sábado, 27 de noviembre de 2010


Entrega política de Mario Vargas Llosa

TESTIMONIO
Por: Raúl Ferrero Jurista
Jueves 4 de Noviembre del 2010

Conocí a Mario a mediados de 1965, cuando lo invitamos como conferencista a la Asociación Jueves, y ya destacaba nítidamente por su brillante pluma.

Pero no sería hasta fines de 1988 que lo traté con mayor cercanía, cuando siendo decano del Colegio de Abogados de Lima (CAL) me invitó a formar parte del movimiento Libertad, que él había creado con un grupo de destacados independientes.

No pude asentir entonces por el compromiso que había asumido en el cargo gremial. Solo poco después de finalizado mi mandato, en enero de 1989, acepté incorporarme y pasar a integrar el grupo cercano que se reunía diariamente con él y Patricia, en forma metódica, a las 8 am. para coordinar planes y acciones.

A pesar de su inmenso prestigio, que rebasaba las fronteras nacionales, encontré que seguía siendo el hombre sencillo, franco y claro de siempre, a lo que se agregaba una actitud decidida de incursionar en la política, para avanzar hacia la modernidad que el país requería y así superar la crisis en la cual se encontraba sumido. Él ya había dado la batalla contra la estatización de la banca, con valentía y coraje. Nosotros, desde el CAL, acompañamos la lucha contra la intervención del sistema financiero con argumentos jurídicos, oponiéndonos al intento que se logró frustrar, y el invalorable aporte de Valentín Paniagua, presidente de la Comisión de Constitución de nuestra institución.

El ingreso de Mario a la política fue una experiencia inédita en nuestra historia. Un literato de renombre internacional entregaba lo mejor de sus esfuerzos y desvelos para transformar nuestro país desde la maquinaria del poder político. Su inmersión a la causa modernizadora la hizo con total dedicación y sin medias tintas, como ha sido siempre su estilo.

Habló con claridad y absoluta sinceridad de cómo el país debía recoger los basamentos económicos de libre mercado y apertura comercial que habían triunfado en los países desarrollados, pero sustentados a su vez en los principios de libertad y legalidad, con el absoluto respeto del sistema democrático que constituye su sustento ético.

Cuando mencionó la necesidad de retirar al Estado del rol empresarial que había asumido –sin éxito– desde el gobierno del general Velasco, los estatistas le salieron al frente aunque sin argumentos de peso, pero sí efectistas, que impactaron en cierto sector del electorado.

En respuesta, Mario comenzó a recorrer todo el país. Nosotros somos testigos de excepción de la forma tan disciplinada como organizada en que se desplazaba por costa, sierra y selva con su prédica no siempre comprendida, pero que lentamente lograba ser escuchada por todos los estratos sociales del país. Recuerdo que cuando por primera vez lo acompañamos a Puno y Pucallpa, su mensaje modernizante era recibido con sorpresa y dudas. Poco a poco logró hacerse entender por la ciudadanía, lo que motivó que las fuerzas antagónicas sumaran esfuerzos para descalificar sus propuestas, a pesar de la aceptación que iban ganando.
Él siguió viajando dentro del país y cuando no podía estábamos los demás en su entorno para hacerlo, supliendo su ausencia con nuestro mejor esfuerzo proselitista. Desafortunadamente, el gobierno de entonces no comprendió el mensaje que enarboló y pasó a engrosar las filas de quienes querían impedir su triunfo, como finalmente sucedió. Los opositores eran renuentes a entender que el Estado debía concentrarse en brindar principalmente buenos servicios de salud, mejorar la enseñanza pública, reforzar la policía, luchar contra el terrorismo y la pobreza, y no competir con el sector privado en áreas que este puede hacerlo por su cuenta y riesgo.

lunes, 22 de noviembre de 2010


El terrorista suicida



PIEDRA DE TOQUE

Publicado en El Comercio

Por: Mario Vargas Llosa*
Domingo 21 de Noviembre del 2010

Al final de la Segunda Guerra Mundial, un suspiro de alivio recorrió el Occidente: la contienda había sido feroz pero la humanidad se había librado del nazismo y de la tiranía de Hitler. El mundo aprendería la lección, los países no se dejarían seducir por caudillos fanáticos y renunciarían a ideologías aberrantes como el nacionalismo y el racismo, que habían provocado la reciente catástrofe. Se abría un período de paz y convivencia en el que prosperarían la democracia y la cultura de la libertad.

Era un optimismo precipitado. Entre los vencedores estaba la Unión Soviética, y Stalin no tenía la menor intención de renunciar a su propia versión del totalitarismo y a conquistar el mundo para el comunismo. Muy pronto comenzó la Guerra Fría que, por cuarenta años, mantendría al planeta en vilo, bajo la amenaza de una confrontación atómica que acabara con la civilización y acaso con toda forma de vida en el planeta.

El desplome de la URSS, por putrefacción interna, y la conversión de China en un país capitalista (pero vertical y autoritario) despertaron, a fines de los ochenta, un nuevo entusiasmo en todos los amantes de la libertad. El enemigo más enconado, junto con el fascismo, de la libertad se desplomaba por efecto de su fracaso económico y social, sus injusticias y sus crímenes. Una vez más, la democracia aparecía como el único modelo capaz de generar la coexistencia en la diversidad, en el seno de las sociedades, y de producir desarrollo, riqueza y oportunidades dentro de un sistema de respeto a los derechos humanos, legalidad y libertad. Francis Fukuyama encarnó ese espíritu hablando de “el fin de la historia”, una etapa en que, superadas las grandes contradicciones entre países e ideologías, poco a poco se establecería un consenso general a favor de la democracia que no se vería perturbado por los fanáticos de izquierda o de derecha, reducidos a minorías insignificantes.

Era pecar de optimismo una vez más. Al mismo tiempo que esta irreal profecía provocaba una polémica internacional, en el Medio y el Extremo Oriente un nuevo desafío implacable contra la cultura de la libertad se hacía presente, encarnado en el integrismo islamista, que llevaría su mensaje de odio al corazón mismo de Estados Unidos, Londres, Madrid y otras ciudades europeas, llenando las calles de millares de muertos inocentes e inaugurando un período de terrorismo internacional que tomó por sorpresa a todo el Occidente. Los atentados se extendieron luego por África, Oriente Medio y Asia, dejando en ciudades como Nairobi, Dar Es Saalam, Yebra, Mombasa, Casablanca, Sharm el-Sheij, Dahab, Kampala, Bali, Islamabad y prácticamente en todas las ciudades de Iraq y Afganistán montañas de cadáveres (conviene precisar que el número de víctimas del integrismo islamista ha sido mucho mayor entre los musulmanes que entre los cultores de otras religiones y en los no creyentes).

Pronto el mundo libre descubriría que los tentáculos de Al Qaeda y los grupúsculos afines tenían infiltrados en sus propias comunidades y que contaban con cómplices en el seno de familias inmigrantes, a veces de segunda y hasta tercera generación. Los antiguos monstruos estaban vivos y coleando, aunque ahora no dispusieran de grandes ejércitos. No los necesitaban. Su estrategia de acoso y derribo de la democracia contaba con un arma novedosa y dificilísima de combatir: el terrorista suicida.

Ha existido desde la noche de los tiempos, pero, incluso en el Japón, donde morir matando en honor del Emperador fue practicado por muchos japoneses durante la Segunda Guerra Mundial, se trató por lo común de casos aislados, incapaces de hacer variar por sí mismos el curso de una guerra. El terrorista suicida moderno, tal como lo hemos visto operar en Iraq, luego de la invasión que derrocó al régimen de Sadam Hussein, y lo estamos viendo actuar ahora en Pakistán y Afganistán, es algo sin precedentes: un instrumento central de la estrategia diseñada por Bin Laden y sus aliados. No consiste en infligir una derrota militar al Gran Satán (Estados Unidos), sino en irlo socavando mediante atentados contra víctimas inocentes y locales civiles, que siembran la inseguridad y el pánico, desordenan el funcionamiento de las instituciones y llevan a los gobiernos, desconcertados ante esa guerra solapada, hecha de golpes súbitos a blancos inesperados, a tomar medidas de seguridad que a veces contradicen de manera flagrante los más caros principios democráticos y violan una de las mayores conquistas de la cultura de la libertad, como son los derechos humanos. Lo ocurrido en Guantánamo o en la cárcel de Abu Graib, en Iraq, con los prisioneros sospechosos de colaborar con el terror, son solo dos ominosos ejemplos, entre muchos otros, de cómo la estrategia de Osama Bin Laden va dando resultados.

El terrorista suicida es un arma muy difícil de combatir en una sociedad abierta, donde las leyes se respetan, así como las garantías individuales y los derechos humanos, y donde críticas, doctrinas e ideas se expresan libremente. Puede permanecer desapercibido, infiltrarse y desaparecer entre las gentes comunes y corrientes, preparar sus atentados con una infraestructura mínima y escoger su blanco y su momento con comodidad. La capacidad de destrucción de quien no le importa morir matando es inmensa, ya que esta disposición, insólita para sus adversarios, lo hace poco menos que invisible para estos hasta el instante mismo de provocar el cataclismo. Por lo pronto, puede moverse con facilidad por los lugares donde va a cometer su inmolación, lugares que jamás podrían estar protegidos en su totalidad. No hay manera de que un gobierno esté en condiciones de rodear de vigilancia estricta todos los lugares públicos de un país o una ciudad entera.

De otro lado, el desarrollo espectacular de la tecnología bélica, que permite en nuestros días que artefactos pequeños y manuables causen más estragos que antaño toda una unidad de artillería, facilita enormemente la tarea del terrorista. Hemos visto casos tan sorprendentes como materiales inflamables capaces de incendiar un avión, escondidos en el polvo de los zapatos de un suicida potencial. Dentro de la loca carrera de la especie humana hacia la muerte, no es imposible que lleguemos pronto a la aparición de armas atómicas portátiles.

El blanco del terrorista suicida no es, por lo común, un objetivo militar, que suele contar con sistemas de protección avanzados. Son objetivos civiles, que concentran gran número de personas, edificios públicos, estaciones de metro o de tren, aviones de pasajeros, mercados, centros deportivos. El terrorista suicida no pretende ganar una guerra, ni siquiera debilitar el aparato militar de su enemigo. Quiere aterrorizar a la población civil, sembrar la confusión y el caos, de manera que, presionados por una opinión pública insegura y encolerizada, que exige mano firme a sus gobiernos, estos conviertan a la seguridad en la primera de sus obligaciones, sacrificándole las otras. Esto ha significado, para las instituciones públicas y las compañías privadas, una multiplicación vertiginosa de gastos y de personal en sistemas de detección de armas y metales en lugares de trabajo y reunión, almacenes, bibliotecas, estadios, lugares de diversión, dificultando el transporte y perturbando la vida cotidiana a extremos, a veces, de pesadilla para la mayoría de la población.

La consecuencia más grave de la amenaza del terrorismo suicida que planea hoy sobre el Occidente democrático y liberal, es que este, en sus esfuerzos por defenderse contra la repetición de matanzas como las de las Torres Gemelas de Manhattan o la Estación de Atocha de Madrid, va renunciando a las grandes conquistas de la cultura de la libertad, reduciendo o aboliendo los derechos que garantizan la privacidad, el principio de que nadie es culpable mientras no se demuestre judicialmente que lo es, la prohibición de la tortura, el hábeas corpus, el secreto bancario, el derecho de crítica, la libertad de expresión, y confiriendo a los cuerpos militares y policiales de inteligencia, especializados en la lucha antiterrorista, un poder que escapa parcial o totalmente al control de los órganos representativos del Estado de derecho como el Parlamento y el Poder Judicial. Mediante amenazas y chantajes, el terrorismo pretende, y por desgracia a menudo consigue, intimidar a autoridades y órganos de prensa para que renuncien a su libertad de información y de crítica y a veces a la simple verdad, a fin de no ser víctimas de represalias, como se vio con el episodio de las caricaturas de Mahoma publicadas en un periódico de Dinamarca.

¡Qué extraordinaria victoria para los líderes integristas, que lanzan a sus fanáticos enfardelados de explosivos contra muchedumbres inermes, ver cómo las democracias van dejando de ser demócratas con el argumento de que la única manera de defender la libertad es conculcándola y dando pasos que las acercan, cada día más, a los regímenes autoritarios!

New York, noviembre del 2010
(*) Escritor. Premio Nobel de Literatura 2010

domingo, 21 de noviembre de 2010


Semilla de los sueños

LETRAS LIBRES /  (De click para agrandar)
NOVIEMBRE DE 2010

Fuente: Letras Libres

por Mario Vargas Llosa


 
Estas son las memorias de una infancia feliz en la ciudad boliviana de Cochabamba y al mismo tiempo el testimonio del inicio de una vocación: la de enriquecer la vida diaria creando ficciones.

La casa de la calle Ladislao Cabrera, en Cochabamba, donde viví mis primeros años, tenía tres patios. Era de un solo piso y muy grande, por lo menos en mis recuerdos de esa edad, inocente y feliz. Lo que es para muchos un estereotipo –el paraíso de la infancia– fue para mí una realidad, aunque, sin duda, embellecida desde entonces por la distancia y la nostalgia.


En ese edén, el escenario principal es aquella casa de pesado portón que se abría sobre un zaguán de techo cóncavo donde se repetían las voces. Desembocaba en el primer patio, cuadrado, de altos árboles que permitían reproducir las películas de Tarzán, en torno al cual se alineaban los dormitorios. El último año que vivimos allí, uno de esos cuartos fue el consulado del Perú, que, por razones de economía, mi abuelo trasladó de un edificio de las cercanías de la Plaza de Armas a la casa familiar. Al fondo de ese patio había una terraza con pilares, protegida por lonas contra el sol, en la que el abuelo solía cabecear sentado en una mecedora. Oírlo roncar, la boca abierta como invitando a las moscas, nos mataba de risa a mis primas y a mí. Por allí se entraba al comedor, alborotado siempre los domingos cuando la vasta tribu familiar comparecía en pleno para dar cuenta de los picantes y de ese postre que preparaban la abuela Carmen y la Mamaé, la felicidad de todo el mundo: sopaipillas.


Venía después un pequeño corredor, a la derecha del cual estaba el cuarto de baño, que unía el primero con el segundo patio, este de tierra, en el que se hallaban la cocina, una despensa y los cuartos de la servidumbre. Al fondo, una verja de madera con una puertecita chirriante dejaba entrever el tercer patio, que antaño debió de haber sido una huerta con hortalizas y frutales. Entonces era ya solo un descampado; servía de corral y, por temporadas, de zoológico, pues en una época habitó allí una cabrita y en otra un mono, ejemplares ambos traídos por mi abuelo de la hacienda de Saipina, en el rumbo de Santa Cruz, adonde llegó desde Arequipa, enviado por la familia Said, a introducir el cultivo del algodón. Y hubo también una lorita parlanchina que, imitándome, chillaba “¡Abueelaaa!” todo el santo día. Allí estaban el lavadero y unos cordeles en los que había siempre, flameando al viento, las sábanas, los manteles y las ropas de la familia que la lavandera venía a lavar y planchar cada semana. El jardinero, Saturnino, era un indio viejecito que me cargaba en hombros; el día del retorno de la familia Llosa al Perú fue a despedirnos a la estación del tren; lo recuerdo, abrazado a la abuelita Carmen, sollozando.


Allí vivía mucha gente. El abuelo Pedro y la abuela Carmen, la Mamaé, mi mamá y yo, el tío Juan y la tía Laura y sus dos hijas, las primas Nancy y Gladys, el tío Lucho y la tía Olga; y en esa casa nació la primera hija de estos últimos, Wanda, en una tarde memorable en que, contagiado por la agitación que caldeaba el ambiente, me trepé a uno de los árboles del primer patio para espiar lo que ocurría. No debí de enterarme de gran cosa pues solo más tarde, en Piura y en 1946, supe cómo venían al mundo los niños y cómo los fabricaban sus papás. El tío Jorge también vivió allí hasta casarse con la tía Gaby, y el tío Pedro, cuando aparecía en Cochabamba a pasar las vacaciones, pues estudiaba medicina en Chile. Los empleados del segundo patio eran por lo menos tres, y había además dos figuras intermedias, de incierto estatuto: Joaquín, un muchachito huérfano que recogió el abuelito en Saipina, y Orlando, abandonado por una cocinera de la casa que desapareció sin dejar rastro, y a los que la abuelita Carmen terminó añadiendo a la familia.


La prima Nancy tenía un año menos que yo y la prima Gladys dos. Eran unas magníficas compañeras de juegos, cómplices de todas las aventuras que yo tramaba, inspiradas de costumbre en las películas que veíamos en el cine Roxy y en el Teatro Achá, en las matinées de los sábados o las matinales del domingo. Las seriales eran formidables –tres capítulos por función y duraban varias semanas–, pero la película que nos llegó al alma y nos hizo llorar, reír y sobre todo soñar, y que repetimos varias veces –a mí me convenció de que debía ser torero– fue Sangre y arena, con Tyrone Power, Linda Darnell y Rita Hayworth.


Las diversiones cochabambinas eran infinitas. Había los paseos a CalaCala y a Tupuraya, donde la familia de la tía Gaby tenía una casita de campo, y las retretas de los domingos al mediodía, luego de la misa de once, en la Plaza, y las rojizas empanadas salteñas que ofrecía un restaurante de los portales. Había los circos, que venían para la época de fiestas patrias, y cuyos maromeros, equilibristas y domadores hacían latir muy fuerte el corazón y los benditos payasos, que nos hacían reír a carcajadas (mi primer amor platónico fue una trapecista de malla rosada). Había los excitantes y empapados Carnavales –mis primas y yo lanzábamos globos llenos de agua desde los techos a los transeúntes de la calle Ladislao Cabrera–, en que, durante el día, veíamos a tíos y tías y a sus amigos enfrascados en intensas batallas líquidas con cascarones, globos, baldazos y manguerazos, y, en las noches, partir a las fiestas disfrazados y con antifaces. Había la Semana Santa, con sus misteriosas procesiones y el recorrido de iglesias para rezar las estaciones de la Pasión. Y, por encima de todo, las Navidades, la venida del Niño Jesús (Papá Noel aún no existía) con los regalos, la noche del 24 de diciembre. La preparación de esa fiesta de fin de año era larga y puntillosa y sus rituales iban atizando la imaginación. La abuelita y la Mamaé, estorbadas por nosotros, sembraban el trigo en las latitas que irían a decorar el Nacimiento, cuyos pastores, reyes magos, soldados romanos, apóstoles, ovejitas, burritos, la Virgen, San José y el Niño, se guardaban en un baúl con incrustaciones metálicas que solo se abría de año en año: al levantarse la tapa, un fuerte olor a naftalina penetraba en las narices. Lo importante, para mis primas y para mí, era escribir la carta al Niño Dios, pidiéndole los regalos que depositaría la Nochebuena al pie de nuestra cama. Antes de aprender a escribir, le dictábamos la carta al abuelo Pedro y la firmábamos con un palote. La discusión de lo que pediríamos nos desvelaba y ocupaba días. A medida que se acercaba la fecha, el nerviosismo, la curiosidad y la expectativa crecían hasta extremos indescriptibles. La noche del 24 ni los abuelos, ni mi mamá ni los tíos Juan y Lala tenían que apurarnos para que, acabando de comer, nos zambulléramos en la cama. ¿Vendría? ¿Habría recibido las cartas? ¿Traería todos los pedidos?


Me acuerdo haberle encargado unos anteojos de aviador como los que llevaba Bill Barnes, unas botas idénticas a las del “jovencito” (el héroe) de una serial de exploradores, palitroques, mecanos y cosas parecidas, pero, desde que aprendí a leer, libros, siempre libros, largas listas de libros, que iba primero a seleccionar a la salida del colegio a una librería de la calle General Achá, donde se compraban cada semana las revistas para toda la familia: Para ti y Leoplán para la abuelita, la Mamaé, mi mamá y las tías, y para mí y mis primas El Peneca y Billiken (la primera era chilena y la segunda argentina).


Aprendí a leer cuando tenía cinco años –en 1941, pues–, en mi primer año de primaria del Colegio de La Salle. Mis compañeros de clase tenían un año más que yo, pero mi mamá se empeñó en matricularme porque mis travesuras la volvían loca. Nuestro profesor era el Hermano Justiniano, delgadito, angelical y con la cabeza blanca casi rapada. Nos hacía cantar las letras, uno por uno, y luego, cogidos de las manos, en rondas, deletrear, identificar las sílabas en cada palabra, reproducirlas y memorizarlas. De los coloreados silabarios con animalitos pasamos al librito de historia sagrada y por fin a las historietas, los poemas y los cuentos. Estoy seguro de que en esas Navidades de 1941 el Niño Dios depositó en mi cama una pila de libros de aventuras, de Pinocho a Caperucita Roja, del Mago de Oz a la Cenicienta, de Blanca Nieves a Mandrake el Mago.


Aunque los primeros días de clase lloré –mi mamá tenía que acompañarme hasta la puerta del aula de la mano–, pronto me acostumbré a La Salle, donde me llené de amigos. La abuelita y la Mamaé me engreían tanto (yo era el niño sin papá y eso hacía de mí el nieto y el sobrino más mimado de la familia) que alguna vez llegué a invitar a los veinte condiscípulos de mi clase –Cuéllar, Tejada, Román, Orozco, Ballivián, Gumucio, Zapata– a tomar té en la casa, para poder repetir en esos tres patios alguna película de masas. Y la abuela y la Mamaé preparaban café con leche y tostadas con mantequilla para todos.


Había diez cuadras exactas de la casa de Ladislao Cabrera hasta La Salle y creo que a partir del segundo de primaria mi mamá ya me permitió ir solo al colegio, aunque, por lo general, hacía el recorrido con algún compañero de la vecindad. Pasábamos bajo los portales de la plaza, donde estaba el estudio fotográfico del señor Zapata, padre de mi gran amigo Mario Zapata, compañerito de carpeta, periodista a quien veinte
o treinta años después asesinarían en CalaCala. El recorrido de esas diez cuadras, cuatro veces al día –los escolares en ese entonces almorzábamos en casa–, era una expedición llena de hallazgos. Por supuesto, detenerse a echar una ojeada a las vitrinas de las librerías y a las carteleras de los cines del camino era
obligatorio. Lo más impresionante que nos podía ocurrir era encontrarnos en plena calle con la imponente figura del obispo, quien, envuelto en sus hábitos morados, su barba blanca y su gran anillo fosforescente, nos parecía olímpico, semidivino. Con unción y una pizca de temor nos arrodillábamos a besarle la mano y recibíamos las dos o tres palabras cariñosas que su fuerte acento italiano derramaba sobre nosotros.


Ese obispo nos dio la primera comunión a mí y buen número de compañeros de clase cuando andábamos en el tercero o cuarto de primaria. Fue aquel un día memorable, precedido por muchas semanas de preparación que nos tuvieron todas las tardes en la capilla del Colegio, recibiendo clases extras de religión de boca del director, el calvo Hermano Agustín de cuadrada mandíbula. Eran unas clases espléndidas, con historias sacadas de los Evangelios y de las vidas de los santos, milagrosas, heroicas, exóticas y sorprendentes, donde la pureza y la fe vencían siempre las más terribles pruebas, con finales felices, en los que los cielos se abrían para recibir con un coro de ángeles a los cristianos mártires, desmenuzados por las fieras en los coliseos paganos o guillotinados por negarse a traicionar al Señor, y de arrepentidos tan desesperados por sus infames pecados que, como el duque de Normandía, llamado también Roberto el Diablo, no vacilaban en vivir a cuatro patas, imitando a los perros, para redimirse ante la Virgen. El Hermano Agustín las refería con elocuencia y pasión, ayudado de grandes ademanes, como un consumado narrador, y ellas quedaban luego chisporroteando en la memoria igual que un fuego de artificio. A medida que se acercaba el día señalado, hubo varios rituales que cumplir: ir a probarse el terno, comprar los zapatos blancos, fotografiarse en el estudio del señor Zapata bajo unos reflectores cinematográficos. Comulgamos de mañana, en una capilla adornada con flores frescas, rebosante de familiares de los comulgantes, y hubo después desayuno multitudinario en el patio del Colegio, con chocolate caliente y pastelitos. Y, luego, otra fiesta, esta familiar, en la casa de Ladislao Cabrera, con primas, tías y tíos y muchos regalos para el héroe del día.


La gran aventura de esa época fue el viaje a Arequipa con mi madre, la abuelita y la Mamaé, en 1940, para asistir al Congreso Eucarístico, en Arequipa, la tierra solar, que se mantenía viva en las anécdotas innumerables y la nostalgia de la familia. Estuvimos alojados en casa del tío Eduardo, que era juez, solterón y bondadoso; su cocinera Inocencia preparaba unos candentes chupes en los que sobresalían unos monstruos crustáceos, de cáscara rojiza y pinzas articuladas que me fascinaron. Recuerdo aquel viaje como una exaltante expedición: el tren de Cochabamba a la Paz; las calles empinadas de la capital boliviana; el vaporcito que cruzaba el Titicaca de noche, hasta la llegada a Puno, en el amanecer. Y, luego, nuevamente, el tren hasta la Ciudad Blanca. Allí estaban tantas cosas conocidas hasta entonces solo de oídas: las casas de sillar; el Misti y los volcanes; la casita donde nací, que me mostraron, en el bulevar Parra; el queso helado y las pastas de La Ibérica. Los rezos y cantos multitudinarios del Congreso Eucarístico me asustaban, y, todavía más, la voz del orador, un hombre importantísimo, de corbata pajarita, que señalaban con el dedo: Víctor Andrés Belaunde. Cuando regresamos a Cochabamba, yo me sentía ya grande.


Esos mis primeros diez años fueron intensos, ocupados en múltiples quehaceres excitantes, de amigos queridísimos y adultos bondadosos a los que era fácil conquistar con gracias y zalamerías. Mi gran aspiración era, por supuesto, que el mayor de los tíos, el preferido –el tío Lucho, que parecía un actor de cine, por el que se morían todas las mujeres– me llevara a alguna de las dos piscinas de Cochabamba –la de Berveley y la de Urioste– en las que aprendí a nadar (casi al mismo tiempo que a leer), el deporte que más me gustó de chico y en el que fui menos malo. Ser tan buen nadador como Tarzán era una tentación que se disputaba a veces en mi espíritu con la decisión de ser torero (aunque, con ciertas aventuras de Bill Barnes, mudaba a aviador). La primera corrida que vi en mi vida fue por esos años, en la placita de toros que estaba en la parte alta de la ciudad, a la que acompañé al abuelo un domingo por la tarde. También en Cochabamba vi mi primera obra de teatro; no me refiero a las veladas y representaciones escolares, sino a un drama de gente mayor, que mis abuelos y mi madre me llevaron a ver, desde un palco del Teatro Achá, en función nocturna. Mi único recuerdo de la obra es que, en un momento dado, ante la consternación de todo el mundo, un señor le daba una sonora cachetada a una señora.


Sin embargo, pese a haberlo pasado tan bien en el mundo real en esos años bolivianos, aún lo pasé mejor en el otro, el inventado, el leído en las historias de El Peneca y Billiken y las novelas de aventuras que devoraba con glotonería. En esa época, los niños, más que verlas, leíamos ficciones: los dibujitos de las tiras cómicas no habían derrotado aún a las historias escritas.


LETRAS LIBRES /  (De click para agrandar)
El Pato Donald, el Ratón Mickey y congéneres no eran tan populares como lo serían después, o por lo menos no lo eran para mí ni, creo, para mis amigos cochabambinos. El Peneca y Billiken traían historias que teníamos que coinventar nosotros mismos, usando a raudales nuestra fantasía, a partir de la información que nos alcanzaban las palabras. Esos cuentos y novelitas fueron haciendo de nosotros lectores, en tanto que las historietas con dibujitos, de escuetas palabras suspendidas en unas nubecillas blancas sobre las cabezas de los personajes, como las de la flaca Oliva y el musculoso Popeye, o el Gato con Botas, o la Hormiguita Viajera, en las que el dibujante ya había realizado la operación de visualizar para nosotros la ficción, nos exoneraban de buena parte de aquel esfuerzo mental y en vez de lectores iban formando espectadores, es decir, consumidores más pasivos de lo ilusorio. Probablemente la mía fue la última generación de niños lectores, para los que la necesidad de una vida ficticia se aplacaba sobre todo con la lectura; las que vinieron después saciarían esta sed cada vez menos con palabras y cada vez más con imágenes, primero las de las historietas, luego las del cine y por fin las de la televisión. No lo deploro; me limito a constatarlo, y a consignar mi alegría por haber nacido a tiempo para que las circunstancias hicieran de mí un vicioso de la lectura, vicio no impune, como dijo Valéry, porque él se paga carísimo, en verdad, en insatisfacción y recelo contra la vida tal como es, que nunca puede elevarse hasta las cumbres y descender a los abismos de la que inventamos espoleados por nuestros deseos.


En todo caso, las ficciones de mi niñez boliviana son para mí reminiscencias todavía más cálidas que las de los seres de carne y hueso de esos años. La prueba de la memoria es decisiva. Aunque los recuerdos de mis amigos y mis travesuras de Cochabamba son muy vivos, lo son todavía mucho más los de los países y personajes de la ilusión literaria, que aún centellean en mi memoria. Los bosques de Genoveva de Brabante y los de Ivanhoe, llenos de caballeros con lanzas y armaduras, montados en airosos caballos blancos de crines encrespadas. Los bosques africanos donde Tarzán encuentra a Jane (que le habla en todos los idiomas, sin que él la entienda), le presenta a Chita y la columpia en lianas, por la espesura, salvándola de cocodrilos y caníbales. Los montes ardientes de la misión de San Juan de Capristano, donde resuena el chasquido justiciero del látigo del Zorro. Los mares de Sandokán y de Yañes, y de los terribles corsarios que se batían con cimitarras y puñales de formas complicadas, como el retorcido kris, y en cuyas profundidades se deslizaba, silencioso y fantástico, el Nautilius del Capitán Nemo. Los aires por los que flota el globo de Phileas Fogg, que da la vuelta al mundo en el tiempo justo para ganar la apuesta. Y las heladas y violentas estepas donde cabalga, ya ciego, el valiente Matías Sandorf, el Correo del Zar.


No fue en Bolivia, sin embargo, sino más tarde, ya en Piura, donde viví mi primera pasión literaria: Alejandro Dumas. Los inmarcesibles tres mosqueteros, que eran cuatro –D’Artagnan, Athos, Porthos y Aramís–, me encandilaron de por vida. Mis últimos años de primaria y los primeros de la secundaria transcurrieron a la sombra de Dumas, cuyas series novelescas –El conde de Montecristo, El collar de la reina, Memorias de un médico, la de los mosqueteros, Veinte años después y El vizconde de Bragelonne y tantas otras– llenaron esos años de gestos heroicos y ternuras románticas, en un marco de colorido vistoso y espectacular. Pero en Cochabamba tuve un anticipo de ello en los libros de Miguel de Zevaco, Nostradamus y El hijo de Nostradamus, que conseguí que me prestara una joven amiga de mi mamá llamada Julia Urquidi, con quien –piruetas de la vida– terminaría casándome diez años después. Aunque, si tuviera que seleccionar uno solo de esos héroes de ficción cuyos semblantes y peripecias se anteponen a todo lo demás en mi recuerdo de mis primeras lecturas, mencionaría a Guillermo, el personaje inventado por Richmal Crompton. Las aventuras de Guillermo eran unos tomitos de carátula roja, cada uno dedicado a una aventura diferente de ese niño que debía ser de mi edad y con quien compartía no solo los años y unas ansias inaplazables de aventuras; también, tener un abuelito que era a la vez un cómplice y un amigo, pese a la diferencia generacional.


El abuelo Pedro escribía versos festivos, que recitaba a veces en los cónclaves familiares, y tenía un buen número de libros de poesía en una antigua alacena con cristales. Estaba muy orgulloso de su padre, mi bisabuelo, don Belisario Llosa Rivera, abogado, poeta y escritor, de quien conservaba una novelita histórica (Sor María, premiada en un concurso del Ateneo de Lima en 1886) que alguna vez tuve en las manos, antes de que desapareciera en el vértigo de las mudanzas y los viajes en que se vio envuelta mi familia materna (la única que en verdad tuve) desde 1945, cuando, con motivo de la elección de José Luis Bustamante y Rivero a la presidencia del Perú, este, pariente nuestro, nombró al abuelo prefecto de Piura. A mi madre y a los abuelos les encantaba que yo fuera tan aficionado a leer y me alentaban a aprender versos de memoria y a recitarlos ante la familia. Mi abuelita y la Mamaé leían poemas de José Santos Chocano y de Juan de Dios Peza y novelas de Xavier de Montépin –El médico de las locas y París Lyon Mediterráneo–, y una novelita de Vargas Vila (“la única presentable de él”, decían), Aura o las violetas, con muchos puntos suspensivos, que yo hojeaba a trozos. Mi madre tenía en su velador una edición de tapas azules, con estrellitas doradas, de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, que me había prohibido leer. Fue el primer libro maldito que leí en mi vida, a escondidas, con sobresalto, y esa fruición especial que despiertan los peligros. Dos versos del primer poema (“Mi cuerpo de labriego salvaje te socava/ Y hace saltar al hijo del fondo de la tierra”) me intrigaban sobremanera, pero la intuición me advirtió que hubiera sido imprudente pedir a los mayores que me los descifraran.


No hay duda de que mi vocación de escritor se empezó a gestar allí, en esa casa de Ladislao Cabrera, a la sombra de esas lecturas y como una derivación natural de la hipnótica felicidad en que me sumían las peripecias que los libros me permitían vivir, protagonizar, gracias a esa exaltante taumaturgia: leer. Esa vida no era la misma vida de La Salle, mis amigos, la familia y Cochabamba, pero, aunque fuese impalpable, no era menos real, es decir, menos sentida, gozada o sufrida que la otra. Y era, además, mucho más diversa o intensa que aquélla, conformada por las rutinas de cada día. El poder trasladarme, mediante la simple concentración en las letras de un libro, a los abismos marinos, a la estratósfera, al África, Inglaterra, Bélgica o los mares de Malasia, y del siglo xx retroceder en el tiempo a la Francia de Richelieu y Mazarino, y, con cada personaje de la ficción, cambiar de piel, de cara, de nombre, de oficio, de amores, de destino, encarnar de este modo a tantas personas distintas sin dejar de ser yo mismo, fue un milagro que revolucionó mi vida y la imantó desde entonces a los maleficios de la ficción. Nunca me cansaría de repetir esa magia, con la fascinación y el entusiasmo de mis primeros años, hasta convertirla en el quehacer central de mi existencia.


Todo escritor es, antes de serlo, un lector, y ser escritor es también una manera distinta de seguir leyendo. Yo descubrí esa entrañable relación entre lectura y escritura en esos mismos años, pues –también de eso estoy seguro– las primeras cosas que escribí, o mejor dicho garabateé, fueron enmiendas o prolongaciones a esas aventuras que leía y que me apenaba que se terminaran o hubiese preferido que tuviesen desenlaces distintos a los que decidieron sus autores. Esas correcciones, esos añadidos fueron, hasta donde yo mismo puedo adivinarlo, precoces manifestaciones de la vocación de las que resultarían, años más tarde, todos los cuentos, novelas, ensayos y obras de teatro que he escrito. No me incomoda nada, todo lo contrario, reconocer que en mi vocación y en mis ficciones hay un flagrante parasitismo literario.


Todo lo que he inventado, como escritor, tiene unas raíces en lo vivido; fue, en sus orígenes, algo que hice, vi, oí, pero también leí, y que mi memoria retuvo con una terquedad singular y misteriosa, algunas imágenes que, más pronto o más tarde, y también por razones que son para mí muy difíciles de desentrañar, se convirtieron en un desasosiego fantaseoso, en el punto de partida de toda una construcción imaginaria. No hubiera escrito La ciudad y los perros si no hubiera sido, por dos años, un cadete del Colegio Militar Leoncio Prado, donde ocurre la acción de la novela, ni hubiera podido inventar las peripecias de Fushia y Aquilino, Lalita y la Selvática, las misioneras de Santa María de Nieva y el infeliz cacique aguaruna Jum, sin aquel viaje al Alto Marañón que realicé en 1958, con el antropólogo mexicano Juan Comas, organizado por la Universidad de San Marcos y el Instituto Lingüístico de Verano. Ese viaje fue la materia prima de La casa verde, pero también lo fue aquel prostíbulo solitario, en medio del arenal piurano, que desataba la fantasía y la malicia de mis compañeros del colegio salesiano, adonde me matricularon en 1946, apenas llegamos de Cochabamba a ese confín norteño del Perú.


También en Piura viví o experimenté de algún modo los hechos que, convertidos en recuerdos, fueron la materia prima de la mayor parte de los relatos de mi primer libro, Los jefes: aquel intento de huelga escolar, las disputas a puñetazos en el cauce seco del río, los abusos de los hacendados en sus tierras, de las que eran entonces, todavía, señores de horca y cuchilla. El mundo hecho de nostalgia y recuerdos de juventud en que se refugiaron los abuelos y la Mamaé cuando sus largas vidas raspaban ya el siglo me sugirió el tema y los personajes de La señorita de Taona. La historia de Pichulita Cuéllar, en cambio, me la encontré en un suelto de periódico, en Lima, viajando en un colectivo de Miraflores al centro de la ciudad. El escribidor rentado, que infla y acaramela los apuntes de viaje por “el amarillo Oriente y la negra África” de una señora limeña de tardía vocación literaria, que inventé en Kathie y el hipopótamo, fui primero yo mismo, trabajando a destajo para una dama invencionera, de sintaxis deficiente, en una buhardilla de París.


Pero, en verdad, tanto como lo vivido, lo leído, que es otra manera, y a veces más noble y suntuosa, de vivir, ha tenido también una influencia decisiva en la gestación de todas mis historias, aunque, en este caso, titubeo a la hora de hacer afirmaciones y dar nombres y títulos. Seguro que las ideas de Sartre sobre la literatura comprometida, en las que en los años cincuenta y parte de los sesenta creí a ciegas, tienen mucho que ver con lo que hay en mis primeras novelas de intencionalidad crítica y preocupaciones éticas, y, también, que el estilo épico y la mitología romántica de André Malraux, a quien leí con pasión en mis años universitarios, dejaron, en mis primeros relatos, una huella tan importante como la de mis ídolos de entonces, los novelistas norteamericanos: Hemingway, Dos Passos, Caldwell, Steinbeck, Scott Fitzgerald y algunos más jóvenes como Truman Capote y Paul Bowles. Pero la influencia mayor fue, tuvo que ser, la del maestro supremo de tantos novelistas de mi generación (y también de las inmediatamente anterior y posterior) en el mundo entero: William Faulkner. Sin el maravillamiento que me produjo descubrir la riqueza de matices y alusiones, perspectivas, sintonías, ambigüedades de su prosa y de su originalísimo sistema de organización de las historias, jamás hubiera osado disociar en las mías la cronología “real” de su exposición narrativa, ni presentar un episodio desde puntos de vista y niveles de realidad diferentes, como lo hice en La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral y el resto de mis novelas, ni hubiera escrito un libro como La casa verde, en el que las palabras son una presencia tanto o más visible que la de los personajes –un paisaje para la anécdota– y en la que la construcción –las perspectivas, el curso del tiempo, el relevo de los narradores– adopta una complejidad laberíntica. Porque fue gracias a la saga de Yoknapatawpha que descubrí la importancia capital de la forma en la ficción y las infinitas posibilidades que, a la hora de escribir una historia, tenían en ella los puntos de vista y el diseño del orden temporal.


“Influencia” es una palabra peligrosa y, aplicada a menesteres literarios, contradictoria. Hay influencias que ahogan la originalidad, y otras que permiten a un escritor descubrir su propia voz. Apoderarse de los tics, hábitos de estilo, de los temas del maestro puede ser castrador para el discípulo cuya obra parecerá, entonces, un eco, cuando no una caricatura de su modelo. Pero hay discípulos que, aprovechando con creces la lección del maestro, se emancipan de este, e incluso lo convierten en mero antecedente. En todo caso, es probable que las influencias literarias más fecundas sean las menos evidentes, aquellas de las que el beneficiario es menos consciente porque pasaron por encima o por debajo de su inteligencia y voluntad y se metabolizaron plenamente en él como ingredientes esenciales de su personalidad literaria.


Por eso, aunque sé qué autores me cautivaron, cuáles educaron mi sensibilidad y me abrieron la puerta de los sueños, y los nombres de los que me enseñaron el arte de la palabra y la arquitectura de la ficción, no me atrevo a afirmar que sea a ellos –en la lista debería añadir, por supuesto, a Flaubert y a Melville, a Dickens, Balzac y Tolstoi, al Tirant lo Blanch de Martorell, a Thomas Mann y a muchos otros que, como ellos, me revelaron la vocación deicida, de alcanzar la totalidad, que anida en todo novelista– a quienes más debo como escritor, ni mucho menos qué es lo que debo de específico y concreto a cada cual. Si eso se puede establecer y medir corresponde a otros emprender esa tarea ardua y, me temo, de dudosa utilidad.


De lo único que estoy absolutamente cierto es de que en esos primeros años de infancia, vividos en la gran casona de la calle Ladislao Cabrera, de Cochabamba, a la sombra de esa familia frondosa, poco menos que bíblica, que presidían los abuelos, las primeras historias fabuladas que leí en libros y revistas infantiles, las que me traía en Navidades el Niño Dios, o me regalaban en mi cumpleaños, o compraba con mis propinas dominicales, despertaron en mí la vocación de escribidor de historias que iría determinando mi manera de vivir y sometiéndome a su dichosa servidumbre. De algún modo discreto y remoto ellas siguen atizando mis sueños. ~

viernes, 19 de noviembre de 2010


ENTREVISTA A VARGAS LLOSA Caretas, junio de 1971

ENTREVISTA A VARGAS LLOSA
Caretas, junio de 1971
Entrevista: César Hildebrandt

Nunca se sabrá si Heberto Padilla imaginó, cuando suscribió la autoconfesión con que el régimen cubano creyó castrarlo ante los ojos del mundo, que iba a desatar la más apasionada polémica intelectual de los últimos años.

La cronología de los acontecimientos se inició con el apresamiento de Padilla –uno de los más brillantes representantes de la generación “intermedia” de la que es voz ortodoxa la de Roberto Fernández Retamar- acusado, junto con su mujer –Belkys Cuza Male- de actividades contrarrevolucionarias. Tres semanas después, Padilla se autolapidaba en una carta devastadora  que habría enorgullecido al propio Zhadanov, comisario cultural del oscurantismo estalinista. Casi simultáneamente, Castro trataba de “impúdicos” a los “intelectuales liberaloides que calumnian desde Europa la revolución Cubana” y anunciaba una nueva –y penosa- política cultural. La respuesta de la intelectualidad, de la que fue pionero Vargas Llosa, fue dura también pero en todo caso menos pasional e iracunda. Asociar a la CIA el nombre de Sartre, firmante del manifiesto de protesta por el caso Padilla, es algo que ni los neoestalinistas subdesarrollados criollos, han podido hacer.

La réplica castrista al escritor peruano llegó vía Haydée Santamaría. La directora de la revista “Casa de las Américas” acusó a Vargas Llosa de sumar su nombre a la lista de los “peores calumniadores de la revolución” y lo acusó de haberse negado a entregar el monto del premio “Rómulo Gallegos” como fondo de la guerrilla del Che, y prefirió comprarse una casa.

En esta exclusiva entrevista telefónica con  CARETAS, Mario Vargas Llosa, cuya limpieza y responsabilidad como intelectual será arduo cuestionar, habla desde Barcelona sobre el espinoso affaire.

CARETAS- ¿Buenas tardes Vargas Llosa, CARETAS aquí,…¿Aló?

VARGAS LLOSA- Buenas noches, qué tal.

CARETAS- Aquí  listos para escuchar sus repuestas, estamos grabando.

VARGAS LLOSA-  Correcto, ¿Me está oyendo?

CARETAS- Perfecto…Bueno….¿No cree usted que su actitud, que nos parece intelectualmente justa, ha mellado de alguna manera la imagen de la Revolución Cubana?

VARGAS LLOSA-  Creo que su pregunta confunde el efecto con la causa. Lo que ha mellado de alguna manera la imagen de la Revolución Cubana son las autocríticas de los compañeros Heberto Padilla, Pablo Armando Fernández, Belkys Cuza Male, César López y Manuel Díaz Martínez, acusándose de traiciones  imaginarias y las alarmantes  declaraciones de Fidel sobre la cultura en general y la literatura en particular en su discurso de clausura del Congreso de educación. Yo no he hecho más que protestar por estos sucesos que contradicen lo que siempre he admirado en la Revolución Cubana: haber mostrado que la justicia social era posible sin despreciar la dignidad de los individuos, sin dictadura policial o estética. Pienso que lo ocurrido en estas últimas semanas mella esta imagen ejemplar de Cuba y que ha levantado trascendentales protestas en el mundo. Hablo únicamente, claro está, de las protestas de la izquierda, como la carta enviada a Fidel por 61 escritores y artistas –Sartre, entre ellos, José Revueltas, a quienes nadie se atreverá a llamar reaccionarios, que habían hecho suya desde el primer momento la causa de la Revolución Cubana. Dicho esto,  permítame agregar algo más: en otras ocasiones, Cuba y el propio Fidel han sabido rectificar los errores cometidos, que son inevitables en toda revolución. Créame que nada me alegraría  tanto como que este lamentable episodio fuera sólo pasajero y no el estreno de una política cultural dogmática y represiva.

CARETAS-  ¿Cuál es su réplica a la carta de Haydée Santamaría y a los cargos que ella plantea?

VARGAS LLOSA-  La carta de Haydée Santamaría no plantea cargo alguno, solamente invectivas e invenciones. La experiencia me ha demostrado que polemizar a ese nivel es inútil y empobrecedor, de modo que no voy a refutar su carta. Haydée es una heroína de la Revolución Cubana, que demostró un coraje formidable durante la lucha contra Batista, y por ello merece mi mayor  simpatía y respeto. Pero sólo por ello…¿Me oyó bien?

CARETAS-  Perfectamente…Periódicos de derecha  han destacado insólitamente el entredicho suyo con Fidel Castro. ¿Qué opina al respecto?

VARGAS LLOSA-  Era previsible que la derecha tratara de sacar partido de los acontecimientos cubanos. Es una de las razones por la que el episodio de ls autocríticas y el discurso de Fidel me parecen lamentables: por la extraordinaria oportunidad que brindan a la derecha y al imperialismo de atacar la solución socialista par los problemas de América Latina. En lo que a mí se refiere, el 29 de mayo entregué a la prensa la siguiente declaración: “Cierta prensa está usando mi renuncia al comité de la revista Casa de las Américas para atacar a la Revolución Cubana desde una perspectiva imperialista y reaccionaria. Quiero salir al frente de esa sucia maniobra y desautorizar enérgicamente el uso de mi nombre en esa campaña contra el socialismo cubano y la revolución latinoamericana. Mi renuncia es un acto de protesta contra un hecho específico que sigo considerando lamentable, pero no es ni puede ser un acto hostil contra la Revolución Cubana, cuyas realizaciones formidables para el pueblo de Cuba son llevadas  cabo en condiciones verdaderamente heroicas, que he podido verificar personalmente en repetidos viajes a la isla. El derecho a la crítica y a la discrepancia no es un privilegio burgués. Al contrario, sólo el socialismo puede asentar las bases de una verdadera  justicia social, dar a expresiones como “libertad de opinión”, “libertad de creación”, su verdadero sentido. Es en uso de ese derecho socialista y revolucionario que he discrepado del discurso de Fidel sobre el problema cultural, que he criticado lo ocurrido con Heberto Padilla y otros escritores. Lo hice cuando los acontecimientos de Checoslovaquia y lo seguiré haciendo cada vez que lo crea legítimo, porque esa es mi obligación como escritor. Pero que nadie se engañe: con todos sus errores, la Revolución Cubana es, hoy mismo, una sociedad más justa que cualquier otra sociedad latinoamericana y defenderla contra sus enemigos es para mí un deber más apremiante que honroso “  ¿Se escuchó, no?

CARETAS-  Claramente……Gabriel García Márquez ha declarado hace algunos días que está con Fidel y ha evitado pronunciarse sobre el caso Padilla. ¿Qué opina de esa actitud?

VARGAS LLOSA-  No conozco las declaraciones completas de García Márquez y por lo tanto no voy a comentar una síntesis tan apretada. Pero lo conozco a él lo suficiente como para estar seguro que su adhesión al socialismo es, como la mía propia, la de un escritor responsable con su vocación y sus lectores, una adhesión no beata ni incondicional….

CARETAS-  La última pregunta….¿Está de alguna manera arrepentido?

VARGAS LLOSA-  Arrepentido, no, en absoluto, aunque sé que todavía habrá invectivas para rato. Es el precio que hay que pagar cuando uno dice claramente lo que piensa. Estoy, sí, apenado por lo que ha sucedido en Cuba, donde he estado cinco veces, donde hay muchísima gente que quiero de verdad. He actuado como lo he hecho porque creí mi deber hacerlo así. Hace exactamente tres meses estuve charlando largamente en La Habana con tres de los poetas que se han autocriticado y sé perfectamente qué pensaban de la revolución y por eso me es difícil creer que de un momento a otro se tornaron contrarrevolucionarios y se volvieron capaces de acusarse –y acusar a sus mejores amigos- de faltas innobles e imposibles. El socialismo no necesita  humillar a nadie, sea obrero, campesino, o escritor, para lograr su objetivo, que es, precisamente, establecer una relación verdaderamente justa entre los hombres….Eso es todo, ¿se oyó bien?

CARETAS-  Sí, perfectamente, y muchas gracias.



La condición humana, de André Malraux

LETRAS LIBRES /  (De click para agrandar)
REACTUALIZADO EN NOVIEMBRE DE 2010
Publicado Originalmente: 

Londres, marzo de 1999.

Fuente original: Letras libres

por Mario Vargas Llosa


Personaje contradictorio, amante del oropel y los himnos, gran escritor, André Malraux vivió con inusitada fuerza el siglo XX. En 1996, a raíz de su ingreso al Panteón, se desató una cacería en su contra liderada por el pensamiento políticamente correcto. Este es un alegato a favor del aventurero parisino.

 

Cuando, en noviembre de 1996, el gobierno francés decidió trasladar al Panteón los restos de André Malraux, como contrapunto a los homenajes montados en su honor por el presidente Jacques Chirac y sus partidarios, una severísima reacción crítica de su obra tuvo lugar en Estados Unidos y en Europa. Una revisión que, en algunos casos, consistió en un linchamiento literario. Véase, como ejemplo, el feroz artículo en The New York Review of Books –barómetro de la corrección política intelectual en el mundo anglosajón– de una pluma tan respetable como la de Simon Leys. De creerles a él y otros críticos, Malraux fue un escritor sobrevalorado, mediocre novelista y ensayista lenguaraz y jactancioso, de estilo declamatorio, cuyas delirantes afirmaciones históricofilosóficas en sus ensayos estéticos representaban un fuego de artificio, el ilusionismo de un charlatán.


Discrepo de esa injusta, y, creo, prejuiciada visión de la obra de Malraux. Es verdad, había en él cierta predisposición a la palabrería de lujo –vicio congénito a la tradición literaria francesa–, y, a veces, en sus ensayos sobre el arte, incurrió en el efectismo retórico, la tramposa oscuridad (como muchos de sus colegas, por lo demás). Pero hay charlatanes y charlatanes. Malraux lo fue en la más alta acepción posible de ese lucimiento retórico, con una dosis tan potente de inteligencia y cultura que, a menudo, en su caso el vicio mudaba en virtud. Aun cuando no dijera nada la tumultuosa prosa que escribía, como ocurre en páginas de Las voces del silencio, lo decía con tanta belleza que ese vacío enredado en palabras resultaba subyugante. Pero si, como crítico, pecó a veces de palabrería, como novelista fue un modelo de eficacia y precisión. Entre sus novelas, figura una de las más admirables de este siglo: La condición humana (1933).


Desde que la leí, de corrido, en una sola noche y, por un libro de Pierre de Boisdeffre, conocí algo de su autor, supe que la vida que hubiera querido tener era la de Malraux. Lo seguí pensando en los años sesenta, en Francia, cuando me tocó informar como periodista sobre los empeños, polémicas y discursos del Ministro de Asuntos Culturales de la Quinta República, y lo pienso cada vez que leo sus testimonios autobiográficos o las biografías que, luego de la de Jean Lacouture, han aparecido en los últimos años con nuevos datos sobre su vida, una vida tan fecunda y dramática como la de los grandes aventureros que fraguó.


Soy también fetichista literario y de los escritores que admiro me encanta saberlo todo: lo que hicieron, lo que no hicieron, lo que les atribuyeron amigos y enemigos y lo que ellos mismos se inventaron, a fin de no defraudar a la posteridad. Estoy, pues, colmado con la fantástica efusión pública de revelaciones, infidencias, delaciones y chismografías que en estos momentos robustecen la ya riquísima mitología de André Malraux, quien, como si no hubiera bastado ser un sobresaliente escribidor, se las arregló, en sus 75 años de vida (19011976), para estar presente, a menudo en roles estelares, en los grandes acontecimientos de su siglo –la Revolución china, las luchas anticolonialistas de Asia, el movimiento antifascista europeo, la guerra de España, la resistencia contra el nazismo, la descolonización y reforma de Francia bajo De Gaulle– y dejar una marca en el rostro de su tiempo.


Fue compañero de viaje de los comunistas y nacionalista ferviente; editor de pornografía clandestina; jugador a la Bolsa, donde se hizo rico y arruinó (dilapidando todo el dinero de su mujer) en el curso de pocos meses; saqueador de estatuas del templo de Banteal Sreï, en Camboya, por lo que fue condenado a tres años de cárcel (su precoz prestigio literario le ganó una amnistía); conspirador anticolonialista en Saigón; animador de revistas de vanguardia y promotor del expresionismo alemán, del cubismo y de todos los experimentos plásticos y poéticos de los años veinte y treinta; uno de los primeros analistas y teóricos del cine; testigo implicado en las huelgas revolucionarias de Cantón del año 1925; gestor y protagonista de una expedición (en un monomotor de juguete) a Arabia, en busca de la capital de la Reina de Saba; intelectual comprometido y figura descollante en todos los congresos y organizaciones de artistas y escritores europeos antifascistas en los años treinta; organizador de la escuadrilla España (que después se llamaría André Malraux) en defensa de la República, durante la Guerra Civil española; héroe de la Resistencia francesa y coronel de la Brigada AlsaciaLorena; colaborador político y ministro en todos los gobiernos del general De Gaulle, a quien, desde que lo conoció en agosto de 1945 hasta su muerte, profesó una admiración cuasi religiosa.


Esta vida es tan intensa y múltiple como contradictoria, y de ella se pueden extraer materiales para defender los gustos e ideologías más enconadamente hostiles. Sobre lo que no cabe duda es que en ella se dio esa rarísima alianza entre pensamiento y acción, y en el grado más alto, pues quien participaba con tanto brío en las grandes hazañas y desgracias de su tiempo, era un ser dotado de lucidez y vigor creativo fuera de lo común, que le permitían tomar una distancia inteligente con la experiencia vivida y trasmutarla en reflexión crítica y vigorosas ficciones. Un puñado de escritores contemporáneos suyos estuvieron, también, como Malraux, metidos hasta el tuétano en la historia viviente: Orwell, Koestler, T.E. Lawrence. Los tres escribieron admirables ensayos sobre esa actualidad trágica que absorbieron en sus propias vidas hasta las heces; pero ninguno lo hizo, en la ficción, con el talento de Malraux. Todas sus novelas son excelentes, aunque a La esperanza le sobren páginas y a Los conquistadores, La vía real y El tiempo del desprecio les falten. La condición humana es una obra maestra, digna de ser citada junto a las que escribieron Joyce, Proust, Faulkner, Thomas Mann o Kafka, como una de las más fulgurantes creaciones de nuestra época. Lo digo con la tranquila seguridad de quien la ha leído por lo menos media docena de veces, sintiendo, cada vez, el mismo estremecimiento agónico del terrorista Tchen antes de clavar el cuchillo en su víctima dormida y lágrimas en los ojos por el gesto de grandeza final de Katow, cuando cede su pastilla de cianuro a los dos jóvenes chinos condenados, como él, por los torturadores del Kuomintang, a ser quemados vivos. Todo es, en ese libro, perfecto: la historia épica, sazonada de toques románticos; el contraste entre la aventura personal y el debate ideológico colectivo; las psicologías y culturas enfrentadas de los personajes y las payasadas del barón de Clappique, que pespuntan de extravagancia y absurdo –es decir, de imprevisibilidad y libertad–, una vida que, de otro modo, podría parecer excesivamente lógica; pero, sobre todo, la eficacia de la prosa sincopada, reducida a un mínimo esencial, que obliga al lector a ejercitar su fantasía todo el tiempo para llenar los espacios apenas sugeridos en los diálogos y descripciones.


La condición humana está basada en una revolución real, que tuvo lugar en 1927, en Shanghái, del Partido Comunista chino y su aliado, el Kuomintang, contra los “señores de la guerra”, como se llamaba a los autócratas militares que gobernaban esa China descuartizada, en la que las potencias occidentales habían obtenido, por la fuerza o la corrupción, enclaves coloniales. Esta revolución fue dirigida por un enviado de Mao, Chou Enlai, en quien está inspirado, en parte, el personaje de Kyo. Pero, a diferencia de este, Chou Enlai no murió cuando, luego de derrotar al gobierno militar, el Kuomintang de Chiang Kaishek se volvió contra sus aliados comunistas y, como describe la novela, los reprimió con salvajismo; consiguió huir y reunirse con Mao, a quien acompañaría en la Gran Marcha y secundaría como lugarteniente el resto de su vida.


Malraux no estuvo en Shanghái en la época de los sucesos que narra (que inventa); pero sí en Cantón, durante las huelgas insurreccionales del año 1925 y fue amigo y colaborador (nunca se ha establecido con certeza hasta qué punto) de Borodín, el enviado de la Komintern (en otras palabras, de Stalin) para tutelar el movimiento comunista en China. Esta experiencia le sirvió, sin duda, para impregnar esa sensación de cosa “vivida” a los memorables asaltos y combates callejeros de la novela. Desde el punto de vista ideológico, La condición humana es procomunista, sin la menor ambigüedad. Pero no estalinista, sino, más bien, trotskista, pues la historia condena explícitamente las órdenes venidas de Moscú, e impuestas a los comunistas chinos por los burócratas de la Komintern, de entregar las armas a Chiang Kaishek, en vez de esconderlas para defenderse cuando sus aliados del Kuomintang dejaran de serlo. No olvidemos que estos episodios suceden en China mientras en la URSS seguía arreciando el gran debate entre estalinistas y trotskistas (aunque ya había empezado el exterminio de estos) sobre la revolución permanente o el comunismo en un solo país.


Pero una lectura ideológica o solo política de la novela soslayaría lo principal: el mundo que crea de pies a cabeza, un mundo que debe mucho más a la imaginación y la fuerza convulsiva del relato que a los episodios históricos que le sirven de materia prima.


Más que una novela, el lector asiste a una tragedia clásica, incrustada en el mundo moderno. Un grupo de hombres (y una sola mujer, May, que en el mundo esencialmente misógino de Malraux es apenas una silueta algo más insinuada que la de Valéry y las cortesanas que hacen de telón de fondo), venidos de diversos horizontes, combaten contra un enemigo superior para –lo dice Kyo– “devolver la dignidad” a aquellos por quienes combaten: los miserables, los humillados, los explotados, los esclavos rurales e industriales. En esta lucha, a la vez que son derrotados y perecen, Kyo, Tchen, Katow, alcanzan una valencia moral más elevada, una grandeza que expresa, en su más alta instancia, “la condición humana”.


La vida no es así, y, desde luego, las revoluciones no están hechas de nobles y viles acciones distribuidas rectilíneamente entre los combatientes de ambos bandos. Que este esquematismo político y ético, que en cualquiera de las ficciones edificantes que produjo el realismo socialista hubiera hecho que el libro se nos cayera de las manos, y en La condición humana nos convenza de su verdad, significa que Malraux era capaz, como todos los grandes creadores, de hacer pasar gato por liebre, enmascarando sus visiones con una apariencia irresistible de realidad.


En verdad, ni las revoluciones de carne y hueso son tan limpias, ni los revolucionarios lucen, en el mundo de grises y mezclas en que nos movemos los mortales, tan puros, coherentes, valientes y sacrificados como en las turbulentas páginas de la novela. ¿Por qué nos sugestionan tanto, entonces? ¿Por qué nos admiramos y sufrimos cuando Katow, encallecido aventurero, acepta una muerte atroz por su acción generosa, o cuando volamos hechos pedazos, con Tchen, debajo del auto en el que no estaba Chiang Kaishek? ¿Por qué, si esos personajes son mentiras? Porque ellos encarnan un ideal universal, la aspiración suprema de la perfección y el absoluto que anida en el corazón humano. Pero, todavía más, porque la destreza del narrador es tan consumada que logra persuadirnos de la verosimilitud íntima de esos ángeles laicos, de esos santos a los que ha bajado del cielo y convertido en mortales del común, héroes que parecen nada más y nada menos que cualquiera de nosotros.


La novela es de una soberbia concisión. Las escuetas descripciones muchas veces transpiran de los diálogos y reflexiones de los personajes, rápidas pinceladas que bastan para crear ese deprimente paisaje urbano: la populosa Shanghái hirviendo de alambradas, barrida por el humo de las fábricas y la lluvia, donde el hambre, la promiscuidad y las peores crueldades coexisten con la generosidad, la fraternidad y el heroísmo. Breve, cortante, el estilo nunca dice nada de más, siempre de menos. Cada episodio es como la punta de un iceberg, pero emite tantas radiaciones de significado que la imaginación del lector reconstruye sin dificultad, a partir de esa semilla, la totalidad de la acción, el lugar en que ocurre, así como los complejos anímicos y las motivaciones secretas de los protagonistas. Este método sintético da notable densidad a la novela y potencia su aliento épico. Las secuencias de acciones callejeras, como la captura del puesto policial por Tchen y los suyos, al principio, y la caída de la trinchera donde se han refugiado Katow y los comunistas, al final, pequeñas obras maestras de tensión, equilibrio, expectativa, mantienen en vilo al lector. En estos y algunos otros episodios de La condición humana hay una visualidad cinematográfica parecida a la que lograba, en esos mismos años, en sus mejores relatos, John Dos Passos.


Un exceso de inteligencia suele ser mortífero en una novela, pues conspira contra su poder de persuasión, que debe fingir la vida, la realidad, donde la inteligencia suele ser la excepción, no la regla. Pero, en las novelas de Malraux, la inteligencia es una atmósfera, está por todas partes, en el narrador y en todos los personajes –el sabio Gisors no es menos lúcido que el policía König, y hasta el belga Hemmelrich, presentado como un ser fundamentalmente mediocre, reflexiona sobre sus fracasos y frustraciones con una claridad mental reluciente. La inteligencia no obstruye la verosimilitud en La condición humana (en cambio, irrealiza todas las novelas de Sartre) porque en ella la inteligencia es un atributo universal de lo viviente. Esta es una de las claves del “elemento añadido” de la novela, lo que le infunde soberanía, una vida propia distinta de la real.


El gran personaje del libro no es Kyo, como quisiera el narrador, quien se empeña en destacar la disciplina, espíritu de equipo, sumisión ante la dirigencia, de este perfecto militante. Es Tchen, el anárquico, el individualista, a quien vemos pasar de militante a terrorista, un estadio, a su juicio, superior, porque gracias a él –matando y muriendo– se puede acelerar esa historia que para el revolucionario de partido está hecha de lentas movilizaciones colectivas, en las que el individuo cuenta poco o nada. En el personaje de Tchen se esboza ya lo que con los años sería la ideología malrauxiana: la del héroe que, gracias a su lucidez, voluntad y temeridad, se impone a las “leyes” de la historia. Que fracase –los de Malraux son siempre derrotados– es el precio que paga para que, más tarde, su causa triunfe.


Además de valientes, trágicos e inteligentes, los personajes de Malraux suelen ser cultos: sensibles a la belleza, conocedores del arte y la filosofía, apasionados por culturas exóticas. El emblema de ellos es, en La condición humana, el viejo Gisors; pero también es de semejante estirpe Clappique, quien, detrás de su fanfarronería exhibicionista, esconde un espíritu sutil, un paladar exquisito para los objetos estéticos. El barón de Clappique es una irrupción de fantasía, de absurdo, de libertad, de humor, en este mundo grave, lógico, lúgubre y violento de revolucionarios y contrarrevolucionarios. Está allí para aligerar, con una bocanada de irresponsabilidad y locura, ese enrarecido infierno de sufrimiento y crueldad. Pero, también, para recordar que, en contra de lo que piensan Kyo, Tchen y Katow, la vida no está conformada solo de razón y valores colectivos; también de sinrazón, instinto y pasiones individuales que contradicen a aquéllos y pueden destruirlos.


El ímpetu creativo de Malraux no se confinó en las novelas. Impregna también sus ensayos y libros autobiográficos, algunos de los cuales –como las Antimemorias o Les chenes qu’on abat (Aquellos robles que derribamos)– tienen tan arrolladora fuerza persuasiva –por la hechicería de la prosa, lo sugestivo de sus anécdotas y la rotundidad con que están trazadas las siluetas de los personajes– que no parecen testimonios sobre hechos y seres de la vida real, sino fantasías de un malabarista diestro en el arte de engatusar a sus semejantes. Yo me enfrenté al último de aquellos libros, que narra una conversación con De Gaulle, en ColombeylesDeuxÉglises, el 11 de diciembre de 1969, armado de hostilidad: se trataba de una hagiografía política, género que aborrezco, y en él aparecería, sin duda, mitificado y embellecido hasta el delirio, el nacionalismo, no menos obtuso en Francia que en cualquier otra parte. Sin embargo, pese a mi firme decisión premonitoria de detestar el libro de la primera a la última página, ese diálogo de dos estatuas que se hablan como solo se habla en los grandes libros, con coherencia y fulgor que nunca desfallecen, terminó por desbaratar mis defensas y arrastrarme en su delirante egolatría y hacerme creer, mientras los leía, los disparates proféticos con que los dos geniales interlocutores se consolaban: que, sin De Gaulle, Europa se desharía y Francia, en manos de la mediocridad de los politicastros que habían sucedido al general, iría también languideciendo. Me sedujo, no me convenció, y ahora trato de explicarlo asegurando que Les chenes qu’on abat es un magnífico libro detestable.


No hay nada como un gran escritor para hacernos ver espejismos. Malraux lo era no solo cuando escribía; también cuando hablaba. Fue otra de sus originalidades, una en la que, creo, no tuvo antecesores ni émulos. La oratoria es un arte menor, superficial, de meros efectos sonoros y visuales, generalmente reñido con el pensamiento, de y para gentes gárrulas. Pero Malraux era un orador fuera de serie, capaz (como pueden comprobar los lectores de lengua española en la traducción de sus Oraciones fúnebres, aparecida en Anaya & Mario Muchnik Editores) de dotar a un discurso de una ebullición de ideas frescas y estimulantes, y de arroparlas de imágenes de gran belleza retórica. Algunos de esos textos, como los que leyó en el Panteón ante las cenizas del héroe de la Resistencia francesa, Jean Moulin, y ante las de Le Corbusier, en el patio del Louvre, son hermosísimas piezas literarias, y quienes se las oímos decir, con su voz tonitronante, las debidas pausas dramáticas y la mirada visionaria, no olvidaremos nunca ese espectáculo (yo lo oía desde muy lejos, escondido en el rebaño periodístico; pero, igual, sudaba frío y me emocionaba hasta los huesos).


Eso fue también Malraux, a lo largo de toda su vida: un espectáculo. Que él mismo preparó, dirigió y encarnó, con sabiduría y sin descuidar el más mínimo detalle. Sabía que era inteligente y genial y a pesar de eso no se volvió idiota. Era también de un gran coraje y no temía a la muerte, y, por ello, pese a que esta lo rondó muchas veces, pudo embarcarse en todas las temerarias empresas que jalonaron su existencia. Pero fue también, afortunadamente, algo histrión y narciso, un exhibicionista de alto vuelo (un barón de Clappique), y eso lo humanizaba, retrotrayéndolo de las alturas a donde lo subía esa inteligencia que deslumbró a Gide, al nivel nuestro, el de los simples mortales. La mayor parte de los escritores que admiro no hubieran resistido la prueba del Panteón; o su presencia allí, en ese monumento a la eternidad oficial, hubiera parecido intolerable, un agravio a su memoria. ¿Cómo hubieran podido entrar al Panteón un Flaubert, un Baudelaire, un Rimbaud? Pero Malraux no desentona allí, ni se empobrecen su obra ni su imagen entre esos mármoles. Porque, entre las innumerables cosas que fue ese hombreorquesta, fue también eso: un enamorado del oropel y la mundana comedia, de los arcos triunfales, las banderas, los himnos, esos símbolos inventados para vestir el vacío existencial y alimentar la vanidad humana. ~

 

Londres, marzo de 1999.

Este ensayo se publicó posteriormente en

La verdad de las mentiras (Alfaguara, Madrid, 2002),

con el título “El héroe, el bufón y la historia”


Mario Vargas Llosa o el retorno político


LETRAS LIBRES /  (De click para agrandar)
NOVIEMBRE DE 2010
Premio nobel

por Rafael Gumucio

Fuente: Letras libres

Una sola cosa en común tienen todos los premios Nobel latinoamericanos: fueron o quisieron ser escritores de vanguardia y fueron o terminaron por ser hombres políticos. Es, por lo demás, lo que suele reprochárseles: a Neruda su comunismo, a Paz su lucidez, a Vargas Llosa su liberalismo. Es lo que en algunos casos apuró y en otros dificultó la llegada del premio. Es lo que les impide ser figuras de consenso en sus propios países. Si todos esos genios se hubiesen dedicado solo a escribir –dicen los amantes de la literatura pura, de la pura literatura–, si no hubiesen cantado a Stalingrado, no hubiesen sido candidatos a presidente, si no hubiesen pasado su tiempo alimentando polémicas y fatigando cuerpos diplomáticos, si les hubiese gustado menos el poder y más los libros otro gallo nos cantaría a todos sus seguidores.


Atendiendo a ese deseo para los escritores menores de 35 años, nos dice la revista Granta en español, la literatura no rima ya con militancia. Y no es que los jóvenes carezcan de opiniones políticas ni de ocasiones para sorprenderse u horrorizarse con las presidencias y las oposiciones de sus países. Separan, eso sí, literatura y militancia, prefiriendo la primera lo más pura posible y la segunda lo más ecléctica que se pueda. Escriben, la mayoría, sin la intención de salvar o representar, o siquiera destruir, a sus países. Sus apuestas, como sus obsesiones, son personales, sus creencias son mixtas, sus dudas razonables. Viven en muchas partes, participan de muchos debates al mismo tiempo, sus patrias son los libros, el idioma, la esposa, la novia, el gato, los videojuegos, las citas de libros viejos que nadie más lee. Lo mismo o peor sucede entre los nacidos después de 1965, generación –la mía– que fue víctima y parte de una verdadera cruzada de despolitización literaria que ahora recién parece perder su fuerza. Una operación perfectamente orquestada desde revistas, diarios y universidades de ambos mundos para internacionalizar nuestras letras, para limpiarlas del polvo y la paja de las revoluciones que no llegaron. McOndo y el Crack –y también sus enemigos de la posvanguardia– eran eso después de todo: no el final del realismo mágico sino el combate para liberar al escritor de las obligaciones cívicas, geográficas o históricas que lo tenían aprisionado.


Escribir, libres de las contingencias, libros que podrían ser escritos en cualquier parte. Mostrar un estilo, exhibir algún talento, reciclar estímulos culturales –el Che y los Rolling, Pinochet y el punk. Pero si el escritor, como nos explicaron hasta el cansancio, es ante todo una voz propia, una personalidad arrolladora, un imaginario original, una cierta prosa, un cierto estilo, ¿cómo explicar la fuerza de La ciudad y los perros, La casa verde o Conversación en La Catedral, libros que hacen preguntas urgentes en un estilo ante todo efectivo, que se adapta cada vez a su tema? Libros escritos por un joven peruano pero que son también de una generación, de una sensibilidad común. Obras de un imaginario particular pero también fruto de un debate común. ¿Cómo se explica que escritores tan distintos como Carlos Fuentes, García Márquez, Jorge Edwards o José Donoso perpetraran en los mismos años obras maestras que son también el choque de una sensibilidad y un país, una intuición y un discurso, una originalidad y cien lugares comunes? ¿Quién explica que cada uno, a su manera, viera declinar su edad de oro justo ese año, 1975, que Granta estableció como frontera –en cuanto al año de nacimiento– a la hora de buscar a sus nuevas promesas? Si la literatura en nuestro continente no es ante todo política, ¿cómo se explica que sus fechas de auge y caída coincidan justamente con las fechas de entusiasmo y decepción política del continente?


El boom solo se puede comparar a la llamada edad de oro de la novela rusa. Vargas Llosa, Donoso, Edwards y García Márquez solo tienen parangón con Gógol, Tolstói, Turguénev y Dostoievski, una generación o dos de escritores y de libros que de un momento a otro pusieron en primer plano de la historia una literatura, la rusa, hasta entonces completamente marginal. La censura a los libros de ensayo (que se disfrazaron de novelas) y la crítica básicamente política de Belinski marcó ese brusco florecimiento. En Rusia, como sucedería entre nosotros, la conspiración política fue una forma de arte, y la literatura una forma de conspiración política. No hubo espacio para una Jane Austen o un Montaigne entre los rusos. ¿Lo hay en Colombia, Chile o Venezuela? La élite rusa, como la latinoamericana (ambas carentes de una sólida clase media, ambas nutridas por un ansia de experimentación, ambas occidentales solo a medias), empieza y termina en la revolución. En torno a esa idea, a ese miedo, a ese intento, giran todos y cada uno de los clásicos de la literatura rusa del siglo xix. Lo mismo se puede decir de la literatura latinoamericana del siglo xx. La revolución, siempre la revolución: Los que más se alejan de ella (Lezama o Borges) terminan aún más atrapados por sus consecuencias. La persecución de la que fueron víctimas, la perplejidad con la que se enfrentaron a un debate del todo ajeno a sus preocupaciones, enriqueció su obra, refinó sus procedimientos, les prestó esa energía definitiva que le faltó a Henri Michaux o a Saint-John Perse.


Estética, claro, pero sobre todo y ante todo ética. Neruda, Mistral, Paz, García Márquez, Vargas Llosa: ¿Es de verdad la política el pecado que debemos perdonarles a nuestros premios Nobel o es quizá la marca de fábrica de nuestra literatura? Lo que la hace la heredera más leal de las preocupaciones y los sueños del siglo xix es que la novela pretendía contar la vida privada de las naciones. En Bélgica la vida interior puede ser apasionante y la política banal. Sucede todo lo contrario en Perú, Venezuela e incluso Chile. En el centro cívico de sus respectivas capitales es difícil no encontrarse con la vitalidad desnuda, temible a veces, apasionante, que en otras latitudes algunos buscan en drogas alucinógenas y en pesadillas intertextuales.


Lo que hace grande a Vargas Llosa es justamente todo lo que le impidió ser su admirado Flaubert. Su talento está justamente en ser, en todos los sentidos –incluido el literario–, un escritor comprometido. La vitalidad de la literatura latinoamericana nace en parte de su relación convulsa con esa otra rama de la ficción que es la política. Vitalidad es quizás, justamente, lo único que uno podría echar en falta en las nuevas generaciones de escritores latinoamericanos, llenas de talentos seguros y probables. A primera vista, y a riesgo de apresurarme, diría que en ella sobran aciertos y faltan errores. La consagración de Mario Vargas Llosa, con sus logros y sus extravíos, sus obras de teatro, sus candidaturas, sus novelas y sus reportajes, vuelve a probar que no hay otro destino para quien escribe en este continente y en este idioma que asumir todos los riesgos hasta el final. Varga Llosa confirma así que toda la gracia –y mucha de la desgracia– de nuestra literatura consiste en que escribir aquí es todavía una aventura. ~