domingo, 30 de enero de 2011


Vargas Llosa y el Aborto


16 de Octubre, 1998 - Caretas N° 1538

Por MARIO VARGAS LLOSA
El 'Nasciturus'


EL Congreso de los Diputados, en España, ha rechazado por un voto una ampliación de la ley del aborto que hubiera añadido, a las tres causales ya legitimadas para la interrupción del embarazo (violación, malformación del feto o peligro para la salud de la madre) un cuarto supuesto, social o psicológico, semejante al que, con excepción de Irlanda y Portugal, admiten todos los países de la Unión Europea, cuyas legislaciones, con variantes mínimas, permiten el aborto voluntario dentro de los tres primeros meses de gestación.

El resultado de la votación fue una gran victoria de la Iglesia Católica, que se movilizó en todos los frentes para impedir la aprobación de esta ley. Hubo un tremebundo documento de la Conferencia Episcopal titulado `Licencia aún más amplia para matar a los hijos' que fue leído por veinte mil párrocos durante la misa, rogativas, procesiones, mítines y lluvia de cartas y llamadas a los parlamentarios (campaña que resultó eficaz, pues cuatro de ellos, cediendo a la presión, cambiaron su voto). Muchos intelectuales católicos, encabezados por Julián Marías -para quien la aceptación social del aborto es una de las peores tragedias de este siglo-, intervinieron en el debate, reiterando la tesis vaticana según la cual el aborto es un crimen perpetrado contra un ser indefenso, y, por lo mismo, una salvajada intolerable no sólo desde el punto de vista de la fe, también de la moral, la civilización y los derechos humanos.

Está dentro de los usos de la democracia que los ciudadanos se alisten en acciones cívicas en defensa de sus convicciones, y es natural que los católicos españoles lo hayan hecho con tanta beligerancia, en un tema que afecta sus creencias de manera tan íntima. En cambio, quienes estaban a favor del cuarto supuesto -en teoría, la mitad de la ciudadanía- permanecieron callados o se manifestaron con extraordinaria timidez en el debate, trasluciendo de este modo una inconsciente incomodidad. También es natural que sea así. Ocurre que el aborto no es una acción que entusiasme ni satisfaga a nadie, empezando por las mujeres que se ven obligadas a recurrir a él. Para ellas, y para todos quienes creemos que su despenalización es justa, y que han hecho bien las democracias occidentales -del Reino Unido a Italia, de Francia a Suecia, de Alemania a Holanda, de Estados Unidos a Suiza- en reconocerlo así, se trata de un recurso extremo e ingrato, al que hay que resignarse como a un mal menor.

La falacia mayor de los argumentos antiabortistas, es que se esgrimen como si el aborto no existiera y sólo fuera a existir a partir del momento en que la ley lo apruebe. Confunden despenalización con incitación o promoción del aborto y, por eso, lucen esa excelente buena conciencia de "defensores del derecho a la vida". La realidad, sin embargo, es que el aborto existe desde tiempos inmemoriales, tanto en los países que lo admiten como en los que lo prohíben, y que va a seguir practicándose de todas maneras, con total prescindencia de que la ley lo tolere o no. Despenalizar el aborto significa, simplemente, permitir que las mujeres que no pueden o no quieren dar a luz, puedan interrumpir su embarazo dentro de ciertas condiciones elementales de seguridad y según ciertos requisitos, o lo hagan, como ocurre en todos los países del mundo que penalizan el aborto, de manera informal, precaria, riesgosa para su salud y, además, puedan ser incriminadas por ello.

Significa, también, reducir la discriminación que, de hecho, existe en este dominio. Donde está prohibido el aborto, la prohibición sólo tiene algún efecto en las mujeres pobres. Las otras, lo tienen a su alcance cuantas veces lo requieran, pagando las clínicas y los médicos privados que lo practican con la discreción debida, o viajando al extranjero. Las mujeres de escasos recursos, en cambio, se ven obligadas a recurrir a las aborteras y curanderos clandestinos, que las explotan, malogran, y a veces las matan.

Es absolutamente ocioso discutir sobre si el nasciturus, el embrión de pocas semanas, debe ser considerado un ser humano -dotado de un alma, según los creyentes- o sólo un proyecto de vida, porque no hay modo alguno de zanjar objetivamente la cuestión. Esto no es algo que puede determinar la ciencia; o, mejor dicho, los científicos sólo pueden pronunciarse en un sentido o en otro no en nombre de su ciencia, sino de sus creencias y principios, igual que los legos. Desde luego que es respetabilísima la convicción de quienes sostienen, guiados por su fe, que el nasciturus es ya un ser humano imbuido de derechos, cuya existencia debe ser respetada. Y también lo es que, coherentes con sus principios, los publiciten y traten de ganar adeptos para su causa.

Sería un atropello intolerable que, por una medida de fuerza, como ocurrió en la India de Indira Ghandi, o como ocurre todavía en China, una madre sea obligada a abortar. Pero ¿no lo es, igualmente, que sea obligada a tener los hijos que no quiere o no puede tener, en razón de creencias que no son las suyas, o que, siéndolo, impelida por las circunstancias, se ve inducida a transgredir? Ésta es una delicada materia, que tiene que ver con el meollo mismo de la cultura democrática.

La clave del problema está en los derechos de la mujer, en aceptar si, entre estos derechos, figura el de decidir si quiere tener un hijo o no, o si esta decisión debe ser tomada, en vez de ella, por la autoridad política. En las democracias avanzadas, y en función del desarrollo de los movimientos feministas, se ha ido abriendo camino, no sin enormes dificultades y luego de ardorosos debates, la conciencia de que a quien corresponde decidirlo es a quien vive el problema en la entraña misma de su ser, que es, además, quien sobrelleva las consecuencias de lo que decida. No se trata de una decisión ligera, sino difícil y a menudo traumática. Un inmenso número de mujeres se ven empujadas a abortar por ese cuarto supuesto, precisamente: unas condiciones de vida en las que traer una nueva boca al hogar significa condenar al nuevo ser a una existencia indigna, a una muerte en vida. Como esto es algo que sólo la propia madre puede evaluar con pleno conocimiento de causa, es coherente que sea ella quien decida. Los gobiernos pueden aconsejarla y fijarle ciertos límites -de ahí los plazos máximos para practicar el aborto, que van desde las 12 hasta las 24 semanas (en Holanda) y la obligación de un período de reflexión entre la decisión y el acto mismo-, pero no sustituirla en la trascendental elección. Ésta es una política razonable que, tarde o temprano, terminará sin duda por imponerse en España y en América Latina, a medida que avance la democratización y la secularización de la sociedad (ambas son inseparables).

Ahora bien, que la despenalización del aborto sea una manera de atenuar un gravísimo problema, no significa que no puedan ser combatidas con eficacia las circunstancias que lo engendran. Una manera importantísima de hacerlo es, desde luego, mediante la educación sexual, en la escuela y en la familia, de manera que mujer alguna quede embarazada por ignorancia o por no tener a su alcance un anticonceptivo. Uno de los mayores obstáculos para la educación sexual y las políticas de control de la natalidad ha sido también la Iglesia Católica, que, hasta ahora, con algunas escasas voces discordantes en su seno, sólo acepta la prevención del embarazo mediante el llamado "método natural", y que, en los países donde tiene gran influencia política -muchos todavía, en América Latina- combate con energía toda campaña pública encaminada a popularizar el uso de condones y píldoras anticonceptivas.

Se impone una última reflexión, a partir de lo anterior, sobre este delicado tema: las relaciones entre la Iglesia Católica y la democracia. Aquélla no es una institución democrática, como no lo es, ni podría serlo, religión alguna (con la excepción del budismo, tal vez, que es una filosofía más que una religión). Las verdades que ella defiende son absolutas, pues le vienen de Dios, y la trascendencia y sus valores morales no pueden ser objeto de transacciones ni de concesiones respecto a valores y verdades opuestos. Ahora bien: mientras predique y promueva sus ideas y sus creencias lejos del poder político, en una sociedad regida por un Estado laico, en competencia con otras religiones y con un pensamiento a-religioso o anti-religioso, la Iglesia Católica se aviene perfectamente con el sistema democrático y le presta un gran servicio, suministrando a muchos ciudadanos esa dimensión espiritual y ese orden moral que, para un gran número de seres humanos, sólo son concebibles por mediación de la fe. Y no hay democracia sólida, estable, sin una intensa vida espiritual en su seno.

Pero si ese difícil equilibrio entre el Estado laico y la Iglesia se altera y ésta impregna aquél, o, peor todavía, lo captura, la democracia está amenazada, a corto o mediano plazo, en uno de sus atributos esenciales: el pluralismo, la coexistencia en la diversidad, el derecho a la diferencia y a la disidencia. A estas alturas de la historia, es improbable que vuelvan a erigirse los patíbulos de la Inquisición, donde se achicharraron tantos impíos enemigos de la única verdad tolerada. Pero, sin llegar, claro está, a los extremos talibanes, es seguro que la mujer retrocedería del lugar que ha conquistado en las sociedades libres a ese segundo plano, de apéndice, de hija de Eva, en que la Iglesia, institución machista si las hay, la ha tenido siempre confinada.
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© Mario Vargas Llosa. 1998.
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País Internacional, S.A. 1998.

sábado, 29 de enero de 2011


Vargas Llosa y la guerra contra el narcotráfico

El Otro Estado

La experiencia de México lo confirma: no es posible derrotar militarmente al narcotráfico. Habrá cultivo y tráfico de drogas mientras haya consumo. La despenalización es el único remedio.

Por Mario Vargas Llosa
Fuente: diario El País de España
10 de enero de 2010
Hace algún tiempo escuché al presidente de México, Felipe Calderón, explicar a un grupo reducido de personas, qué lo llevó hace tres años a declarar la guerra total al narcotráfico, involucrando en ella al Ejército. Esta guerra, feroz, ha dejado ya más de quince mil muertos, incontables heridos y daños materiales enormes.
El panorama que el presidente Calderón trazó era espeluznante. Los cárteles se habían infiltrado como una hidra en todos los organismos del Estado y los sofocaban, corrompían, paralizaban o los ponían a su servicio. Contaban para ello con una formidable maquinaria económica, que les permitía pagar a funcionarios, policías y políticos mejores salarios que la administración pública, y una infraestructura de terror capaz de liquidar a cualquiera, no importa cuán protegido estuviera. Dio algunos ejemplos de casos donde se comprobó que los candidatos finalistas de concursos para proveer vacantes en cargos oficiales importantes relativos a la Seguridad habían sido previamente seleccionados por la mafia.
La conclusión era simple: si el gobierno no actuaba de inmediato y con la máxima energía, México corría el riesgo de convertirse en poco tiempo en un narco-estado. La decisión de incorporar al Ejército, explicó, no fue fácil, pero no había alternativa: era un cuerpo preparado para pelear y relativamente intocado por el largo brazo corruptor de los cárteles.
¿Esperaba el presidente Calderón una reacción tan brutal de las mafias? ¿Sospechaba que el narcotráfico estuviera equipado con un armamento tan mortífero y un sistema de comunicaciones tan avanzado que le permitiera contraatacar con tanta eficacia a las Fuerzas Armadas? Respondió que nadie podía haber previsto semejante desarrollo de la capacidad bélica de los narcos. Éstos iban siendo golpeados, pero, había que aceptarlo, la guerra duraría y en el camino quedarían por desgracia muchas víctimas.
Esta política de Felipe Calderón que, al comienzo, fue popular, ha ido perdiendo respaldo a medida que las ciudades mexicanas se llenaban de muertos y heridos y la violencia alcanzaba indescriptibles manifestaciones de horror. Desde entonces, las críticas han aumentado y las encuestas de opinión indican que ahora una mayoría de mexicanos es pesimista sobre el desenlace y condena esta guerra.
Los argumentos de los críticos son, principalmente, los siguientes: no se declaran guerras que no se pueden ganar. El resultado de movilizar al Ejército en un tipo de contienda para la que no ha sido preparado tendrá el efecto perverso de contaminar a las Fuerzas Armadas con la corrupción y dará a los cárteles la posibilidad de instrumentalizar también a los militares para sus fines. Al narcotráfico no se le debe enfrentar de manera abierta y a plena luz, como a un país enemigo: hay que combatirlo como él actúa, en las sombras, con cuerpos de seguridad sigilosos y especializados, lo que es tarea policial.
Muchos de estos críticos no dicen lo que de veras piensan, porque se trata de algo indecible: que es absurdo declarar una guerra que los cárteles de la droga ya ganaron. Que ellos están aquí para quedarse. Que, no importa cuántos capos y forajidos caigan muertos o presos ni cuántos alijos de cocaína se capturen, la situación sólo empeorará. A los narcos caídos los reemplazarán otros, más jóvenes, más poderosos, mejor armados, más numerosos, que mantendrán operativa una industria que no ha hecho más que extenderse por el mundo desde hace décadas, sin que los reveses que recibe la hieran de manera significativa.
Esta verdad vale no sólo para México sino para buena parte de los países latinoamericanos. En algunos, como en Colombia, Bolivia y Perú, avanza a ojos vista y en otros, como Chile y Uruguay, de manera más lenta. Pero se trata de un proceso irresistible que, pese a las vertiginosas sumas de recursos y esfuerzos que se invierten en combatirlo, sigue allí, vigoroso, adaptándose a las nuevas circunstancias, sorteando los obstáculos que se le oponen con una rapidez notable, y sirviéndose de las nuevas tecnologías y de la globalización como lo hacen las más desarrolladas transnacionales del mundo.
El problema no es policial sino económico. Hay un mercado para las drogas que crece de manera imparable, tanto en los países desarrollados como en los subdesarrollados, y la industria del narcotráfico lo alimenta porque le rinde pingües ganancias. Las victorias que la lucha contra las drogas pueden mostrar son insignificantes comparadas con el número de consumidores en los cinco continentes. Y afecta a todas las clases sociales. Los efectos son tan dañinos en la salud como en las instituciones. Y a las democracias del Tercer Mundo, como un cáncer, las va minando.
¿No hay, pues, solución? ¿Estamos condenados a vivir más tarde o más temprano, con narco-Estados como el que ha querido impedir el presidente Felipe Calderón? La hay. Consiste en descriminalizar el consumo de drogas mediante un acuerdo de países consumidores y países productores, tal como vienen sosteniendo The Economist y buen número de juristas, profesores, sociólogos y científicos en muchos países del mundo sin ser escuchados. En febrero de 2009, una Comisión sobre Drogas y Democracia creada por tres ex-presidentes, Fernando Henrique Cardoso, César Gaviria y Ernesto Zedillo, propuso la descriminalización de la marihuana y una política que privilegie la prevención sobre la represión. Éstos son indicios alentadores.
La legalización entraña peligros, desde luego. Y, por eso, debe ser acompañada de un redireccionamiento de las enormes sumas que hoy día se invierten en la represión, destinándolas a campañas educativas y políticas de rehabilitación e información como las que, en lo relativo al tabaco, han dado tan buenos resultados.
El argumento según el cual la legalización atizaría el consumo como un incendio, sobre todo entre los jóvenes y niños, es válido, sin duda. Pero lo probable es que se trate de un fenómeno pasajero y contenible si se lo contrarresta con campañas efectivas de prevención. De hecho, en países como Holanda, donde se han dado pasos permisivos en el consumo de las drogas, el incremento ha sido fugaz y luego de un cierto tiempo se ha estabilizado. En Portugal, según un estudio del CATO Institute, el consumo disminuyó después que se descriminalizara la posesión de drogas para uso personal.
¿Por qué los gobiernos, que día a día comprueban lo costosa e inútil que es la política represiva, se niegan a considerar la descriminalización y a hacer estudios con participación de científicos, trabajadores sociales, jueces y agencias especializadas sobre los logros y consecuencias que ella traería? Porque, como lo explicó hace veinte años Milton Friedman, quien se adelantó a advertir la magnitud que alcanzaría el problema si no se lo resolvía a tiempo y a sugerir la legalización, intereses poderosos lo impiden. No sólo quienes se oponen a ella por razones de principio. El obstáculo mayor son los organismos y personas que viven de la represión de las drogas, y que, como es natural, defienden con uñas y dientes su fuente de trabajo. No son razones éticas, religiosas o políticas, sino el crudo interés el obstáculo mayor para acabar con la arrolladora criminalidad asociada al narcotráfico, la mayor amenaza para la democracia en América Latina, más aún que el populismo autoritario de Hugo Chávez y sus satélites.
Lo que ocurre en México es trágico y anuncia lo que empezarán a vivir tarde o temprano los países que se empeñen en librar una guerra ya perdida contra ese otro Estado que ha ido surgiendo delante de nuestras narices sin que quisiéramos verlo.
© Mario Vargas Llosa, 2010. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2010.


Una Muerte Tan Dulce

Mario y la eutanasia
Por MARIO VARGAS LLOSA
Caretas 

29 de Abril, 1999 - N° 1565




De los cuatro procesos en los que fue absuelto, el Dr. Jack Kevorkian, de setenta años de edad, y que, según confesión propia, ha ayudado a morir a 130 enfermos terminales, ha sido condenado en su quinto proceso, por un tribunal del Estado norteamericano donde nació (Michigan), a una pena de entre 10 y 25 años de prisión. En señal de protesta, el Doctor Muerte, como lo bautizó la prensa, se ha declarado en huelga de hambre. Por una curiosa coincidencia, el mismo día que el Dr. Kevorkian dejaba de comer, el Estado de Michigan prohibía que las autoridades carcelarias alimentaran a la fuerza a los reclusos en huelga de hambre: deberán limitarse a explicar por escrito al huelguista las posibles consecuencias mortales de su decisión. Con impecable lógica, los abogados de Kevorkian preguntan si esta política oficial del Estado con los huelguistas de hambre no equivale a "asistir a los suicidas", es decir a practicar el delito por el que el célebre doctor se halla entre rejas.

Aunque había algo tétrico y macabro en sus apariciones televisivas, en su falta de humor, en su temática unidimensional, Jack Kevorkian es un auténtico héroe de nuestro tiempo, porque su cruzada a favor de la eutanasia ha contribuido a que este tema tabú salga de las catacumbas, salte a la luz pública y sea discutido en todo el mundo. Su `cruzada', como él la llamó, ha servido para que mucha gente abra los ojos sobre una monstruosa injusticia: que enfermos incurables, sometidos a padecimientos indecibles, que quisieran poner fin a la pesadilla que es su vida, sean obligados a seguir sufriendo por una legalidad que proclama una universal "obligación de vivir". Se trata, por supuesto, de un atropello intolerable a la soberanía individual y una intrusión del Estado reñida con un derecho humano básico. Decidir si uno quiere o no vivir (el problema primordial de la filosofía, escribió Camus en El mito de Sísifo) es algo absolutamente personal, una elección donde la libertad del individuo debería poder ejercitarse sin coerciones y ser rigurosamente respetada, un acto, por lo demás, cuyas consecuencias sólo atañen a quien lo ejecuta.



De hecho ocurre así, cuando quienes toman la decisión de poner fin a sus vidas son personas que pueden valerse por sí mismas y no necesitan ser "asistidas". Esto es, quizás, lo más lamentable de la maraña de hipocresías, paradojas y prejuicios que rodean al debate sobre la eutanasia. La prohibición legal de matarse no ha impedido a un solo suicida dispararse un pistoletazo, tomar estricnina o lanzarse al vacío cuando llegó a la conclusión de que no valía la pena continuar viviendo. Y ningún suicida frustrado ha ido a la cárcel por transgredir la ley que obliga a los seres humanos a vivir. Sólo quienes no están en condiciones físicas de poder llevar a cabo su voluntad de morir -pacientes terminales reducidos a grados extremos de invalidez-, es decir a quienes más tormento físico y anímico acarrea la norma legal, se ven condenados a acatar la prohibición burocrática de morir por mano propia. Contra esta crueldad estúpida combatía desde hace tres décadas el Dr. Jack Kevorkian, a sabiendas de que tarde o temprano sería derrotado. Pero, incluso desde detrás de los barrotes, su caso sirve para demostrar que, en ciertos temas, como el de la eutanasia, la civilización occidental arrastra todavía -la culpa es de la religión, sempiterna adversaria de la libertad humana- un considerable lastre de barbarie. Porque no es menos inhumano privar de la muerte a quien lúcidamente la reclama ya que la vida se le ha vuelto un suplicio, que arrebatar la existencia a quien quiere vivir.

Sin embargo, pese a la ciudadela de incomprensión y de ceguera que reina todavía en torno a la eutanasia, algunos pasos se van dando en la buena dirección. Igual que en lo tocante a las drogas, los homosexuales o la integración social y política de las minorías inmigrantes, Holanda es el ejemplo más dinámico de una democracia liberal: un país que experimenta, renueva, ensaya nuevas fórmulas, y no teme jugar a fondo, en todos los órdenes sociales y culturales, la carta de la libertad.

Tengo siempre muy vivo en la memoria un documental televisivo holandés, que vi hace dos años, en Montecarlo, donde era jurado de un concurso de televisión. Fue, de lejos, la obra que más nos impresionó, pero como el tema del documental hería frontalmente las convicciones religiosas de algunos de mis colegas, no se pudo premiarlo, sólo mencionarlo en el fallo final como un notable documento en el controvertido debate sobre la eutanasia.

Los personajes no eran actores, encarnaban sus propios roles. Al principio, un antiguo marino, que había administrado luego un pequeño bar en Amsterdam y vivía solo con su esposa, visitaba a su médico para comunicarle que, dado el incremento continuo de los dolores que padecía -debido a una enfermedad degenerativa incurable- había decidido acelerar su muerte. Venía a pedirle ayuda. ¿Podía prestársela? La película seguía con meticuloso detallismo todo el proceso que la legislación exigía para aquella muerte asistida. Informar a las autoridades del Ministerio de Salud de la decisión, someterse a un examen médico de otros facultativos que confirmara el diagnóstico de paciente terminal, y refrendar ante un funcionario de aquella entidad, que verificaba el buen estado de sus facultades mentales, su voluntad de morir. La muerte tiene lugar, al final, bajo la cámara filmadora, en la casa del enfermo, rodeado de su mujer y del médico que le administra la inyección letal. Durante el proceso, en todo momento, aún instantes previos al suicidio, el paciente se halla informado por su médico respecto a los avances de su enfermedad y consultado una y otra vez sobre la firmeza de su decisión. En el momento de mayor dramatismo del documental, el médico, al ponerle la última inyección, advierte al paciente que, si antes de perder el sentido, se arrepentía, podía indicárselo con el simple movimiento de un dedo, para suspender él la operación e intentar reanimarlo.

Como este documental, que se ha difundido en algunos países europeos y prohibido en muchos más, provocando ruidosas polémicas, fue filmado con el consentimiento de los personajes y es promovido por las asociaciones que defienden la eutanasia, se lo ha acusado de `propagandístico', algo que sin duda es. Pero ello no le resta autenticidad ni poder de persuasión. Su gran mérito es mostrar cómo una sociedad civilizada puede ayudar a dar el paso definitivo a quien, por razones físicas y morales, ve en la muerte una forma de liberación, tomando al mismo tiempo todas las precauciones debidas para asegurarse de que ésta es una decisión genuina, tomada en perfecto estado de lucidez, con conocimiento de causa cabal de lo que ella significa. Y procurando aliviar, con ayuda de la ciencia, los traumas y desgarros del tránsito.

El horror a la muerte está profundamente anclado en la cultura occidental, debido sobre todo a la idea cristiana de la trascendencia y del castigo eterno que amenaza al pecador. A diferencia de lo que ocurre en ciertas culturas asiáticas, impregnadas por el budismo por ejemplo, donde la muerte aparece como una continuación de la vida, como una reencarnación en la que el ser cambia y se renueva pero no deja nunca de existir, la muerte, en Occidente, significa la pérdida absoluta de la vida -la única vida comprobable y vivible a través del propio yo-, y su sustitución por una vaga, incierta, inmaterial vida de un alma cuya naturaleza e identidad resultan siempre escurridizas e inapresables para las facultades terrenales del más convencido creyente de la trascendencia. Por eso, la decisión de poner fin a la vida es la más grave y tremenda que puede tomar un ser humano. Muchas veces se adopta en un arrebato de irracionalidad, de confusión o desvarío, y no es entonces propiamente una elección, sino, en cierta forma, un accidente. Pero ése no es nunca el caso de un enfermo terminal, quien, precisamente por el estado de indefensión extrema en que se halla y la impotencia física en que su condición lo ha puesto, tiene tiempo, perspectiva y circunstancias sobradas para decidir con serenidad, sopesando su decisión, y no de manera irreflexiva. Para esos 130 desdichados que, violando la ley, ayudó a morir, el Dr. Jack Kevorkian no fue el ángel de la muerte, sino el de la compasión y la paz.
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© Mario Vargas Llosa, 1999.
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1999.




jueves, 27 de enero de 2011


El matrimonio gay

MARIO VARGAS LLOSA 
26/06/2005
Fuente: diario El País de España
Luego de Holanda y Bélgica, España será en estos días el tercer país en el mundo que habrá legalizado el matrimonio entre personas del mismo sexo, con todos los deberes y derechos incluidos, entre ellos el de poder adoptar niños. Es un extraordinario paso adelante en el campo de los derechos humanos y la cultura de la libertad que muestra, de manera espectacular, cuánto y qué rápido se ha modernizado esta sociedad donde, recordemos, hace unos cuantos siglos los homosexuales eran quemados en las plazas públicas y donde, todavía en los tiempos de la dictadura de Franco, la homosexualidad era considerada un delito y reprimida como tal.
Esta medida es un acto de justicia, que reconoce el derecho de los ciudadanos a elegir su opción sexual en ejercicio de su soberanía, sin ser discriminados ni disminuidos por ello, y que reconoce a las parejas homosexuales el mismo derecho de unirse y formar una familia y tener descendencia que las leyes reconocen a las parejas heterosexuales. Aunque esta medida constituye un desagravio a una minoría sexual que a lo largo de la historia ha sido objeto de persecuciones y marginaciones de todo orden, obligando, a quienes la conformaban, a vivir poco menos que en la clandestinidad y en el permanente temor al descrédito y al escándalo, ella no bastará para cancelar de una vez por todas los prejuicios y falacias que demonizan al homosexual, pero, sin la menor duda, constituye un gran avance hacia la lenta, irreversible aceptación por el conjunto de la sociedad -por la gran mayoría, al menos- de la homosexualidad como una manifestación perfectamente natural y legítima de la diversidad humana.
La ley, como era lógico que ocurriera, ha tenido adversarios encarnizados y ha generado movilizaciones diversas, entre ellas, en Madrid, una multitudinaria manifestación, convocada por distintas asociaciones católicas, respaldada por la jerarquía de la Iglesia, a la que asistieron dieciocho obispos y a la que dio su respaldo el Partido Popular, el principal partido de la oposición al Gobierno de Rodríguez Zapatero. Pero todas las encuestas son inequívocas: casi dos terceras partes de los españoles aprueban el matrimonio gay, y, aunque esta aprobación disminuye algo en las adopciones de niños por las parejas homosexuales, también este aspecto de la ley es convalidada por una mayoría. Buen indicio de que la democracia ha echado raíces en España y de que, por más denostada que esté de la boca para afuera, la cultura liberal va impregnando poco a poco a la sociedad española.
Los argumentos contra el matrimonio gay no resisten el menor análisis racional y se deshacen como telarañas cuando se los examina de cerca. Uno de los más utilizados ha sido el de que, con esta medida, se da un golpe de muerte a la familia. ¿Por qué? ¿De qué manera? ¿No podrán seguir casándose y teniendo hijos todas las parejas heterosexuales que quieran hacerlo? ¿Alguien, con motivo de esta nueva ley, va a forzar a alguien a no casarse o a casarse de manera distinta a la tradicional? Por el contrario, la ley, al permitir a las parejas gays contraer matrimonio y adoptar niños, va a inyectar una nueva vitalidad a una institución, la familia, que -¿alguien no lo ha advertido todavía?- padece desde hace ya un buen tiempo una profunda crisis en la sociedad occidental, al extremo de que, contabilizando el número de divorcios que crece cada año y la multiplicación de parejas de hecho que rehúsan resueltamente pasar por el altar o por el registro civil, hay quienes le auguran una obsolescencia irremediable. La paradoja es que, probablemente, sólo entre los homosexuales, que, como todas las minorías perseguidas desean ardientemente salir del gueto en que la sociedad los ha confinado, despierta la familia esa ilusión y ese respeto que en un número muy grande de heterosexuales, sobre todo entre los jóvenes, parece haber perdido. Por eso, no hay ninguna ironía en decir -yo lo creo firmemente- que es muy posible que, dentro de veinte o treinta años, las familias más estables las descubran las estadísticas entre los matrimonios gays.
Un prejuicio idéntico sostiene que los niños adoptados por parejas homosexuales sufrirán y tendrán una formación deficiente y anómala, ya que un niño para ser "normal" necesita un padre y una madre, no dos padres o dos madres. A esta afirmación dogmática y sin el menor sustento psicológico, ha respondido Edurne Uriarte de manera inmejorable: un niño lo que necesita es amor, no abstracciones. También padecen de una ceguera contumaz quienes no se han enterado de que, entre las parejas heterosexuales, cada día se descubren casos atroces de violencias ejercidas contra los niños, y, entre ellas, sinnúmero de abusos sexuales. Que los padres sean hetero u homosexuales no presupone de por sí nada; cada pareja es única y puede ser admirable o tiránica, amorosa o cruel en lo que concierne a la educación de sus hijos. Y también en este campo cabe suponer que entre quienes han luchado tanto por poder adoptar niños, ahora que lo han adquirido, asumirán este derecho con ilusión y responsabilidad.
En verdad, detrás de todos estos argumentos no hay razones, sino prejuicios inveterados, una repugnancia instintiva hacia quienes practican el amor de una manera que siglos de ignorancia, estupidez, oscurantismo dogmático y retorcidos fantasmas del inconsciente, han satanizado llamándolo "anormal". En verdad, la ciencia -la biología, la antropología, la psicología, la historia, sobre todo- ha puesto las cosas en su sitio ya hace tiempo y establecido que hablar de "anormalidad" en el dominio de la vocación sexual de los seres humanos es riesgoso y alienante. Salvo casos extremos, que entrañan criminalidad, y que de ninguna manera se pueden identificar con una opción sexual específica, en el universo del sexo hay variedades, una constelación de vocaciones y predisposiciones de las que de ninguna manera da cuenta cabal la demarcación entre heterosexualidad y homosexualidad, pues se refracta y multiplica en el seno de cada una de estas grandes opciones, como ocurre en tantos otros campos de la personalidad individual: las aptitudes, las preferencias, los gustos, las incompatibilidades, las facultades físicas e intelectuales, etcétera.
El Gobierno que ha dado esta ley en España es socialista y hay que reconocerle todo el mérito que ello tiene. Pero, para evitar confusiones, conviene recordar que se trata de una medida de profunda entraña democrática y liberal, y nada socialista. El socialismo ha sido a lo largo de toda su historia, en materia sexual, tan puritano y prejuicioso como la Iglesia católica. Si de él hubiera dependido, la gazmoñería y la pudibundez hubieran dictado la norma aceptable en materia de costumbres sexuales y ésta se hubiera impuesto a la sociedad por la fuerza. Por eso, en las sociedades comunistas, la discriminación y persecución del homosexual fue, en ciertos periodos, tan feroz como en la Alemania nazi, donde en las cámaras de la muerte de los campos de concentración perecieron muchos millares de homosexuales. También en el Gulag soviético padecieron y murieron gran número de seres humanos cuyo único delito era practicar una opción sexual que la "ciencia comunista" del temible Pavlov consideraba una perversión "urbano-burguesa". Carlos Franqui cuenta en alguna parte que, cuando él, como director del diario Revolución, asistía a los consejos de ministros de Cuba, a principio de los años sesenta, Fidel y sus lugartenientes preguntaron a los "países hermanos" qué política aconsejaban para enfrentar "el problema homosexual". La respuesta de la China Popular de Mao Tse Tung fue la más meridiana: "Ya no tenemos ese problema. Los fusilamos a todos". Sin llegar a esos extremos, Fidel creó las UMAP (Unidades Movilizables de Apoyo a la Producción), es decir, campos de concentración donde eran acarreados homosexuales de ambos sexos junto con criminales comunes y disidentes políticos.
Han sido las sociedades democráticas, impregnadas de cultura liberal, como los países escandinavos y los Estados Unidos, donde se ganaron las primeras batallas contra la discriminación de los gays y donde, poco a poco, se les ha ido reconociendo tal cual son: seres humanos normales y corrientes cuya opción sexual debe ser aceptada y reconocida como perfectamente legítima por el conjunto de la sociedad.
Es difícil, para mí, entender las razones por las que el Partido Popular ha apoyado la manifestación contra el matrimonio gay. Aunque es verdad que su dirigente máximo no asistió, y que tampoco estuvieron presentes sus principales líderes, que el partido la hubiera respaldado sólo puede haber contribuido a confundir y lastimar no sólo a los homosexuales que hay en sus filas sino, sobre todo, a su sector liberal, y a dar argumentos a quienes lo presentan como una formación política ultraconservadora. El oportunismo político da beneficios muy pasajeros y superficiales. Hay muchas razones para criticar al Gobierno de Rodríguez Zapatero. Su desastrosa política internacional, por ejemplo, que ha abolido a España de la escena mundial, donde llegó a tener influencia y a figurar entre los países de vanguardia. Sus ventas de armas al Gobierno demagógico del comandante Chávez, en Venezuela, que alienta y subvenciona grupos subversivos. Su acercamiento, que linda con la alcahuetería, a la satrapía de Fidel Castro, a la que trató de salvar de la condena que ha merecido de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU. O sus concesiones sistemáticas a los nacionalismos, que rompen una tradición de defensa de la unidad de España del socialismo democrático de la que el Gobierno de Felipe González nunca se apartó. Pero no tiene sentido atacar a un Gobierno por todo lo que hace y, mucho menos, por haber hecho avanzar, con esta ley, la democratización y modernización de la sociedad española.
© Mario Vargas Llosa, 2005. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2005.

EL INCONQUISTABLE



Este es el reportaje completo que realizara Beto Ortiz, sobre la vida de Mario Vargas Llosa. "Esta es la crónica trepidante de una existencia prodigiosa", dice el controvertido y a la vez genial periodista. Una vida tan intensa y apasionante como sus novelas. Gracias a lamula.pe por subir al ciberespacio esta maravilla de documento.











jueves, 20 de enero de 2011


La Lima de Vargas Llosa

Fuente: El Cultural de España


18/01/2011

La Lima de Vargas Llosa

Perú, volcado con su premio Nobel antes ya de serlo, publicó en 2008 una guía literaria de Lima en la que se sugiere a los visitantes de la capital y lectores de Vargas Llosa un delicioso paseo por diversos escenarios de cuatro de las novelas del autor: Día domingo (de Los jefes),Los cachorros, La ciudad y los perros y Conversación en La Catedral. Este miércoles, 19 de enero, Rafo León, periodista y autor de la guía, participará, junto al Embajador de Perú en España, Jaime Cáceres Sayán, en un encuentro en Ateneo de Madrid (Prado, 21), para presentar este libro que en apenas tres meses ha visto enormemente revalorizado su interés. Publicamos, a continuación, un fragmento de esta curiosa guía turística y literaria. 
Hay muchas razones para leer una novela: compartir con el autor una historia fantástica, reencontrarse con la realidad por la vía de la ficción, despejar la mente, buscar un horizonte más grande que el rutinario, pasar el tiempo, entretenerse, desarrollar un sentido crítico más agudo, volar con la imaginación. 
Proponemos en la presente guía, recorrer los lugares que en ciertos relatos de Mario Vargas Llosa, son la escenografía para la puesta en escena de historias extraordinariamente sólidas en su ficción y en sus relaciones con lo real. Son los lugares limeños de cuatro obras: Día domingo (de Los jefes)Los cachorros,La ciudad y los perros y Conversación en La Catedral

La ruta literaria que estamos proponiendo es una tarea que el lector tiene la oportunidad de crear por sí mismo, buscando en los textos del novelista los lugares capitalinos y luego, ubicarlos; para recorrerlos, ayudado por la presente herramienta que PromPerú pone en sus manos. No hay manera de perderse: la obra de Vargas Llosa siempre tiene un sentido.

El espacio geográfico, social y humano juega un papel preponderante en la narración vargasllosiana, es el escenario en el que se despliega la ficción, ese recurso compensatorio a la mezquindad de la vida real que el autor reivindica como una de las mayores gratificaciones con que cuenta el ser humano. La larga y valiosa obra del novelista se desarrolla en tiempos diversos y en múltiples lugares, hoy ya dispersos en el mundo entero. Sin embargo, sus primeros relatos, los que lo lanzan ante el mundo como un narrador de enorme talento, están ubicados en ámbitos urbanos peruanos.
La Lima de hace cincuenta años, sus barrios, sus personajes, sus atmósferas, encuentros y desencuentros, conforman el hábitat de ciertos cuentos de Los jefes, de la breve y extraordinaria narración Los cachorros, de La ciudad y los perros, de Conversación en La Catedral, de La tía Julia y el escribidor, de El loco de los balcones.
Cubriendo áreas geográficas de todo el Perú, con una carga simbólica en cada una de ellas, la obra de Vargas Llosa luego transita por sitios del planeta entero, en las obras que siguen a La guerra del fin del mundo, hasta las más recientes. Siempre conectando el perfil de los personajes, los recursos narrativos, las atmósferas, con los lugares. Esta identificación entre lugar y ficción, quizás tenga que ver con el impacto que en la biografía de Vargas Llosa han tenido los puntos en los que ha vivido o por los que se ha desplazado. Su obra no ficcional, especialmente El pez en el agua, contiene innumerables referencias al valor y al peso que ha jugado el espacio en la vida del autor. Mario Vargas Llosa en múltiples entrevistas ha expresado la relación directa entre ciertos referentes de su vida, con los ámbitos en los que se despliegan sus personajes y sus historias. De ahí el interés en conocer estos lugares, en observar cómo han evolucionado en el tiempo, de recorrerlos tratando de entender su cualidad de ecosistemas para la creación del novelista. Sin duda, el tópico de la ficción como balance a la realidad, ha anotado en Lima sus más altas cotas. Las primeras obras de MVLl (años 50 y 60) se sitúan en un momento en el que la movilidad social, si bien se iniciaba con fuerza con las grandes migraciones del campo a la ciudad, ese impulso por mudarse a la capital y cambiarla toda según nuevas variables sociales, aún no se sentía como se comenzó a percibir más tarde. Una especie de quietud, estancamiento y calma chicha produjeron que Lima se mantuviera segmentada por barrios según niveles socio económicos muy distinguibles unos de otros: 
La Lima de entonces era todavía -fines de los cuarenta- una ciudad pequeña, segura, tranquila y mentirosa. Vivíamos en compartimentos estancos. Los ricos y acomodados en Orrantia y San Isidro; la clase media de más ingresos en Miraflores y la de menos en Magdalena, San Miguel, Barranco; los pobres, en La Victoria, Lince, Bajo el Puente, El Porvenir. Los muchachos de clases privilegiadas a los pobres casi no los veíamos y ni siquiera nos dábamos cuenta de su existencia: ellos estaban allá, en sus barrios, sitios peligrosos y remotos donde, al parecer, había crímenes. Un muchacho de mi medio, si no salía de Lima, podía pasarse la vida con la ilusión de vivir en un país de hispanohablantes, blancos y mestizos, totalmente ignorante de los millones de indios quechuhablantes y con unos modos de vida diferentes.
La Lima de Vargas Llosa en video