domingo, 17 de junio de 2012


El Honesto Embaucador


Fotografía propiedad de Tate-Images
17 de junio de 2012
Escribe Mario Vargas Llosa
A diferencia de dos exposiciones dedicadas a Picasso en Londres –una, en la Tate Britain, documentando su influencia sobre el arte moderno en el Reino Unido y la segunda, en el Museo Británico, con la edición completa de la Suite Vollard–, a las que se podía entrar sin demora por el limitado número de visitantes, para acceder a la gran retrospectiva consagrada en la Tate Modern a la obra de Damien Hirst, tuve que hacer una cola de tres cuartos de hora.
No sólo la abundancia de público llamaba la atención; también, el gran número de jóvenes y de parejas, algunas con niños en los brazos. Los pequeños la pasaban bastante bien en las salas de la muestra. Se divertían mucho con el revoloteo de las moscas en la urna de cristal donde reposa la cabeza sangrante de una vaca (Mil años 1990) y todavía más en la instalación llamada Dentro y fuera del amor, un cuarto artificialmente humidificado con mariposas vivas, cuencos de frutas, superficies blancas y cajones con flores. Pero a algunos de estos precoces aficionados los asustaron los corderos y las reses seccionados quirúrgicamente y los tiburones dientudos conservados en formol; a veces rompían en llanto.
La exposición misma no tenía mayor interés, salvo desde el punto de vista sociológico, pues resultaba sumamente instructivo espiar las reacciones de los visitantes ante los objetos que la poblaban. La mayor parte hacía un esfuerzo visible por descubrir, detrás o dentro de los anaqueles atiborrados de remedios, pinzas, tijeras, espátulas, guantes elásticos, órganos en yeso, o en las bolitas y globos suspendidos en el aire por el soplido de una secadora de pelo o el ventilador de una caja de colores chillones, la idea, la razón, la propuesta intelectual o estética, el misterio que confiriese a semejantes materiales algo que justificara la admiración, el respeto, o, por lo menos, la curiosidad del público. Muchos no podían ocultar su decepción, pero la disimulaban, con comentarios que rehuían lo primordial y se aferraban a lo adventicio: “¿El dispositivo será mecánico o eléctrico?”, “¿Deberán cambiar el formol cada cierto tiempo o durará toda la eternidad?”). Los más osados se atrevían a sonreír o a reírse abiertamente de lo que veían, como diciendo, entre guiños: “De un artista puede esperarse cualquier cosa, ya lo sabemos”.
Los que se han tomado muy en serio aquello que allí se exhibía son, claro está, la comisaria de la exposición, Ann Gallagher, sus colaboradores y la media docena de autores de los ensayos del catálogo que la acompaña. El verdadero embauco está en esas páginas y, sobre todo, si los críticos se creen lo que firman.  En síntesis, para entender cabalmente lo que  Damien Hirst (o, más bien, los operarios de su taller) fabrican, hay que moverse con desenvoltura en una galaxia donde rutilan Immanuel Kant y Sigmund Freud, las complejidades de la Anatomía, la Farmacopea, la industria proveedora de instrumental clínico para los hospitales, Marcel Duchamp, Francis Bacon, Kurt Schwitters, las técnicas de la publicidad de la empresa Saatchi, los secretos del tallado de diamantes y las filosofías y teologías relacionadas con la muerte.  Uno de ellos revela, como un dato de capital importancia, que en los primeros “gabinetes médicos” que concibió Hirst en los años ochenta, los remedios y pastillas que figuraban en sus repisas, procedían todos de las recetas de su abuela enferma, a quien el artista quería mucho.
A juzgar por la entrevista que concedió Damien Hirst a Nicholas Serota y que aparece en el catálogo, el artista que, según la señora Ann Gallagher, “ha impregnado más la conciencia cultural de su tiempo”, no tiene en gran estima a sus admiradores, ni tampoco al arte que practica, ni trata de dar seriedad y dignidad a sus creaciones mediante anfibológicas referencias culturales o poniéndose bajo el ala protectora de imponentes pensadores o artistas. Por el contrario, habla de su trayectoria con una desarmante sinceridad, explicando, en cierto modo, la elección de sus opciones artísticas en función de sus carencias y limitaciones.
Hubiera querido ser pintor pero advirtió que pintaba muy mal y optó por los collages en los que se sentía menos deficiente. Cuando descubrió el arte conceptual, el surrealismo y el minimalismo, todo mezclado, entendió que había un camino –el del gesto, el desplante  y el espectáculo– en el que él podía superar sus defectos e, incluso, triunfar.
Uno de sus méritos es haber demostrado que en nuestra época se puede ser un artista, incluso de gran prestigio, sin demostrar destreza alguna en lo que se refiere a pintar o esculpir, simplemente haciendo lo que todavía no se ha hecho, y procurando que haya en esto algo novedoso y llamativo, que, sin significar ruptura o rechazo radical de una tradición, lo parezca. Cuando Hirst habla de los pintores que, cree, han ejercido una influencia sobre él, como Sol LeWitt o Naum Gabo, e incluso Francis Bacon, no se refiere para nada a sus méritos estrictamente plásticos, sino a sus actitudes y posturas, a que añadieron al territorio del arte lo que antes de ellos no era ni podía ser considerado “artístico”.
A diferencia de sus enrevesados y tramposos críticos, que dan a su persona y a sus obras unos baños delirantes de empaque y dignidad intelectual, estética y filosófica, Damien Hirst parece bastante consciente de la extraordinaria superchería en que se ha convertido hoy, para muchos, el oficio que practica. Él no pretende disimularlo, sólo aprovecharlo: lo acepta tal como es y saca de ello todas las ventajas posibles.
No es exagerado decir que se trata de un honesto embaucador, que, en un mundo en el que ahora todo vale, donde el auténtico talento y el funambulismo andan confundidos, él pasa sus mercancías por lo que verdaderamente son, sin escrúpulos ni pretensiones, dejando que se ocupen de envolverlas en argumentos y justificaciones de densa tiniebla y especiosa dialéctica, esos críticos, galeristas y marchantes que, como los publicistas alquimistas de Saatchi, saben convertir todo lo que brilla en oro, vender gato por liebre e imponer su propia tabla de valores y de jerarquías en medio de la confusión que ha reemplazado las viejas certidumbres y patrones estéticos.
No faltará quien recuerde que, a lo largo de la historia, no sólo el arte, toda la cultura ha estado siempre hospedando en su seno a embaucadores de rauda figuración y que sólo con la discriminación que ejerce el tiempo, retornaron luego al anonimato del que nunca debieron salir, alejándose por fin de los auténticos creadores a quienes, por la ceguera de sus contemporáneos, llegaron a hacer sombra. Eso es cierto. Pero no creo que nunca en la historia del arte haya habido nadie como Damien Hirst, desprovisto del más elemental talento y originalidad, que, en vez de disimular esta condición, la exhibe en todo lo que hace con perfecta desfachatez, y haya conseguido pese a ello escalar todos los peldaños de la consideración del establishment (la bibliografía que le está dedicada es abrumadora)  hasta llegar a ser requerido por instituciones como la Tate Modern y los museos más importantes del mundo.
Su éxito económico está a la altura, y acaso supera, el artístico.  En octubre de 2004 vendió, a través de Sotheby’s, su Pharmacy de Notting Hill por unos quince millones de dólares, y en septiembre de 2008 el remate que hizo, prescindiendo de galeristas y marchantes, siempre a través de Sotheby’s, de 244 nuevas obras obtuvo la astronómica suma de 111 millones y medio de libras esterlinas (es decir, más de 150 millones de dólares). Lo que significa que Damien Hirst es acaso el más caro artista vivo de nuestro tiempo.
¿Su futuro está garantizado? Si todo dependiera del mercado del arte, sin duda. Pero, ¡ay!, advierto una amenaza en el porvenir de este Rastignac de la pintura del siglo XXI: la poderosísima Real Sociedad Protectora de Animales del Reino Unido. Auguro que los severos inspectores de esta institución no dejarán pasar impune el sacrificio de las decenas de millares de gráciles mariposas, a las que el artista mató, con el agravante de arrancarles las alas, para engalanar Enlightenment y una serie de sus cuadros, ni el genocidio de millones de moscas inocentes para empastelar con ellas la masa viscosa que recubre su famoso Sol Negro.  No es imposible que la Real Sociedad Protectora de Animales ponga fin, o cause un serio quebranto, a la flamígera carrera del muchacho de Leeds que comenzó a hacer arte a los dieciséis años fotografiándose junto a la cabeza seccionada de un cadáver en la morgue de su ciudad natal.
Londres, junio de 2012

martes, 12 de junio de 2012


¿Por qué Grecia?



03 de junio de 2012
Fuente La República del Perú
Escribe Mario Vargas Llosa
En aquella cena, hace ya varios años, me sentaron junto a una señora de edad que cubría sus ojos con unos grandes anteojos oscuros. Era amable, elegante, hablaba un francés exquisito y, pese a que hacía grandes esfuerzos por disimularlo,  en todo lo que decía y opinaba se traslucía una enorme cultura. Sólo a media cena advertí, por las grandes precauciones con que manejaba los cubiertos, que era ciega o, cuando menos, que su visión era mínima. Sólo después de despedirnos, averigüé que Jacqueline de Romilly era una gran helenista, catedrática de griego clásico en la École Normale y en la Sorbona, la primera mujer en ser elegida miembro del Colegio de Francia y una de las pocas representantes del género femenino en la Academia Francesa.
El  primer  libro  suyo  que  leí, Pourquoi la Grèce?, me deslumbró tanto como su persona. Aunque lo que dice y cuenta en él ocurrió hace veinticinco siglos, es de una extraordinaria actualidad y su lectura debería ser obligatoria en estos días para aquellos europeos que, espantados con lo que está ocurriendo en Grecia, su deuda vertiginosa, su anarquía política, su empobrecimiento pavoroso y la ascensión de los extremismos fascista y comunista en sus últimas elecciones, creen que la salida de ese país de la moneda única, e incluso de la Unión Europea, es inevitable y hasta necesaria.
El libro cuenta cómo la joven Jacqueline leyó en sus años escolares a Tucídides y cómo la impresión que hizo en ella uno de los dos fundadores de la disciplina histórica (con Heródoto) orientó su vocación a los estudios de la Grecia clásica, a la que dedicaría su vida. El ensayo pasa revista, de manera clara, entretenida y profunda –rara alianza para una especialista– a ese milagroso siglo V antes de nuestra era en el que la historia, la filosofía, la tragedia, la política, la retórica, la medicina, la escultura alcanzan en Grecia su apogeo y sientan las bases de lo que con el tiempo se llamaría la cultura occidental.  Homero y  Hesíodo son bastante anteriores al siglo V, desde luego, y hay artistas, pensadores y comediógrafos posteriores a ese marco temporal. El ensayo no vacila en retroceder o avanzar para incluirlos en el legado griego, aunque el grueso de lo que llama “una visita guiada a través de los textos” se concentra  en ese pequeño período de cien años en que en el reducido espacio del mundo heleno hay como una eclosión frenética, enloquecida, de creatividad en todos los dominios del espíritu, con ideas, modelos estéticos, patrones intelectuales, inventos y descubrimientos, gracias a los cuales la civilización del logos tomaría una distancia decisiva respecto a todas las otras culturas del pasado y de su tiempo y, sin pretenderlo ni saberlo, cambiaría para siempre la historia del mundo.
Jacqueline de Romilly muestra que en Grecia nacieron, o cobraron una realidad y dinamismo que nunca tuvieron antes en la vida social de pueblo alguno, los factores determinantes del progreso humano, como la democracia, la libertad, el derecho, la razón y el arte emancipados de la religión,  las nociones de igualdad, de soberanía individual, de ciudadanía, y una manera absolutamente nueva de relacionarse el hombre con el más allá y con los dioses, además, por supuesto, de una idea de la belleza y de la fealdad, de la bondad y la maldad, de la felicidad y la desdicha, que, aunque con los inevitables matices y adaptaciones que ha ido imponiéndoles la historia, siguen vigentes.
Maravilla que un pueblo tan pequeño y tan poco cohesionado políticamente, hecho de unas cuantas ciudades y colonias repartidas por Europa y el Asia menor, que conservaban un enorme margen de autonomía entre ellas, un pueblo tan instintivamente reticente a conformar un imperio, a practicar el imperialismo y a someterse a la prepotencia de un tirano (como hicieron todos los otros) haya sido capaz de dejar en la historia de la humanidad una huella tan honda, tan presente todavía tantos siglos después, en tanto que casi todos los otros grandes imperios o civilizaciones –los persas y los egipcios, por ejemplo– sean ahora sobre todo, sin olvidar ninguna de sus maravillas, piezas de museo.
No fue un accidente, ni obra del azar, hubo razones para ello y el libro de Jacqueline de Romilly las hace desfilar ante nuestros ojos con la misma desenvoltura, belleza y elegancia con que su conversación me hechizó a mí aquella noche. Los diálogos socráticos y platónicos, además de una manera de filosofar, nos explica, enseñaron a los seres humanos que conversar, hablar en grupo, es una manera más civilizada y ética de convivir que dando órdenes u obedeciéndolas, una forma de la comunicación que reconoce o establece de entrada una igualdad de base, una reciprocidad de derechos, entre los interlocutores. Así fue surgiendo la libertad, desanimalizándose el hombre, naciendo de verdad la humanidad del ser humano.
Esta demostración en Pourquoi la Grèce? no aparece como un discurso abstracto, sino a través de comentarios y de citas literarias, porque, como su autora no se cansa de repetirlo, todo aquello que constituye una cultura está esencialmente representado en sus obras literarias, y la verdadera crítica es aquella que escudriña la poesía, la narrativa, el drama, los ensayos que una sociedad produce en busca de esas verdades recónditas que alimentan su imaginación e impregnan las aventuras y los personajes a que sus artistas dieron vida para aplacar la sed de absoluto, de vivir otras vidas, de sus gentes.
“Sin saberlo, respiramos el aire de Grecia a cada instante”, dice en una de sus páginas. No es la menor de las paradojas que los griegos, que nunca conquistaron a pueblo alguno y sólo combatieron en defensa de su libertad, hayan dominado luego discretamente al mundo entero, empezando por Roma, cuyas legiones creyeron apoderarse de Grecia sin esfuerzo, cuando, en verdad, sería el pueblo vencido el que terminaría por infiltrarse en la mente, el espíritu y hasta la lengua del conquistador (el ensayo revela que, durante buen tiempo, fue de buen gusto entre las familias romanas contemporáneas de Cicerón y de Virgilio hablar en lengua griega).   
Es verdad que la Grecia de nuestros días es muy distinta de aquella donde se construyó el Partenón, en la que peroraba Solón y esculpía Fidias sus estatuas. En los veinticinco siglos intermedios su pueblo ha experimentado acaso más infortunios y catástrofes que la mayoría de los otros: guerras externas e internas, ocupaciones que por siglos acabaron con su libertad, tiranías y segregaciones que varias veces amenazaron con desintegrarla. Esta mañana leo en el International Herald Tribune una espeluznante descripción del estado de su economía, los grotescos privilegios de que han gozado en todos estos años sus armadores, banqueros y empresarios más prósperos, exonerados de pagar impuestos, y las fortunas que han fugado y siguen fugando del país hacia Suiza y los paraísos fiscales más seguros del planeta, en tanto que el pueblo griego se sigue empobreciendo, viendo encogerse sus salarios o pasando al paro, a la mendicidad y al hambre.
Ante este panorama, lo que debería sorprender no es que muchos griegos hayan votado en las últimas elecciones por nazis y extremistas de izquierda; sino, más bien, que haya todavía tantos griegos que sigan creyendo en la democracia, y que las encuestas para la próxima elección señalen que los partidos de centro izquierda, centro y centro derecha, que defienden la opción europea y aceptan las condiciones que ha impuesto Bruselas para el rescate griego, podrían obtener la mayoría y formar gobierno.
Mi esperanza es que así sea porque, simplemente, Grecia no puede dejar de formar parte integral de Europa sin que ésta se vuelva una caricatura grotesca de sí misma, condenada al más estrepitoso fracaso. Europa nació allá, al pie de la Acrópolis, hace 25 siglos, y todo lo mejor que hay en ella, lo que más aprecia y admira de sí misma, incluyendo la religión de Cristo –una de las páginas más hermosas del ensayo de Jacqueline de Romilly explica por qué buena parte de los Evangelios se escribieron en lengua griega–, así como las instituciones democráticas, la libertad y los derechos humanos tienen su lejana raíz en ese pequeño rincón del viejo continente, a orillas del Egeo, donde la luz del sol es más potente y el mar es más azul. Grecia es el símbolo de Europa y los símbolos no pueden desaparecer sin que lo que ellos encarnan se desmorone y deshaga en esa confusión bárbara de irracionalidad y violencia de la que la civilización griega nos sacó.
París, junio de 2012