domingo, 20 de noviembre de 2011


Caballo de Guerra


20 de noviembre de 2011
Escribe Mario Vargas Llosa

¿Es posible representar en un escenario la espantosa carnicería de la Primera Guerra mundial, con sus veinte millones de muertos, sus soldados asfixiados por los gases de mostaza en trincheras llenas de barro, sapos y ratas, y los pueblos, aldeas y familias destruidos por los obuses, incendios y el odio vesánico de los contendientes?
Es perfectamente posible, a condición de contar con el talento artístico y la infraestructura dramática indispensables. La prueba de ello es “War Horse” (“Caballo de guerra”), el gran éxito de esta temporada teatral en New York, que presenta cada noche ante auditorios compactos y delirantes el Vivian Beaumont del Lincoln Center Theater.
La obra está basada en la novela del mismo nombre de Michael Morpurgo, un escritor inglés de origen belga, conocido hasta ahora sobre todo por sus libros de cuentos para niños. Fue adaptada al teatro por Nick Stafford y se estrenó y dio en Londres en el National Theatre con éxito semejante al que luego ha alcanzado en los Estados Unidos. El entusiasmo de los espectadores está más que justificado: “War Horse” es un espectáculo extraordinario que mantiene en estado de trance a su público las dos horas y media que dura, sumergiéndolo en los horrores de aquella contienda, en la que participaron dos docenas de países y que cambió la faz de Europa.
Las escenas se suceden a ritmo de vértigo, cada una más sorprendente y atrevida que la anterior, y es difícil decidir qué es más digno de aplauso en lo que vemos, si la destreza y perfecta interacción de las masas de actores (que parecen multiplicarse como células cancerosas en sus acrobáticas evoluciones) o el llamativo despliegue de la tecnología en los decorados, las luces, el vestuario y la música. La historia circula por ambientes diversos, del frente de batalla y los combatientes a la retaguardia civil, de hogares deshechos, muchedumbres de desplazados, pueblos desiertos, sobrevivientes hambrientos y nubes de huérfanos.
Un gran espectáculo no tiene por qué ser al mismo tiempo una gran obra de teatro y “Caballo de guerra” no lo es. Nunca traspasa la superficie de la guerra y sus estragos, no hay en ella personajes individuales que descuellen ni un conflicto en el que se trasluzcan los temas neurálgicos de la condición humana, aquellos sótanos enigmáticos de la existencia cotidiana de hombres y mujeres. Sus actores son grupos gregarios, estereotipos, símbolos, figuras sin alma, comparsas, dotados todos ellos, eso sí, de una notable capacidad mutante, danzarines y acróbatas a la vez que comediantes, que se desdoblan y triplican y encarnan, cada uno, dos, tres, diez papeles diferentes, en ese carrusel desbocado que parece el tiempo en esta historia.
No podría ser de otra manera, pues los personajes centrales de la obra no son seres humanos, sino los caballos, en especial un noble cuadrúpedo llamado Joey por sus amos, cuya peripecia vital seguimos desde que es un joven potrillo arisco y caprichoso, simpático y querible, hasta que, años más tarde, hecho una ruina física pero indoblegable en su voluntad de vivir, retorna a la campiña de suaves colinas de Dover en la que se crió, luego de haber sobrevivido milagrosamente a los atroces cuatro años de guerra que padeció casi siempre en los lugares de mayor peligro.
No conozco la novela de Michael Morpurgo en que está basada la obra, pero no hay duda de que es ingeniosa y audaz la perspectiva que eligió su autor para presentar este alucinante documental sobre las atrocidades de la Gran Guerra: la mirada de un caballo. Fue la última conflagración en la que los caballos participaron de manera masiva. Murieron unos ocho millones de ellos, arrastrando cañones y ambulancias, llevando y trayendo tropas, alimentos, heridos y cadáveres, o en cargas disparatadas de los regimientos montados en las que terminaban enredados y desangrándose en las alambradas antes de volar en pedazos por efecto de las explosiones. Del millón de caballos ingleses que fueron al frente sólo regresaron a la isla unos 62 mil.
En los últimos meses de la guerra apareció el nuevo animal que reemplazaría al caballo en los futuros conflictos, un cuadrúpedo de acero y orugas en vez de patas, tan feo, macizo y destructivo como su denso nombre: el tanque.
Los caballos que aparecen en el espectáculo son hermosos y enormes, poseídos de una vitalidad conmovedora, más tiernos y sensibles que esos pobres soldaditos que se entrematan a su alrededor en la vorágine incomprensible y feroz a la que han sido acarreados. Los cuadrúpedos enfrentan su destino con resignación y cumplen sus deberes hasta el último aliento, sin perder nunca la dignidad. Son de madera y han sido construidos por una compañía sudafricana, la Handspring Puppet Company, fundada por Adrian Kohler y Basil Jones, los artífices de esas escenas milagrosas en que los caballos galopan, saltan, hacen extraños, se desploman o vuelan al compás de las peripecias de la historia. Uno tiene la impresión de que, en algún momento, esas estructuras de madera se transubstancian en caballos de verdad, y que los tres o cuatro marionetistas que los manipulan desaparecen, absorbidos por la magia del teatro, y por eso se llenan de lágrimas los ojos de los espectadores cuando los infelices y heroicos animales se desmoronan, alcanzados por los proyectiles, o son sacrificados para salvar de la inanición a los soldados.
Cuando uno ve una obra como ésta, que lo maravilla por su riqueza plástica, por la excelencia de su factura, por sus audacias, sorpresas y la genialidad de su hechura, tal vez sea una mezquina injusticia preguntarse si el teatro del futuro inmediato se irá acercando cada vez más a la feérica naturaleza de “War Horse” y pareciéndose cada vez menos al teatro tradicional, aquel en el que eran las palabras, las acciones y los sentimientos la razón de ser del espectáculo, lo que lo justificaba o hundía. Porque en esa maravilla que es “Caballo de guerra” el espectáculo es tan prodigioso y autosuficiente que la anécdota, los parlamentos, las pasiones y emociones se han convertido en un mero pretexto para la representación, de modo que no es abusivo decir de ella que, siendo todo lo magnífica que es, está más cerca del Cirque du Soleil que, digamos, de la mejor producción concebible de una pieza de Shakespeare, Ibsen o Valle Inclán.
La pasé fantásticamente bien viendo “War Horse”, pero, al salir a enfrentarme al viento neoyorquino, me asaltó de pronto la sospecha angustiosa de que, dadas las tendencias de la cultura en nuestros días, el teatro podría convertirse tarde o temprano en eso, sólo en eso.
New York, noviembre de 2011

miércoles, 16 de noviembre de 2011


Una Rosa para Rosa


Por Mario Vargas llosa
06 de noviembre de 2011
Fuente La Nación
Tener casi cinco millones de parados como le ocurre a España es una tragedia para cualquier país y, sobre todo, para una sociedad que hace apenas ocho años era la historia feliz de Europa, un país de una economía pujante que muchos envidiaban y un ejemplo flagrante -para América latina en particular y el Tercer Mundo en general- de que, con estabilidad, democracia y políticas acertadas un país puede quemar etapas y, en un período relativamente breve, alcanzar altos niveles de trabajo y bienestar.
Nadie duda de que en las cifras escalofriantes del desempleo español ha tenido un efecto la crisis financiera que desde hace más de tres años padece el mundo occidental. Pero nadie puede ser tan ingenuo de creer que ésa es la única causa, ni siquiera la principal, de semejantes niveles de paro, pues, si fuera así, ¿por qué el resto de Europa no padece un fenómeno parecido? Ni Grecia, en su descenso imparable a los abismos, alcanza un desempleo semejante. De otro lado, una reciente investigación comprueba que en la actualidad España es el país de la Unión Europea donde las diferencias económicas son más grandes (es decir, donde los ricos son más ricos y los pobres más pobres) y que el altísimo desempleo juvenil -un 48%- difícilmente podría empezar a disminuir antes de tres años.
La razón principal de semejante desastre es una política económica errática, imprudente, y la obstinación del gobierno socialista en negar la existencia de la crisis a lo largo de más de un año, lo que le impidió tomar las medidas correctivas que hubieran moderado la caída y acortado el período de recuperación de la economía. Los pronósticos sobre lo que ésta tardará varían, pero todos coinciden en que el año que se avecina será todavía más duro que el que se va.
El gobierno español va a ser sancionado en las elecciones del 20 de noviembre por este fracaso y es natural que así sea. Vale la pena recordar que sólo en las democracias estas sanciones electorales son posibles y, también, que, por fortuna, pese a los quebrantos económicos, la democracia española goza de excelente salud. Las encuestas dicen que el principal partido de oposición, el Partido Popular que lidera Mariano Rajoy, volverá al poder y, casi seguramente, con mayoría absoluta.
Me alegro de que sea así porque creo que el Partido Popular cuenta con el mejor equipo de economistas y las ideas más claras para enfrentar el difícil y sacrificado reto que será llevar a cabo las reformas radicales necesarias. Esperemos que cuente también con el coraje que hará falta al próximo gobierno si de veras quiere sacar a España del marasmo económico en que se encuentra, devolverle el dinamismo que tuvo durante los ocho años del gobierno de José María Aznar, y la confianza en el futuro que esta crisis ha hecho añicos.
Pese a todo ello, en estas elecciones no votaré por el Partido Popular, sino por Unión Progreso y Democracia (UPyD), el partido que lidera Rosa Díez, por razones que me gustaría explicar en este artículo.
Tengo una desconfianza instintiva a las mayorías absolutas, que pueden alentar iniciativas arbitrarias y hasta autoritarias en los gobiernos que las detentan. En el caso español, me preocupa que, si el PP la obtiene, su ala más conservadora, impulsada por razones religiosas, empuje al gobierno de Rajoy a deshacer, o aguar hasta vaciarlas de contenido, las reformas sociales más avanzadas aprobadas por el gobierno de Rodríguez Zapatero y que, a mi juicio, han hecho progresar la cultura de la libertad en España, como la ley que autoriza los matrimonios gay, la ampliación de la ley del aborto y los derechos de la mujer, temas en los que hoy España se encuentra a la vanguardia. UPyD es un partido claramente comprometido con reformas genuinamente liberales de esta índole y estoy seguro de que las defenderá con convicción en el parlamento. Por eso, si el PP no obtuviera la mayoría necesaria para gobernar solo y necesitara de alianzas, UPyD sería el aliado ideal. En todo caso, preferible a los partidos nacionalistas, cuyo apoyo se hacen pagar carísimo y, siempre, con concesiones favorables a su idea fija, la independencia, es decir, la desintegración de España. Como estoy absolutamente convencido de que, si ello ocurriera, la causa de la libertad retrocedería tanto en el País Vasco como en Cataluña, y de que éste será el problema más serio que deberá enfrentar España en el futuro inmediato, creo importante apoyar a un partido que, como UPyD, tiene sobre este asunto posiciones absolutamente lúcidas.
Desde que nació como organización política, ha combatido al nacionalismo -a los nacionalismos- con resolución y sin complejos. Y ha sostenido que, tal como funciona en la actualidad el régimen de las diecisiete autonomías, aquel riesgo de desintegración se va acentuando. Y que, por ello, debe ser reformado, sin poner en peligro la descentralización, pero recuperando el Estado algunas competencias como las relativas a la educación, la salud y la justicia, sin las cuales es quimérico que haya una política coherente y homogénea a nivel nacional, y recortando las burocracias que conducen a la anarquía administrativa, el despilfarro fiscal y el deterioro de los denominadores culturales y sociales que sostienen la cohesión nacional.
Por otra parte, UPyD es el único partido en estas elecciones que ha incorporado a su plan de gobierno una cláusula comprometiéndose a apoyar a la oposición democrática que lucha por liberar a Cuba de 52 años de dictadura. También en este campo es imprescindible rectificar la política del gobierno socialista que, en lo que concierne a la tiranía cubana, ha sido de una tolerancia rayana con el celestinazgo cuando, a cambio de la liberación de algunos presos políticos, intentó (sin éxito, felizmente) que la Unión Europea retirase las moderadas sanciones que aplica a la satrapía caribeña.
No digo que UPyD sea un partido liberal, pero es lo que más se le parece en el ámbito español. Acaso no tanto en lo que concierne a la economía, aunque su plan de gobierno se orienta a defender una economía libre basada en la competencia, sin privilegios ni populismo, como en sus convicciones democráticas, en sus posturas tolerantes, en la diversidad que admite y fomenta entre sus afiliados -un espectro ideológico que va de la socialdemocracia al liberalismo, pasando por el centro cristiano o laico y hasta con pequeños destellos anarquistas- lo que da a esta formación política un aire fresco, joven, renovador, idealista, sano, desprovisto del cálculo y los apetitos que suele enquistar el tiempo en los partidos políticos.
La mejor credencial de UPyD es Rosa Díez, su portavoz y fundadora, a quien los ciudadanos españoles suelen dar los mejores calificativos entre los líderes políticos. Esta mujer menudita y de ojos efervescentes tiene convicciones muy firmes y ha demostrado a lo largo de su vida pública, como un puñado de políticos vascos democráticos, un coraje a prueba de terroristas y fanáticos que despierta mi admiración. Ha visto el riesgo que representa para la supervivencia de España y de la democracia el nacionalismo identitario, y ha criticado siempre las concesiones que le han hecho los gobiernos y salido al paso a toda política que, a cambio de trapicheos o pequeñas concesiones retóricas, entregue la libertad de comunidades enteras al secuestro colectivista que ese nacionalismo representa.
Rosa Díez es lo que Max Weber llamaba un "político de convicción". Ella y su partido merecen una presencia mayor en el ámbito nacional. Su empeño es devolver a la política la solvencia moral y la confianza que depositan en ella los ciudadanos de una democracia que ven en la acción política el instrumento más eficaz y menos violento para mejorar el nivel de vida de la gente, corregir lo que anda mal, impulsar la igualdad y la justicia. Esta confianza, tan vigorosa en los años de la transición, se ha ido enfriando en España con la feroz crisis económica, y en las nuevas generaciones va surgiendo un pesimismo que se traduce a veces en un rechazo de las reglas de juego de la democracia.
Esto explica la deriva que ha ido tomando el movimiento de los "indignados". En un primer momento, la simpatía de la opinión pública fue grande hacia esa movilización de jóvenes que, luego de recibir una educación y prepararse, a veces con enormes sacrificios, para entrar en el mercado laboral, lo encontraban cerrado y sin perspectivas de encontrar un trabajo digno por quién sabe cuántos años. Muchos vimos en ese período inicial en el movimiento de los "indignados" una inyección de energía para la democracia española. Pero pronto el movimiento desbordó sus cauces originales, y, expoliado sin duda por grupos extremistas, ha ido adoptando unas consignas tan anacrónicas como la estatización y el dirigismo económico, y la sustitución de la legalidad parlamentaria por la legalidad de la calle y la acampada. Ese camino sólo puede conducir al deterioro y hasta el desplome de lo más precioso que tiene hoy España: la democracia que recuperó luego de cuarenta años de dictadura.
Las elecciones del 20 de noviembre son una magnífica oportunidad para comprobar que la democracia sí funciona y que es el único sistema que permite renovar los gobiernos, las políticas y las leyes de manera civilizada. Para ello hay que confiar en las urnas y no equivocarse a la hora de elegir.
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