.
Que me equivocara de manera tan garrafal, muestra los altos méritos de Esperanza Aguirre, que, ante la sorpresa general, acaba de anunciar su renuncia a la Presidencia de la Comunidad de Madrid y su retiro de la vida política. No sólo ha sido uno de los escasos políticos de convicción de estos años en España; también, uno de los más populares, que más elecciones ha ganado y que, en todos los cargos que ha ejercido –concejala, senadora, ministra, Presidenta del Senado y Presidenta de la Comunidad–, ha conseguido impulsar más medidas y reformas de corte liberal, gracias a las cuales la provinciana capital de España de hace tres decenios es la metrópoli de hoy día y la región más próspera, menos endeudada, una verdadera potencia industrial y la de vida cultural más rica y diversificada de todo el país.
La vamos a echar mucho de menos. Todos. Los que, como yo, la admirábamos y nos hubiera gustado verla llegar a la Presidencia del Gobierno, convencidos de que, con ella al frente, jamás se hubiera hundido España en una crisis como la que hoy padece, y también sus adversarios, a los que deja hoy en la orfandad, sin tener alguien a quien odiar y atacar con la saña con que se encarnizaron contra ella (ayudados a veces por los micrófonos indiscretos), que se les enfrentaba sin complejos de inferioridad, respondiendo a los insultos con ideas, sin perder nunca las buenas formas y derrotándolos siempre en las urnas.
Esperanza Aguirre libró en todos estos años un doble combate. Contra una izquierda dura, dogmática y vanidosa que se creía dueña no sólo de la verdad ideológica, sino también de la compasión, de la solidaridad y de la “justicia social” y contra una derecha conservadora y ultra, acomplejada y acobardada frente a la izquierda, desconfiada del mercado y la apertura económica, favorable al rentismo y con más intereses que convicciones y principios. Ninguna de estas dos fuerzas pudieron derrotarla pero le hicieron la vida difícil, muy difícil, y la obligaron muchas veces a hacer verdaderos prodigios de táctica política –simulacros y fintas de concesiones, supuestos pasos atrás a fin de saltar adelante– para no verse acorralada en lo personal, y, sobre todo, hacer avanzar los principios liberales básicos de recortar el intervencionismo estatal en la vida económica y social y privatizar en todo lo posible tanto la creación de riqueza como las instituciones y la vida ciudadana.
En su famosa distinción entre el “político de convicción” y el “político de responsabilidad” de 1919, Max Weber matizó que no se debía entender esta diferencia como una antinomia sin remedio, y que había casos, infrecuentes sin duda, en que un político era capaz de conciliar ambas opciones. Una de esas excepciones ha sido Esperanza Aguirre. Nunca perdió de vista los principios liberales a los que se adhirió cuando era todavía muy joven; pero, a lo largo de su carrera política, la experiencia le mostró que la democracia no tolera la rigidez doctrinaria, pues la realidad es siempre más sutil y compleja que las teorías que pretenden exhibirla, y que las ideas que no son capaces de adaptarse a la realidad terminan siempre por conseguir resultados opuestos a los que persiguen. 
En muchos momentos de su vida política, Esperanza Aguirre accedió a iniciativas reñidas con sus convicciones, porque no había más remedio, o para salvar al menos parcialmente su propia agenda. Pero, lo importante, a la hora de juzgar de manera global su gestión, haciendo las sumas y las restas, es que nadie podrá negar que en toda su trayectoria aquellas son mucho más numerosas que estas, y que por eso de ella se puede hacer el mejor elogio de un gobernante: que dejó la comunidad de la que fue responsable mucho –muchísimo– mejor de como la encontró.
Quisiera destacar un aspecto admirable de la política de Esperanza Aguirre en la Comunidad de Madrid: el apoyo a los exiliados y perseguidos políticos de Cuba. Ellos han sido siempre los parientes pobres entre todos los latinoamericanos que han debido dejar sus países por las amenazas y el acoso de que eran víctimas de parte del poder. Como, por una de esas aberraciones ideológicas de las que está repleta la época en que vivimos, la Revolución Cubana, pese al más de medio siglo de ruina económica y dictadura política que ha significado para la isla, sigue gozando de una cierta intangibilidad moral ante la izquierda, el centro e incluso sectores de derecha, los exiliados cubanos han padecido de la indiferencia y a veces de la abierta hostilidad de los gobiernos democráticos españoles. La excepción, en esto, ha sido, gracias a Esperanza Aguirre, la comunidad madrileña, que ha ayudado a muchos de ellos a encontrar trabajo, a obtener los permisos correspondientes y a sobrellevar las inevitables penalidades del destierro.
Cuando fue Ministra de Educación y Cultura del primer Gobierno del Partido Popular, la enemistad hacia Esperanza Aguirre de artistas, escritores, cineastas, periodistas, profesores, fue enorme y el ensañamiento contra lo que hacía y decía no conoció límites, sobre todo de los caricaturistas a los que, la inmutable calma con que la ministra ejercía su función como si la tempestad no fuera con ella, atizaba la ferocidad. A juzgar por las barbaridades que le decían y atribuían, la educación y la cultura en España habían caído en manos de una antropófaga, o poco menos. ¡Vaya injusticia! Pocos políticos he conocido que tengan más respeto por el trabajo creativo –artístico o intelectual– que Esperanza Aguirre y que hayan hecho más esfuerzos que ella, en su vida privada, en los escasos recreos que le deparaba su enloquecedora agenda de trabajo, para leer, asistir a conciertos o exposiciones y estar enterada del ir y venir de la vida cultural. Y, también, que haya llevado ese respeto al extremo de no haber querido nunca instrumentalizar las actividades artísticas en provecho personal.
Y, sin embargo, discretamente, lo que ella ha hecho para impulsar la vida cultural en su esfera de influencia ha sido enorme. A ella se debe, en buena parte, que en las últimas décadas la oferta cultural en la comunidad madrileña se haya multiplicado por diez, dejando muy rezagadas a todas las otras ciudades y regiones de España, entre ellas a Cataluña, que en los años sesenta o setenta era la capital cultural de España, y que esta vida cultural sea libre, diversa, múltiple, y, en ella, la iniciativa privada coexista con la pública.
¿Por qué ha renunciado a la política precisamente en este momento? En los últimos dos días he sentido vértigo leyendo todas las especulaciones al respecto. Que porque se le había reproducido el cáncer que padeció hace un par de años, que por discrepancias irreductibles con la política económica de Mariano Rajoy, que por querellas y animosidades en su propio partido, y otras todavía más fantasiosas. Aunque no tengo ninguna otra información que las que he leído en la prensa, creo que nada de eso es cierto. Y que probablemente dijo la verdad en su comparecencia televisiva: que había llegado el momento de retirarse para dar paso a gente más joven, que, después de treinta años de estar en la intensa brega política, quería poder dedicarse un poco más a esa familia que con tanta paciencia y generosidad la ha apoyado en estos años y la ha visto tan poco. Saber retirarse a tiempo, no enquistarse en el poder, ceder la posta a la nueva generación, forma parte, también, de la filosofía (y la coherencia) liberal.

Madrid, septiembre de 2012

domingo, 9 de septiembre de 2012


El Joven Popper


Fuente La República de Perú
09 de septiembre de 2012
Sin Hitler y los nazis Karl Popper no hubiera escrito nunca ese libro clave del pensamiento democrático y liberal moderno, La sociedad abierta y sus enemigos (1945), y probablemente su vida hubiera sido la de un oscuro profesor de filosofía de la ciencia confinado en su Viena natal. Muy poco se conocía de la infancia y juventud de Popper –su Autobiografía (1976) las escamotea casi por completo– hasta la aparición del libro de Malachi Haim Hacohen, Karl Popper. The Formative Years 1902-1945 (2000), exhaustiva investigación sobre aquella etapa de la vida del filósofo en el marco deslumbrante de la Viena de fines del XIX y los primeros años del XX, una sociedad multicultural y multirracial, cosmopolita, de efervescente creatividad literaria y artística, espíritu crítico e intensos debates intelectuales y políticos. Allí debió gestarse la idea popperiana de la “sociedad abierta” de la cultura democrática contrapuesta a las “sociedades cerradas” del totalitarismo.
Como desde la ocupación nazi de Austria en marzo de 1938 la vida cultural de este país entró en una etapa de oscurantismo y decadencia de la que todavía no se ha recuperado –sus mejores talentos emigraron, fueron exterminados o anulados por el terror y la censura– cuesta trabajo imaginar que la Viena en la que Popper hizo sus primeros estudios descubrió su vocación por la investigación, la ciencia y la disidencia, aprendió el oficio de carpintero y militó en el socialismo más radical, era acaso la ciudad más culta y libre de Europa, un mundo donde católicos, protestantes, judíos integrados o sionistas, librepensadores, masones, ateos, coexistían, polemizaban y contribuían a revolucionar las formas artísticas, la música sobre todo aunque también la pintura y la literatura, las ciencias sociales y las exactas y la filosofía. Un libro recién traducido al español, de William Johnston, The Austrian Mind: An Intellectual and Social History 1848-1938 (1972) (El genio austrohúngaro. Historia social e intelectual 1848-1938), reconstruye con rigor esa fascinante Torre de Babel en la que precozmente Popper aprendió a detestar el nacionalismo, una de sus bestias negras a la que siempre identificó como el enemigo mortal de la cultura de la libertad.
La familia de Popper, de origen judío, se había convertido al protestantismo dos generaciones antes de que él naciera en 1902. Su abuelo paterno tenía una formidable biblioteca en la que él, niño, contraería la pasión de la lectura. Nunca se consoló de haber tenido que venderla cuando se desplomaron las finanzas de su familia, que, durante su infancia, era muy próspera. En su vejez, cuando, por primera vez en su vida, recibió algo de dinero por derechos de autor, trató ingenuamente de reconstruirla, pero no lo consiguió. Su educación fue protestante y estoica, puritana, y, aunque se casó con Hennie, una católica, esa moral estricta, calvinista, de renuncia de toda sensualidad y autoexigencia y austeridad extremas, lo acompañó toda su vida. Según los testimonios recogidos por Malachi Hacohen, lo que más reprochaba Popper a Marx y a Kennedy no eran sus errores políticos, sino haberse permitido tener amantes.
En la Viena de su juventud –la Viena Roja– prevalecía un socialismo liberal y democrático, que propiciaba el multiculturalismo, y muchas familias judías integradas, como la suya, ocupaban posiciones de privilegio en la vida económica, universitaria y hasta política. Su precoz rechazo de toda forma de nacionalismo –la regresión a la tribu– lo llevó a oponerse al sionismo y siempre pensó que la creación de Israel fue “un trágico error”.  En el borrador de su autobiografía escribió una frase durísima: “Inicialmente me opuse al sionismo porque yo estaba contra toda forma de nacionalismo. Pero nunca creí que los sionistas se volvieran racistas. Esto me hace sentir vergüenza de mi origen, pues me siento responsable de las acciones de los nacionalistas israelíes”.
Pensaba entonces que los judíos debían integrarse a las sociedades en las que vivían, como había hecho su familia, porque la idea  “del pueblo elegido” le parecía peligrosa. Presagiaba, según él, las visiones modernas de la “clase elegida” del marxismo o de la “raza elegida” del nazismo. Debió ser terrible para quien pensaba de este modo ver cómo, en la sociedad que creía abierta, el antisemitismo comenzaba a crecer como la espuma por la influencia ideológica que venía de Alemania, y sentirse de pronto amenazado, asfixiado y obligado a exiliarse. Poco después, ya en el exilio de Nueva Zelanda, donde, gracias a sus amigos F. A. Hayek y Ernst Gombrich, había conseguido un modesto trabajo como lector en la Canterbury University, en Christchurch, se iría enterando de que dieciséis parientes cercanos suyos –tíos, tías, primos, primas–, además de innumerables colegas y amigos austriacos de origen judío, como él, y perfectamente integrados, serían aniquilados o morirían en los campos de concentración víctimas del racismo demencial de los nazis.
Este es el contexto que indujo a Popper a apartarse unos años de sus investigaciones científicas (antes de abandonar Austria había ya publicado Logik der Forschung (1935) (Lógica de la Investigación Científica) y prestar lo que llamaría su contribución intelectual a la resistencia contra la amenaza totalitaria. Primero fue La pobreza del historicismo (1944-1945) y luego La sociedad abierta y sus enemigos (1945). Malachi Hacohen traza una minuciosa y absorbente historia de las condiciones difíciles, poco menos que heroicas, en que Popper trabajó estos dos libros de filosofía política que le darían una celebridad que nunca imaginó, robando horas a las clases y obligaciones administrativas en la universidad, pidiendo ayuda bibliográfica a sus amigos europeos, y viviendo en una pobreza que por momentos se acercaba a la miseria, ayudado por la lealtad y la entrega misioneras de Hennie, que descifraba el manuscrito, lo dactilografiaba y, además, lo sometía por momentos a críticas severas.
Malachi Hacohen ha trabajado tanto en este libro sobre el joven Popper como éste en su investigación sobre los orígenes del totalitarismo en la Grecia clásica que, según él, arranca con Platón y llega hasta Marx, Lenin y el fascismo, pasando por Hegel y Comte. Y por momentos da la impresión de que, en el curso de esos años de intensa dedicación, fue pasando de la admiración devota y casi religiosa hacia Popper a un cierto desencanto, a medida que descubría en su vida privada los defectos y manías inevitables, sus intolerancias, su poca reciprocidad con quienes lo habían ayudado, sus depresiones y manías, su poca flexibilidad para aceptar la llegada de nuevas formas, ideas y modas de la modernidad.
Algunas de estas críticas me parecen muy injustas, pero ellas no están de más en un libro dedicado a quien sostuvo siempre que el espíritu crítico es la condición indispensable del verdadero progreso en el dominio de la ciencia y en el de la vida social, y que es sometiendo a la prueba del examen y del error –es decir, tratando de “falsearlas”, de demostrar que son falsas– que se conoce la verdad o la mentira de las doctrinas, teorías e interpretaciones que pretenden explicar al individuo aislado o inmerso en la amalgama social.
Por otra parte, Malachi Hacohen deja claramente establecido que, contra lo que se llegó a creer en los años de la Guerra Fría, que Popper era el filósofo nato del conservadurismo, sus tesis sobre la sociedad abierta y la sociedad cerrada, el esencialismo, el historicismo, el Mundo Tercero, la ingeniería social fragmentaria, el espíritu tribal y sus argumentos contra el nacionalismo, el dogmatismo y las ortodoxias políticas y religiosas, cubren un amplio espectro filosófico liberal en el que pueden reconocerse por igual todas las formaciones políticas democráticas, desde el socialismo hasta el conservadurismo que acepten la división de poderes, las elecciones, la libertad de expresión y el mercado. El liberalismo de Karl Popper es profundamente progresista porque está imbuido de una voluntad de justicia que a veces se halla ausente en quienes cifran el destino de la libertad solo en la existencia de mercados libres, olvidando que estos, por sí solos, terminan, según la metáfora de Isaiah Berlin, permitiendo que los lobos se coman a todos los corderos. La libertad económica, que Popper defendió, debía complementarse, a través de una educación pública de alto nivel y diversas iniciativas de orden social, como una vida cultural intensa y accesible al mayor número, a fin de crear una igualdad de oportunidades que impidiera, en cada generación, la creación de privilegios heredados, algo que le pareció siempre tan nefasto como los dogmas religiosos y el espíritu tribal.
 Tánger, septiembre de 2012

sábado, 8 de septiembre de 2012


Mario Vargas Llosa


Fuente Diario El País de España

Hasta los diez años, la niñez fue un paraíso para Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura. Era, dice más de sesenta años después de aquel periodo de plenitud, “una especie de armonía dichosa”. “Todo aquello, sin duda, me llenó de reservas, de ternura, de delicadeza, de sensibilidad, pero no me preparó para enfrentarme a la cruda realidad. Por eso, cuando este enfrentamiento llegó fue mucho más traumático y cruel de lo que hubiera sido de haber tenido una infancia menos feliz”. El encuentro con la realidad marcó, a los diez años, el principio de su adolescencia

Una foto del álbum privado de Mario Vargas Llosa
Este hombre tiene 76 años y es uno de los escritores más célebres del mundo. En algún momento de sus múltiples actividades vuelve a ser el niño que fue. Se advierte, como un celaje, en sus ojos aturdidos ante el horror o la belleza o cuando toma notas como cuando era un reportero meritorio en un periódico de cuya oscuridad nacería su mejor novela,Conversación en La Catedral.
Se ve en sus ojos cuando algo a su alrededor pierde sentido o sustancia, cuando está perplejo y no sabe a qué agarrarse. Entonces Mario Vargas Llosa, aquel niño, busca alrededor un punto de apoyo y siente que todo vuelve a cobrar sentido.
Él es el niño aturdido, lo sigue siendo. Cuando recogió el Nobel en Estocolmo, en diciembre de 2010, hizo un discurso en cuyo núcleo vino a contar que si no hubiera sido por su madre, en aquellos años en que se creía huérfano de padre, y por la compañía de aquella prima que lo despertaba lanzándole baldes de agua y que luego sería su mujer, Patricia Llosa, su desorientación hubiera sido total, la vida de un niño que no sabe qué hacer con la vida. Y lloró sobre esos recuerdos.
En uno de aquellos días de Estocolmo, este hombre maduro cuyos libros se esperan como acontecimientos se sintió en la necesidad de recorrer, en su discurso, pero también en los tiempos que le permitieron los suecos, las huellas de su infancia. Y como no lo dejaban en paz, a veces se le veía recorrer solo las calles heladas. Una vez, en medio de aquella vorágine, perdió la voz, literalmente, como si el golpe seco de su memoria hubiera caído sobre él y lo hubiera hecho regresar al silencio de los niños.
"Mi gran aspiración era que el tío Lucho me llevara a alguna de las dos piscinas de Cochabamba"
Pero no era de la voz de lo que estaba lesionado Vargas Llosa; en sus ojos se había posado, dicen quienes lo vieron, como una nube oscura, un recuerdo atragantado y no necesariamente infeliz.
Dice un verso del poeta alemánMichael Kruger: “La infancia / a veces me envía postales”. ¿Qué le dice a Vargas Llosa aquel niño que fue Mario?
Vargas Llosa ha escrito de sí mismo, y de su infancia, muchas veces; en todos sus libros hay muchísimo de lo que fue. Pareciendo tan privado como personaje público, es quizá el escritor de su tiempo (Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, con la excepción quizá de José Donoso) que más ha escrito de sí mismo. En El pez en el agua, por ejemplo, hay una descripción, hecha con los pormenores más privados que pudiera imaginarse, sobre esa sustanciosa experiencia infantil que le pedí que revisitara cuando le pregunté eso, precisamente: ¿qué le dice aquel niño que fue?
Le dice aquel niño que en algún momento de su vida fue “absolutamente feliz”. “Todos los años que viví en Cochabamba, en una casa de tres patios y muchísimas habitaciones, con mi madre, abuelos, tíos, tías y primas, viví en una especie de paraíso donde la vida consistía en divertirse y gozar”.
Era el niño mimado, el muchacho que aún no sabía qué cosa era la pena. Dijo un día de 1990, en declaraciones para The Paris Review, en medio de la digestión pesada de su derrota en las elecciones de Perú, que uno escribe “para escapar de la pena”. Y la pena viene cuando llegan la adolescencia o el infierno, pero más de una vez ha dicho Vargas Llosa, nacido en Arequipa (Perú), que aquellos años de niño en Cochabamba (Bolivia) fueron el paraíso. “Jugábamos, nos mimaban, nos daban gusto en todo, gozábamos de los carnavales, la Navidad, los cumpleaños, las retretas de los domingos antes de ir a comer las obligatorias empanadas salteñas, en los almuerzos multitudinarios de los domingos donde siempre comíamos las sopaipillas chilenas que preparaba la abuelita”.
Él creía que era el paraíso, y a eso contribuyó enseguida el descubrimiento de la que iba a ser la sustancia misma del episodio mayor de su vida, la Literatura. “Cada día era una aventura intensa, rica y de final feliz, ni más ni menos que en las novelitas de Salgari, de Karl May y de todos los autores de libros infantiles que leí en esos años. De tanto en tanto, desde el fondo del tiempo, esas imágenes regresan a mi memoria a recordarme el paraíso que existió alguna vez y aquí, en esta tierra”.
Ese paraíso tuvo sobresaltos. Un día descubrió en el centro mismo de tal paraíso, en el que su madre, doña Dora, era la reina, los versos más calurosos de Pablo NerudaVeinte poemas de amor y una canción desesperada. En el libro La vida en movimiento, que preparó su colega Alonso Cueto en Perú en 2003, aquel muchacho remite la postal de su recuerdo de aquel descubrimiento: “Mi madre me alentaba mucho la afición a la lectura. Ella tenía en su velador Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Neruda, que me había prohibido que leyera. Y todavía recuerdo que leí con un poco de miedo el primer poema donde había un verso sorprendente, ‘y hace saltar el hijo del fondo de la tierra’. Yo era totalmente inocente, yo no tenía idea de cómo venían los niños al mundo, ni nada de eso, y ese verso me provocaba cierta angustia porque lo asociaba a algo inquietante y sucio”.
En ese libro está Mario con doña Dora, en una infancia de cuando aún él vivía en el paraíso, a los cuatro años. Se le ve asustado y curioso, como si esperara algo más que el probable flas del fotógrafo que iba a inmortalizar esa unión que parecía que iba a ser eterna, como la niñez. En otra fotografía, con compañeros de clase, cuando ya él era el líder literario de sus compañeros de liceo (a los 13 años escribía rimas en el periódico escolar que dirigía), Mario muestra otra vez ese susto que parece venirle de adentro y que, sin ir más lejos, mostró sin rubor, como desesperado, el día que perdió la voz en Estocolmo.
Pero esa mujer, doña Dora, su madre, le aseguró el paraíso. Alonso Cueto, editor de aquel libro en el que Vargas Llosa cuenta su vida, la conoció. “Doña Dora. Siempre me dio la impresión de una persona con un centro de gravedad personal muy sólido. Era alguien que tenía una especie de seguridad y de sencilla majestad a su alrededor. La relación con Mario siempre era muy especial y sólida, con Mario siempre pendiente de ella. Creo que la solidez, la seguridad y la gracia que tenía la señora están muy presentes en Mario. Ella siempre fue el núcleo de su vida, algo que a él le sirvió para tener los pies bien puestos sobre la tierra, sin dejar por eso de apuntar al cielo. Otra presencia fundamental fue el tío Lucho”.
El tío Lucho, el padre de Patricia. Dice Vargas Llosa en uno de sus recuerdos de esa infancia que duró una década, hasta que conoció al padre: “Esos mis primeros diez años fueron intensos, ocupados en múltiples quehaceres excitantes, de amigos queridísimos y adultos bondadosos a los que era fácil conquistar con gracias y zalamerías. Mi gran aspiración era, por supuesto, que el mayor de los tíos, el preferido —el tío Lucho, que parecía un actor de cine, por el que se morían todas las mujeres—, me llevara a alguna de las dos piscinas de Cochabamba (...) en las que aprendí a nadar”.
Saramago decía que uno va con el niño que fue. ¿Ese niño sigue diciéndole cosas? “Uno es lo que fue, desde luego, pero al mismo tiempo uno va siendo, cada día, mes y año, diferente de aquello que fue, a medida que descubre y padece la complejidad y diversidad del mundo, algo de lo que el niño está exonerado. Mi niñez fue muy feliz por lo poco que sabía del mundo real, porque viví un espacio acotado por gentes que me querían y me preservaban de todo aquello que era desagradable, triste y hostil, y procuraban que mi vida transcurriese sin traumas, en una especie de armonía dichosa”.
Se quebró el paraíso en los últimos días de 1946 o los primeros de 1947. En el verano de Piura, cuando conoció a su padre, a quien creía muerto. Pero esta ya es otra historia, no es la historia de su infancia, sino el principio abrupto de la adolescencia de Mario Vargas Llosa.