miércoles, 14 de septiembre de 2011


Reflexiones sobre una moribunda


Fuente La República
Por Mario Vargas Llosa
Las utopías sociales, esas tentativas –generosas o perversas– de reordenar la sociedad humana de acuerdo a un principio religioso o político, han sembrado la historia de cadáveres. Pese a ello, se han sucedido unas a otras, cada cual más catastrófica que la anterior, de modo que debemos aceptar como un hecho irreversible que los seres humanos necesitamos (y, por tanto, seguiremos buscando) esa sociedad perfecta o mudanza del paraíso a la tierra que cada utopía social se propone realizar.
En el pasado fueron los sarracenos y los cristianos los que combatieron a muerte, entre ellos y dentro de ellos, para purgar al mundo de impíos, infieles, supersticiosos, apóstatas, desviacionistas y bárbaros de toda clase, e imponer una humanidad de fieles purificados y ortodoxos al servicio del verdadero dios y la verdadera religión. Pero las utopías más sanguinarias fueron las del siglo veinte, las ideológicas, que batieron todas las marcas en el número de víctimas y sufrimientos que causaron. El sueño nazi de una humanidad de razas superiores, limpia de judíos, negros, gitanos, de tarados, degenerados, y de pueblos esclavos al servicio del amo ario, provocó el holocausto y una guerra mundial que devastó cinco continentes. La muy generosa utopía comunista de crear una sociedad sin clases y sin explotación del hombre por el hombre no fue menos terrorífica, si se piensa que sólo entre el gulag soviético y la revolución cultural china liquidaron (cálculo conservador) cuarenta millones de personas.
Siempre pensé que la creación de una Europa unida, integrada y sin fronteras, iba a ser la primera tentativa social colectiva que, a diferencia de las otras, no fracasaría y conseguiría su designio de acabar con los nacionalismos que, a lo largo de la historia, enfrentaron en matanzas insensatas a los países y a las culturas que forman el llamado Occidente. Se me objetará que la idea de la Unión Europea no es “utópica”, palabra cargada de irrealidad, sino un proyecto político perfectamente realista y sustentado no en principios religiosos o ideológicos (que son también religiosos aunque pretendan ser laicos) sino en convicciones y conocimientos racionales. Bueno, de acuerdo. En todo caso, se trataba de un proyecto extraordinariamente ambicioso, concebido dentro de la cultura de la libertad, organizado con la flexibilidad y diversidad que garantiza la democracia, y que aseguraría la preservación de las tradiciones, lenguas, usos y costumbres y creencias de todos los países miembros, siempre y cuando, claro está, no trasgredieran las normas esenciales del Estado de Derecho.
Ahora que Europa parece a punto de explotar, conviene tener presente que, con todas las críticas que pueden hacérsele, la Europa a medio hacer que tenemos ha conseguido que el viejo continente viva casi sesenta años ininterrumpidos de paz, pues todos los conflictos bélicos de estas últimas décadas, como el de los Balcanes, ocurrieron siempre fuera de los límites de la Unión. Y que, con todo lo que pueda haber fallado en la construcción de Europa, sus logros han sido también impresionantes. Sólo en el caso de España hay que preguntarse si, sin su incorporación a Europa, la transición española de la dictadura a la libertad y de la pobreza a la prosperidad hubiera tenido lugar con la rapidez y falta de quebrantos políticos con que ocurrió. A pesar de todo ello, la Europa que creíamos unida se resquebraja por todas partes, y muchos europeos se alegran de que así sea pues piensan que el experimento integrador ya fracasó y que será mejor volver a la antigua Europa de las naciones y las fronteras. Eso, hoy día, ya no es una mera hipótesis futurista, es una realidad que puede materializarse pronto, atizada por la terrible crisis económica.
¿Qué falló para que la más generosa e idealista empresa política de nuestro tiempo haya entrado en estado agónico? Se equivocan quienes creen responder a esa pregunta con argumentos técnicos, como que fue una precipitación irresponsable poner al alcance de todos los países miembros a la moneda única, que lo prudente hubiera sido escalonar el ingreso al euro de manera progresiva, abriendo las puertas a los países menos avanzados sólo cuando alcanzaran un coeficiente mínimo de solidez financiera, económica e institucional. Esta explicación confunde el efecto con la causa. Si Europa estuviera de veras unida enfrentaría esta prueba sin poner en entredicho la idea misma de la Unión. Pero, la verdad, este formidable proyecto careció siempre de calor popular,  fue gestado por burocracias, gobiernos e instituciones, sin que echara raíces en los ciudadanos de a pie, que los movilizara y entusiasmara porque veían en él un ideal que, de concretarse, beneficiaría a todo el mundo, estimulando el progreso económico, las libertades públicas, la solidaridad y la justicia.
También faltó lucidez para aplicar en las políticas económicas y sociales ese mismo realismo que llevó a los fundadores de Europa a impulsar la unión. Si hay algo que la crisis presente ha demostrado es que no se puede vivir en la ficción, algo que la literatura permite, pero no la política ni la realidad “municipal y espesa”. Los países europeos han creado admirables sistemas de bienestar con una visión inmediatista, sin preguntarse si sería posible financiarlos en el futuro, y se han resistido a vivir de acuerdo a sus posibilidades reales, endeudándose para ello de una manera irresponsable. Así salvaban el hoy sin importarles que ese mecanismo de evasión implicara a mediano y largo plazo desastres como el que ahora padecemos.
Salir de la crisis va a significar drásticas reformas y enormes sacrificios de los que  las medidas que acaba de tomar el gobierno español de Rodríguez Zapatero son sólo el primer paso. No hay que engañarse: no hay otra solución. El mal está hecho y ahora sólo cabe corregirlo, atacando la raíz. Lo peor es que la situación actual es propicia para que germine la demagogia y la sinrazón del eslogan, el lugar común y el estribillo prevalezca sobre las ideas y el análisis realista. “No hay que rendirse a los mercados” es una frase acomodaticia que circula últimamente por doquier. Tampoco hay que rendirse a la ley de gravedad, por supuesto, y rebelarse contra ella ha dado algunos excelentes poemas. Volver la espalda a los mercados, me temo, no producirá buena literatura, pero sí, es seguro, empeorará la crisis y acabará por destruir todo el progreso económico alcanzado por los países europeos en los últimos años. Eso lo saben todos los políticos, de izquierda y de derecha, pero no se atreven a decirlo, o lo dicen con tantos remilgos que nadie les cree. La excepción son aquellos grupos extremistas, felizmente por ahora todavía marginales, que quisieran resucitar a Lenin o a Mao, y que, sin que se les caiga la cara de vergüenza, dicen que la Cuba de Fidel Castro ha hecho feliz al pueblo cubano.
Si la Unión Europea se desintegra, los países europeos estarán mucho peor de lo que están ahora, todos, los prósperos como Alemania, Francia y los países nórdicos, y los empobrecidos, como Grecia, Irlanda y España. Por eso, una de las razones más poderosas para salvar a la Unión Europea es que ella, unida, enfrentará mejor la crisis y las políticas para salir de ella, que los países librados a su propia suerte. Por eso, en esta hora difícil, acaso la más difícil que Europa haya vivido desde vísperas de la Segunda Guerra Mundial, hay que cerrar filas en defensa de la Unión, y, en vez de asistir indiferentes a su demolición, movilizarse contra ella, conscientes de que quienes quisieran destruirla son los mismos nacionalistas irredentos, encastillados en sus viejos prejuicios, con las mismas orejeras que, en el pasado, les impidieron prever los cataclísmicos efectos que tendrían, para ellos mismos, sus sueños violentistas. Porque en todo nacionalismo, aun en el que de boca para afuera se muestra más circunspecto y tolerante, anida la violencia contra el otro, el diferente, el que no forma parte de la tribu.
La utopía democrática y liberal que gestó la Unión Europea, si no perece en esta crisis, puede acabar con los nacionalismos, que han envenenado la historia moderna, dividiendo a sus pueblos y enfrentándolos en guerras suicidas, demorando su desarrollo y empobreciendo su cultura. Aunque sólo fuera por eso, habría que salvarla. Pero hay muchas razones más para hacerlo. Como que en esta época, de globalización económica, una alianza o federación europea tiene mucho más oportunidades para competir con eficacia en la conquista de mercados –lo único que de verdad crea trabajo y produce riqueza– que un país aislado a los que una crisis como la actual puede reducir de la noche a la mañana a la insolvencia. Y si la Unión Europea sobrevive, tal vez su ejemplo inspire a otras regiones del mundo, como América Latina y el África, donde las divisiones tribales y nacionales han contribuido más que nada a enquistarlas en el subdesarrollo.

Marbella, septiembre de 2011

sábado, 3 de septiembre de 2011


Las caras del Tea Party

TRIBUNA: MARIO VARGAS LLOSA

PIEDRA DE TOQUE. Debajo de su semblante ultraconservador, reaccionario, populista y demagógico, este conglomerado es una manifestación del temor al crecimiento desenfrenado del Estado y de la burocracia

MARIO VARGAS LLOSA 
24/10/2010
Fuente: diario El País de España
Como al Tea Party se le han encimado toda clase de grupos y organizaciones extremistas, desde fanáticos antiabortistas y antigays hasta integristas religiosos que quieren desterrar a Darwin y a la teoría de la evolución de los planes de estudio en las escuelas y reemplazarlos por el creacionismo bíblico, pasando por sectas pintorescas como los enemigos de la masturbación y de las mezclas raciales, y patrioteros de tricornio, bombachas y tambor, se ha difundido la idea, sobre todo fuera de Estados Unidos, de que la democracia norteamericana podría venirse abajo en las elecciones de parlamentarios y gobernadores de noviembre y caer en manos de ultraderechistas y locos furiosos.


Pura paranoia o afloración de deseos reprimidos de los enemigos de Estados Unidos. La aparición del Tea Party, por lo pronto, en estas elecciones parciales le complica más la vida al Partido Republicano que al Partido Demócrata. Aquél, debido a la caída de la popularidad del Gobierno de Obama en razón de la crisis económica, que no da síntomas de amainar, y el 10% de parados de la fuerza laboral, parecía destinado a arrasar en las ánforas. Ahora, debido al trastorno que han creado en su seno el activismo y los éxitos locales del Tea Party en imponer sus candidatos, es seguro que verá reducido su triunfo, por la división del voto republicano y el abstencionismo o fuga al adversario de muchos republicanos a quienes atemoriza la idea que un movimiento tan conservador y radical -y de líderes tan poco sólidos intelectualmente como Sarah Palin o Glenn Beck, la estrella mediática de Fox- vaya a fijar la línea del partido. De modo que el Tea Party tal vez amortigüe algo, o acaso bastante, el voto de castigo al gobierno demócrata.


Por otra parte, el Tea Party no es un partido político y, aunque ha hecho mella entre los afiliados al Partido Republicano y, sobre todo, en los pueblos y provincias alejados de los grandes centros urbanos de Estados Unidos, carece de una organización nacional y del tiempo suficiente para crearla, además de que también conspiran contra ello las divisiones y rivalidades que proliferan en su seno entre, digamos, los más sensatos, los menos sensatos, los payasos y los delirantes (hay todavía subdivisiones más sutiles). Su nacimiento fue espontáneo, una proliferación de grupos que, enarbolando como símbolo el de los colonos de la Revolución independentista que arrojaron al mar los cargamentos de té en rebeldía por el monopolio comercial y los impuestos que imponía Londres, se reunían a protestar por el crecimiento desaforado del Estado que advertían en medidas como la reforma sanitaria y las descomunales ayudas fiscales a los bancos a raíz de la crisis financiera. Lo que parecía poco más que una manifestación intrascendente y pintoresca del folclor político de Estados Unidos creció como la pólvora y saltó de los márgenes a formar parte de la corriente principal del acontecer cívico del país. Mi impresión es que en estas elecciones obtendrá menos victorias de las que se teme y que, probablemente, por su falta de cohesión interna, a todas las rémoras que ha parasitado y a su enclenque espinazo y liderazgo, se irá deshilachando y acaso desaparecerá. Sin embargo, algo importante quedará de él y será absorbido por los grandes partidos y el quehacer político en esta sociedad, una de las más permeables y capaces de recrearse que conozco.


Porque, por debajo de su semblante ultraconservador, reaccionario, populista y demagógico, y de los disparates que pueden proclamar algunos de sus dirigentes, como quienes aseguran que el presidente Obama es un musulmán emboscado que quiere el socialismo para Estados Unidos o los exabruptos de la señora Christine O'Donnell, candidata por Delaware, antigua practicante de la brujería que ha acusado a los homosexuales de haber creado el sida, hay en la entraña de este movimiento algo sano, realista, democrático y profundamente libertario. El temor al crecimiento desenfrenado del Estado y de la burocracia, cuyos tentáculos se infiltran cada vez más en la vida privada de los ciudadanos, recortando y asfixiando su libertad y sus iniciativas; la apropiación por parte del sector público de funciones o servicios que la sociedad civil podría asumir con más eficacia y menos derroche de recursos; la creación de sistemas llamativos de asistencia social que sólo podrán financiarse con subidas sistemáticas de impuestos, lo que se traducirá en caídas de los niveles de vida de las clases medias y populares.


Estos temores no son gratuitos, responden a una realidad de nuestro tiempo y se originan en problemas que se viven por igual en el Primer y el Tercer Mundo. Pero en Estados Unidos tienen una resonancia particular, pues tocan un nervio siempre vivo en un país donde el individualismo no tuvo jamás la mala prensa que tiene en Europa, en la que las doctrinas colectivistas han echado hondas raíces en su historia moderna. A Estados Unidos llegaron los peregrinos europeos en busca de libertad, para practicar su religión, que no era la oficial, para defender el derecho del individuo a gozar de independencia, de elegir su vida sin otra limitación que el respeto de las formas de vida de los otros. En la tradición americana más acendrada no es el Estado sino el ciudadano el responsable primero de su fracaso o de su éxito. Aquél no debe interferir en la vida de éste sino garantizar igualdad de oportunidades, que se cumplan las leyes equitativas y justas que dan los representantes elegidos en comicios libérrimos. Durante mucho tiempo este designio ideal fue más o menos respetado y funcionó, con el extraordinario desarrollo y prosperidad del país como resultado.


En ese modelo había algo de irrealidad y muchas imperfecciones, sin duda, pero dio al grueso de la sociedad norteamericana unos niveles de vida muy por encima del resto del mundo durante mucho tiempo. Luego, en razón de las guerras, de las desigualdades económicas que multiplicó, de la acción política reformista, fue siendo enmendado, en muchas cosas para mejorarlo, pero en otras para empeorarlo. Y entre estas últimas, sin duda, figura esa elefantiásica inflación burocrática que, casi tanto como en Europa, ha ido reduciendo el espacio de libertad y de autonomía del individuo, con el consiguiente encogimiento de la sociedad civil y, por lo tanto, de la responsabilidad del ciudadano frente a sí mismo, su familia y el conjunto social. En la sociedad moderna, donde el Estado es Dios, el individuo es cada vez menos responsable, porque la realidad apenas le permite serlo, lo empuja cada días más a ser un mero dependiente del Estado. Para casi todo: estudiar, curarse, obtener un trabajo, disfrutar de un seguro, participar y disfrutar de la vida cultural, jubilarse, cuenta con el Estado. La idea de que ése es el destino final de la evolución que viene siguiendo la realidad de su país es simplemente intolerable para un sector importante de Estados Unidos, donde la idea del individuo soberano que no debe dejarse arrollar ni instrumentalizar por el Estado, siempre un peligro latente para su libertad, es ingrediente esencial de su historia.


Ese es un sentimiento justo y que merece ser incorporado a la agenda política pues apunta a problemas reales que enfrenta la cultura democrática. Si el Estado no se descentraliza y adelgaza, si no devuelve a la sociedad civil, a los particulares, las muchas iniciativas y servicios que les ha ido arrebatando, el resultado final será el envilecimiento de la democracia, su conversión en una mera apariencia en la que el individuo ha dejado de ser libre y se ha convertido en un autómata, manipulado por burócratas invisibles y todopoderosos que, desde la sombra de sus despachos, toman todas las decisiones importantes que conciernen a su destino. No es verdad que sólo el Estado puede ejercitar la solidaridad con el débil, la ayuda al que no puede valerse por sí mismo, responsabilizarse de la cultura, la salud, el trabajo de los ciudadanos. En muchísimos casos, éstos lo hacen mejor y gastando menos que los burócratas. En el de la cultura, por ejemplo, aquí, en Estados Unidos, en gran parte, los magníficos museos, las óperas y conciertos, la danza, las grandes exposiciones, las bibliotecas públicas, son financiadas principalmente por la sociedad civil. Es verdad que hay incentivos tributarios que alientan esta generosidad, pero la razón principal es una tradición cultural, no desaparecida del todo, que induce a los ciudadanos a actuar, tomar iniciativas en invertir su dinero en aquello que creen justo y necesario. A diferencia de los otros, este mensaje del Tea Party merece ser tenido en cuenta.

© Mario Vargas Llosa, 2010.© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2010.