martes, 19 de enero de 2010


Confesiones de un liberal

MAYO DE 2005

Letras Libres
por Mario Vargas Llosa
En este discurso, pronunciado al recibir el premio Irving Kristol, que otorga anualmente el Instituto American Enterprise a las personalidades que contribuyen a defender la democracia en el mundo, Mario Vargas Llosa hace una apasionada defensa de la libertad, al tiempo que explica su credo político.
Estoy especialmente reconocido a quienes me han otorgado este premio porque, según sus considerandos, se me confiere no sólo por mi obra literaria sino también por mis ideas y tomas de posición política. Eso es, créanme ustedes, toda una novedad. En el mundo en el que yo me muevo más, América Latina y España, lo usual es que, cuando alguien o alguna institución elogia mis novelas o mis ensayos literarios, se apresure inmediatamente a añadir "pese a que discrepe de", "aunque no siempre coincida con", o "esto no significa que acepte las cosas que él (yo) critica o defiende en el ámbito político". Acostumbrado a esta partenogénesis de mí, me siento, ahora, feliz, reintegrado a la totalidad de mi persona, gracias al Premio Irving Kristol que, en vez de practicar conmigo aquella esquizofrenia, me identifica como un solo ser, el hombre que escribe y el que piensa y en el que, me gustaría creer, ambas cosas son una sola e irrompible realidad.

Pero, ahora, para ser honesto con ustedes y responder de algún modo a la generosidad de la American Enterprise Institute y al Premio Irving Kristol, siento la obligación de explicar mi posición política con cierto detalle. No es nada fácil. Me temo que no baste afirmar que soy —sería más prudente decir "creo que soy"— un liberal. La primera complicación surge con esta palabra. Como ustedes saben muy bien, "liberal" quiere decir cosas diferentes y antagónicas, según quién la dice y dónde se dice. Por ejemplo, mi añorada abuelita Carmen decía que un señor era un liberal cuando se trataba de un caballero de costumbres disolutas que, además de no ir a misa, hablaba mal de los curas. Para ella, la encarnación prototípica del "liberal" era un legendario antepasado mío que, un buen día, en mi ciudad natal, Arequipa, dijo a su mujer que iba a comprar un periódico a la Plaza de Armas y no regresó más a su casa. La familia sólo volvió a saber de él treinta años más tarde, cuando el caballero prófugo murió en París. "¿Y a qué se fugó a París ese tío liberal, abuelita?" "A qué iba a ser, hijito. ¡A corromperse!" No sería extraño que aquella historia fuera el origen remoto de mi liberalismo y mi pasión por la cultura francesa.

Aquí, en Estados Unidos, y en general en el mundo anglosajón, la palabra liberal tiene resonancias de izquierda y se identifica a veces con socialista y radical. En América Latina y en España, donde la palabra liberal nació en el siglo XIX para designar a los rebeldes que luchaban contra las tropas de ocupación napeolónicas, en cambio, a mí me dicen liberal —o, lo que es más grave, neoliberal— para exorcizarme o descalificarme, porque la perversión política de nuestra semántica ha mutado el significado originario del vocablo —amante de la libertad, persona que se alza contra la opresión— reemplazándolo por la de conservador y reaccionario, es decir, algo que en boca de un progresista quiere decir cómplice de toda la explotación y las injusticias de que son víctimas los pobres del mundo.

Ahora bien, para complicar más las cosas, ni siquiera entre los propios liberales hay un acuerdo riguroso sobre lo que entendemos por aquello que decimos y queremos ser. Todos quienes han tenido ocasión de asistir a una conferencia o congreso de liberales saben que estas reuniones suelen ser muy divertidas, porque en ellas las discrepancias prevalecen sobre las coincidencias y porque, como ocurría con los trotskistas cuando todavía existían, cada liberal es, en sí mismo, potencialmente, una herejía y una secta.

Como el liberalismo no es una ideología, es decir, una religión laica y dogmática, sino una doctrina abierta que evoluciona y se pliega a la realidad en vez de tratar de forzar a la realidad a plegarse a ella, hay, entre los liberales, tendencias diversas y discrepancias profundas. Respecto a la religión, por ejemplo, o a los matrimonios gay, o al aborto, y así, los liberales que, como yo, somos agnósticos, partidarios de separar a la iglesia del Estado, y defendemos la descriminalización del aborto y el matrimonio homosexual, somos a veces criticados con dureza por otros liberales, que piensan en estos asuntos lo contrario que nosotros. Estas discrepancias son sanas y provechosas, porque no violentan los presupuestos básicos del liberalismo, que son la democracia política, la economía de mercado y la defensa del individuo frente al Estado.

Hay liberales, por ejemplo, que creen que la economía es el ámbito donde se resuelven todos los problemas y que el mercado libre es la panacea que soluciona desde la pobreza hasta el desempleo, la marginalidad y la exclusión social. Esos liberales, verdaderos logaritmos vivientes, han hecho a veces más daño a la causa de la libertad que los propios marxistas, los primeros propagadores de esa absurda tesis según la cual la economía es el motor de la historia de las naciones y el fundamento de la civilización. No es verdad. Lo que diferencia a la civilización de la barbarie son las ideas, la cultura, antes que la economía y ésta, por sí sola, sin el sustento de aquélla, puede producir sobre el papel óptimos resultados, pero no da sentido a la vida de las gentes, ni les ofrece razones para resistir la adversidad y sentirse solidarios y compasivos, ni las hace vivir en un entorno impregnado de humanidad. Es la cultura, un cuerpo de ideas, creencias y costumbres compartidas —entre las que, desde luego, puede incluirse la religión— la que da calor y vivifica la democracia y la que permite que la economía de mercado, con su carácter competitivo y su fría matemática de premios para el éxito y castigos para el fracaso, no degenere en una darwiniana batalla en la que —la frase es de Isaiah Berlin— "los lobos se coman a todos los corderos". El mercado libre es el mejor mecanismo que existe para producir riqueza y, bien complementado con otras instituciones y usos de la cultura democrática, dispara el progreso material de una nación a los vertiginosos adelantos que sabemos. Pero es, también, un mecanismo implacable, que sin esa dimensión espiritual e intelectual que representa la cultura, puede reducir la vida a una feroz y egoísta lucha en la que sólo sobrevivirían los más fuertes.

Pues bien, el liberal que yo trato de ser, cree que la libertad es el valor supremo, ya que gracias a la libertad la humanidad ha podido progresar desde la caverna primitiva hasta el viaje a las estrellas y la revolución informática, desde las formas de asociación colectivista y despótica, hasta la democracia representativa. Los fundamentos de la libertad son la propiedad privada y el Estado de Derecho, el sistema que garantiza las menores formas de injusticia, que produce mayor progreso material y cultural, que más ataja la violencia y el que respeta más los derechos humanos. Para esa concepción del liberalismo, la libertad es una sola y la libertad política y la libertad económica son inseparables, como el anverso y el reverso de una medalla. Por no haberlo entendido así, han fracasado tantas veces los intentos democráticos en América Latina. Porque las democracias que comenzaban a alborear luego de las dictaduras, respetaban la libertad política pero rechazaban la libertad económica, lo que, inevitablemente, producía más pobreza, ineficiencia y corrupción, o porque se instalaban gobiernos autoritarios, convencidos de que sólo un régimen de mano dura y represora podía garantizar el funcionamiento del mercado libre. Ésta es una peligrosa falacia. Nunca ha sido así y por eso todas las dictaduras latinoamericanas "desarrollistas" fracasaron, porque no hay economía libre que funcione sin un sistema judicial independiente y eficiente, ni reformas que tengan éxito si se emprenden sin la fiscalización y la crítica que sólo la democracia permite. Quienes creían que el general Pinochet era la excepción a la regla, porque su régimen obtuvo algunos éxitos económicos, descubren ahora, con las revelaciones sobre sus asesinados y torturados, cuentas secretas y sus millones de dólares en el extranjero, que el dictador chileno era, igual que todos sus congéneres latinoamericanos, un asesino y un ladrón.

Democracia política y mercados libres son dos fundamentos capitales de una postura liberal. Pero, formuladas así, estas dos expresiones tienen algo de abstracto y algebraico, que las deshumaniza y aleja de la experiencia de las gentes comunes y corrientes. El liberalismo es más, mucho más que eso. Básicamente, es tolerancia y respeto a los demás, y, principalmente, a quien piensa distinto de nosotros, practica otras costumbres y adora otro dios o es un incrédulo. Aceptar esa coexistencia con el que es distinto ha sido el paso más extraordinario dado por los seres humanos en el camino de la civilización, una actitud o disposición que precedió a la democracia y la hizo posible, y contribuyó más que ningún descubrimiento científico o sistema filosófico a atenuar la violencia y el instinto de dominio y de muerte en las relaciones humanas. Y lo que despertó esa desconfianza natural hacia el poder, hacia todos los poderes, que es en los liberales algo así como nuestra segunda naturaleza.

No se puede prescindir del poder, claro está, salvo en las hermosas utopías de los anarquistas. Pero sí se puede frenarlo y contrapesarlo para que no se exceda, usurpe funciones que no le competen y arrolle al individuo, ese personaje al que los liberales consideramos la piedra miliar de la sociedad y cuyos derechos deben ser respetados y garantizados porque, si ellos se ven vulnerados, inevitablemente se desencadena una serie multiplicada y creciente de abusos que, como las ondas concéntricas, arrasan con la idea misma de la justicia social.

La defensa del individuo es consecuencia natural de considerar a la libertad el valor individual y social por excelencia. Pues la libertad se mide en el seno de una sociedad por el margen de autonomía de que dispone el ciudadano para organizar su vida y realizar sus expectativas sin interferencias injustas, es decir, por aquella "libertad negativa" como la llamó Isaiah Berlin en un célebre ensayo. El colectivismo, inevitable en los primeros tiempos de la historia, cuando el individuo era sólo una parte de la tribu, que dependía del todo social para sobrevivir, fue declinando a medida que el progreso material e intelectual permitían al hombre dominar la naturaleza, vencer el miedo al trueno, a la fiera, a lo desconocido, y al otro, al que tenía otro color de piel, otra lengua y otras costumbres. Pero el colectivismo ha sobrevivido a lo largo de la historia, en esas doctrinas e ideologías que pretenden convertir la pertenencia de un individuo a una determinada colectividad en el valor supremo, la raza, por ejemplo, la clase social, la religión, o la nación. Todas esas doctrinas colectivistas —el nazismo, el fascismo, los integrismos religiosos, el comunismo—, son por eso los enemigos naturales de la libertad, y los más enconados adversarios de los liberales. En cada época, esa tara atávica, el colectivismo, asoma su horrible cara y amenaza con destruir la civilización y retrocedernos a la barbarie. Ayer se llamó fascismo y comunismo, hoy se llama nacionalismo y fundamentalismo religioso.

Un gran pensador liberal, Ludwig von Mises, fue siempre opuesto a la existencia de partidos liberales, porque, a su juicio, estas formaciones políticas, al pretender monopolizar el liberalismo, lo desnaturalizaban, encasillándolo en los moldes estrechos de las luchas partidarias por llegar al poder. Según él, la filosofía liberal debe ser, más bien, una cultura general, compartida por todas las corrientes y movimientos políticos que coexisten en una sociedad abierta y sostienen la democracia, un pensamiento que irrigue por igual a socialcristianos, radicales, socialdemócratas, conservadores y socialistas democráticos. Hay mucho de verdad en esta teoría. Y así, en nuestro tiempo hemos visto el caso de gobiernos conservadores, como los de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y José María Aznar, que impulsaron reformas profundamente liberales, en tanto que, en nuestros días, corresponde más bien a dirigentes nominalmente socialistas, como Tony Blair en el Reino Unido y Ricardo Lagos, en Chile, llevar a cabo unas políticas económicas y sociales que sólo se pueden calificar de liberales.

Aunque la palabra "liberal" sigue siendo todavía una mala palabra de la que todo latinoamericano políticamente correcto tiene la obligación de abominar, lo cierto es que, de un tiempo a esta parte, ideas y actitudes básicamente liberales han comenzado también a contaminar tanto a la derecha como a la izquierda en el continente de las ilusiones perdidas. No otra es la razón de que, en estos últimos años, pese a las crisis económicas, a la corrupción, al fracaso de tantos gobiernos para satisfacer las expectativas puestas en ellos, las democracias que tenemos en América Latina no se hayan desplomado ni sido reemplazadas por dictaduras militares. Desde luego, todavía está allí, en Cuba, ese fósil autoritario, Fidel Castro, quien ha conseguido ya, en los 46 años que lleva esclavizando a su país, ser el dictador más longevo de la historia de América Latina. Y la desdichada Venezuela padece ahora a un impresentable aspirante a ser un Fidel castro con minúsculas, el comandante Hugo Chávez. Pero ésas son dos excepciones en un continente en el que, vale la pena subrayarlo, nunca en el pasado hubo tantos gobiernos civiles, nacidos de elecciones más o menos libres, como ahora. Y hay casos interesantes y alentadores, como el de Lula, en el Brasil, quien, antes de ser elegido Presidente, predicaba una doctrina populista, el nacionalismo económico y la hostilidad tradicional de la izquierda hacia el mercado, y es, ahora, un practicante de la disciplina fiscal, un promotor de las inversiones extranjeras, de la empresa privada y de la globalización, aunque se equivoca al oponerse al ALCA, Área de Libre Comercio de las Américas (Free Trade Area of the Americas). En Argentina, aunque con una retórica más encendida y llena a veces de bravatas, el Presidente Kirchner está siguiendo sus pasos, afortunadamente, aunque a veces parezca hacerlo a regañadientes y dé algún tropezón. Y, asimismo, hay indicios de que el gobierno que asumirá el poder próximamente en Uruguay, presidido por el doctor Tabaré Vázquez, se dispone, en política económica, a seguir el ejemplo de Lula en vez de la vieja receta estatista y centralista que tantos estragos ha causado en nuestro continente. Incluso, esa izquierda no ha querido dar marcha atrás en la privatización de las pensiones —que han llevado a cabo hasta el momento once países latinoamericanos—, en tanto que la izquierda de Estados Unidos, más atrasada, se opone a privatizar aquí el Social Security. Son síntomas positivos de una cierta modernización de una izquierda que, sin reconocerlo, va admitiendo que el camino del progreso económico y de la justicia social, pasa por la democracia y por el mercado, como hemos sostenido los liberales siempre, predicando en el vacío durante tanto tiempo. Si en los hechos, la izquierda latinoamericana comienza a hacer en la práctica una política liberal, aunque la disfrace con una retórica que la niega, en buena hora: es un paso adelante y significa que hay esperanzas de que América Latina deje por fin, atrás, el lastre del subdesarrollo y de las dictaduras. Es un progreso, como lo es la aparición de una derecha civilizada que ya no piense que la solución de los problemas está en tocar las puertas de los cuarteles, sino en aceptar el sufragio, las instituciones democráticas y hacerlas funcionar.

Otro síntoma positivo, en el panorama tan cargado de sombras de la América Latina de nuestros días, es el hecho de que el viejo sentimiento antinorteamericano que alentaba en el continente, ha disminuido considerablemente. La verdad es que el antinorteamericanismo es hoy día más fuerte en países como España y Francia, que en México o en el Perú. De hecho, la guerra en Iraq, por ejemplo, ha movilizado en Europa a vastos sectores de casi todo el espectro político, cuyo único denominador común parecía ser, no el amor por la paz, sino el rencor o el odio hacia los Estados Unidos. En América Latina, esa movilización ha sido marginal y prácticamente confinada a los sectores más irreductibles de la ultra izquierda. El cambio de actitud hacia Estados Unidos obedece a dos razones, una pragmática y otra principista. Los latinoamericanos que no han perdido el sentido común entienden que, por razones geográficas, económicas y políticas, una relación de intercambios comerciales fluida y robusta con los Estados Unidos es indispensable para nuestro desarrollo. Y, del otro lado, el hecho de que, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, la política exterior norteamericana, en vez de apoyar a las dictaduras, mantenga ahora una línea constante de sostén a las democracias y de rechazo a los intentos autoritarios, ha contribuido mucho a reducir la desconfianza y hostilidad de los sectores democráticos de América Latina hacia el poderoso vecino del Norte. Este acercamiento y colaboración son indispensables, en efecto, para que América Latina pueda quemar etapas en su lucha contra la pobreza y el atraso.

El liberal que les habla se ha visto con frecuencia en los últimos años enfrascado en polémicas, defendiendo una imagen real de los Estados Unidos que la pasión y los prejuicios políticos deforman a veces hasta la caricatura. El problema que tenemos quienes intentamos combatir estos estereotipos es que ningún país produce tantos materiales artísticos e intelectuales antiestadounidenses como el propio Estados Unidos —el país natal, no lo olvidemos de Michael Moore, Oliver Stone y Noam Chomsky—, al extremo de que a veces uno se pregunta si el antinorteamericanismo no será uno de esos astutos productos de exportación, manufacturados por la CIA, de que el imperialismo se vale para tener ideológicamente manipuladas a las muchedumbres tercermundistas. Antes, el antiamericanismo era popular sobre todo en América Latina, pero ahora ocurre más en ciertos países europeos, sobre todo aquellos que se aferran a un pasado que se fue, y se resisten a aceptar la globalización y la interdependencia de las naciones en un mundo en el que las fronteras, antes sólidas e inexpugnables, se van volviendo porosas y desvaneciendo poco a poco. Desde luego, no todo lo que ocurre en Estados Unidos me gusta, ni muchos menos. Por ejemplo, lamento que todavía haya muchos estados donde se aplique esa aberración que es la pena de muerte y un buen número de cosas más, como que, en la lucha contra las drogas, se privilegie la represión sobre la persuasión, pese a las lecciones de la llamada Ley Seca (The Prohibition). Pero, hechas las sumas y las restas, creo que, entre las democracias del mundo, la de Estados Unidos es la más abierta y funcional, la que tiene mayor capacidad autocrítica, y la que, por eso mismo, se renueva y actualiza más rápido en función de los desafíos y necesidades de la cambiante circunstancia histórica. Es una democracia en la que yo admiro sobre todo aquello que el profesor Samuel Huntington teme: esa formidable mezcolanza de razas, culturas, tradiciones, costumbres, que aquí consiguen convivir sin entrematarse, gracias a esa igualdad ante la ley y a la flexibilidad del sistema para dar cabida en su seno a la diversidad, dentro del denominador común del respeto a la ley y a los otros.

La presencia, en Estados Unidos, de unos cuarenta millones de ciudadanos de origen latinoamericano, desde mi punto de vista, no atenta contra la cohesión social ni la integridad de la nación; más bien, la refuerza añadiéndole una corriente cultural y vital de gran empuje, donde la familia es sagrada, que, con su voluntad de superación, su capacidad de trabajo y deseo de triunfar, esta sociedad abierta aprovechará exitosamente. Sin renunciar a sus orígenes, esta comunidad se va integrando con lealtad y con amor a su nueva patria y va forjando un vínculo creciente entre las dos Américas. Esto es algo de lo que puedo testimoniar casi en primera persona. Mis padres, cuando ya habían dejado de ser jóvenes, fueron dos de esos millones de latinoamericanos que, buscando las oportunidades que no les ofrecía su país, emigraron a los Estados Unidos. Durante cerca de veinticinco años vivieron en Los Ángeles, ganándose la vida con sus manos, algo que no habían tenido que hacer nunca en el Perú. Mi madre trabajó muchos años como obrera, en una fábrica textil llena de mexicanos y centroamericanos, entre los que hizo excelentes amigos. Cuando mi padre falleció, yo creí que ella volvería al Perú, como yo se lo pedía. Pero, por el contrario, decidió quedarse aquí, viviendo sola e incluso pidió y obtuvo la nacionalidad estadounidense, algo que mi padre nunca quiso hacer. Más tarde, cuando ya los achaques de la vejez la hicieron retornar a su tierra natal, siempre recordó con orgullo y gratitud a Estados Unidos, su segunda patria. Para ella nunca hubo incompatibilidad alguna, ni el menor conflicto de lealtades, entre sentirse peruana y norteamericana.

Quizás este recuerdo sea algo más que una evocación filial. Quizás podamos ver en este ejemplo un anticipo del futuro. Soñemos, como hacen los novelistas: un mundo desembarazado de fanáticos, terroristas, dictadores; un mundo de culturas, razas, credos y tradiciones diferentes, coexistiendo en paz gracias a la cultura de la libertad, en el que las fronteras hayan dejado de serlo y se hayan vuelto puentes, que los hombres y mujeres puedan cruzar y descruzar en pos de sus anhelos y sin más obstáculos que su soberana voluntad.

Entonces, casi no será necesario hablar de libertad porque ésta será el aire que respiremos y porque todos seremos verdaderamente libres. El ideal de Ludwig von Mises, una cultura planetaria signada por el respeto a la ley y a los derechos humanos, se habrá hecho realidad. -

Washington, D.C., 2 de marzo de 2005.

Despedida a un combatiente. Homenaje a Jean François Revel

Despedida a un combatiente
por Mario Vargas Llosa

02 de mayo de 2006
Por Mario Vargas Llosa

La muerte de Jean François Revel abre un vacío intelectual en Francia que, en lo inmediato, nadie va a llenar, priva a la cultura liberal de uno de sus más lúcidos y aguerridos combatientes y nos deja a sus lectores, admiradores y amigos con una sobrecogedora sensación de orfandad.

Había nacido en 1924 en Marsella y aprobado todos los requisitos que en Francia auguran una carrera académica de alto nivel (Escuela Normal Superior, agregación en Filosofía, militancia en la resistencia durante la ocupación) y enseñado en los institutos franceses de México y Florencia, donde aprendió el español y el italiano, dos de los cinco idiomas que hablaba a la perfección. Su biografía oficial dice que su primer libro fue “Pourquoi des philosophes?” (1957) (¿Para qué los filósofos?), pero, en verdad, había publicado antes una novela, “Histoire de Flore”, que, por excesivo sentido de autocrítica, nunca reeditó. Aquel ensayo, y su continuación de cinco años después, “La Cabale des dévots” (1962) (La Cábala de los devotos) revelaron al mundo a un formidable panfletario a la manera de Voltaire, culto y pugnaz, irónico y lapidario, en el que la riqueza de las ideas y el espíritu insumiso se desplegaban en una prosa tersa y por momentos incandescente. Recuerdo haberlos leído sorprendido, sacudido, irritado y, a fin de cuentas, con inmenso placer. Todos los grandes íconos en aquellos años quedaban bastante despintados en esos ensayos que denunciaban el oscurantismo gratuito, pretencioso y tramposo del lenguaje en que se expresaba buena parte de la filosofía de moda (de Lacan a Heidegger, de Sartre a Teilhard de Chardin, de Merleau-Ponty a Lévy-Strauss). El panfleto, en el siglo dieciocho, no era en modo alguno esa forma retórica de diatriba vulgar y casi siempre insustancial que define en nuestra época aquel concepto, sino una comunicación polémica de alta cultura, un desafío semejante a las cartas de batalla medievales pero en el orden de las ideas, que empleaban los mejores talentos, volcando en esos textos sus mejores prendas intelectuales, para llegar a un público más vasto que el de los especialistas. Entre las mil actividades que desempeñó Jean François Revel, figura la de haber dirigido en la editorial inconformista de J.J. Pauvert una excelente colección, llamada “Libertés”, de panfletos en la que figuraban Diderot, Voltaire, Hume, Rousseau, Zola, Marx, Breton y muchos otros.

A esa dinastía de grandes polemistas, rebeldes y agitadores intelectuales pertenecía Jean François Revel y fue una verdadera suerte para la cultura de la libertad que, en 1963, abandonara su carrera universitaria para dedicarse de lleno al periodismo y a escribir sus ensayos, que llegaron a un público muy vasto, gracias al esfuerzo que hizo siempre, muy coherente con las críticas que había formulado a sus colegas filósofos, de conciliar el rigor intelectual con la claridad de la expresión. En esto fue todavía mucho más lejos que Raymond Aron, su amigo y maestro y a quien heredó la responsabilidad de ser el gran valedor de las ideas liberales en un país y en un momento histórico en que “el opio de los intelectuales” (como llamó Aron al marxismo en un ensayo célebre) tenía poco menos que hechizada a la intelectualidad francesa (La obnubilación llegó a tal extremo que el inteligente Sartre había declarado, a su regreso de un viaje a Moscú: “La libertad de crítica es total en la Unión Soviética”). Todos los libros de Revel, sin excepción, están al alcance de un lector medianamente culto, pese a que en algunos de ellos se discuten asuntos de intrincada complejidad, como doctrinas teológicas, eruditas polémicas de filología o estéticas, descubrimientos científicos o teorías sobre el arte. Nunca recurrió a la jerga especializada ni confundió la oscuridad con la profundidad. Fue siempre claro sin ser jamás superficial. Que eso lo consiguiera en sus libros, ya es un mérito; pero lo es todavía más que esa fuera la tónica de los centenares de artículos que escribió, en las publicaciones en que a lo largo de más de medio siglo comentó cada semana la actualidad: “France Observateur”, “L’Express” (del que fue director) y “Le Point”.

Por ignorantes, o para tratar de desprestigiarlo, muchos cacógrafos lo han presentado en estos días como un pensador ‘conservador’. No lo fue nunca. Fue, en su juventud, un socialista, y por eso se opuso, con críticas acerbas, a la Quinta República del general de Gaulle (”Le Style du Géneral”, 1959), y todavía en 1968 se enfrentó, en un ensayo sin misericordia, a la Francia de la reacción (”Lettre ouverte a la droite”). El año anterior, había sido candidato a diputado por el partido de François Mitterrand. Toda su vida fue un republicano ateo y anticlerical, severísimo catón del espíritu dogmático de todas las iglesias y en especial la católica, un defensor del laicismo y del racionalismo heredados del siglo de las luces (se explayó al respecto con sabiduría y humor en su libro-polémica con su hijo Matthieu, monje tibetano y traductor del Dalai Lama: “Le Moine et le Philosophe” (1997)). Dentro del espectro de variantes del liberalismo, Revel estuvo siempre en aquella que más se acerca al anarquismo, aunque sin caer en él, como sugiere aquella insolente declaración del principio de sus memorias: “Aborrezco a la familia, tanto aquella en la que nací como las que yo mismo fundé”.

Pero es verdad que el grueso de sus críticas, y esos libros que provocaron verdaderos seísmos intelectuales en el seno de la corrección política, se dirigían a esa izquierda enemistada con la cultura democrática, la sometida al dogmatismo marxista o maoísta, y, sobre todo, a la acobardada y paralizada por el temor de ser acusada de “venderse a la reacción”, que sirvió en tantos países de Caballo de Troya del totalitarismo, y a la proliferación de una literatura política supuestamente progresista sin vuelo, sin músculos y sin alma, hecha de lugares comunes y retórica estupefaciente. “La Tentation totalitaire” (1976), “Comment les démocraies finissent” (1983), “Le Terrorisme contra la démocratie” (1987) y “La Connaissance inutile” (1988) provocaron intensas y estimulantes polémicas y sirvieron para mostrar que un pensador liberal podía ser, si tenía el talento, la cultura y la valentía de un Revel, de encarnar el verdadero espíritu inconforme y trasgresor en tiempos de abdicación y aplatanamiento moral de la izquierda democrática.

Pero sería una gran injusticia hablar de Jean François Revel solo como un ensayista político. En realidad, fue un humanista moderno, con curiosidades por todo el abanico de vocaciones y disciplinas, las letras y las artes, como testimonian sus libros y sus artículos que versan sobre los temas más diversos. Pero en ninguno de los temas sobre los que escribió aparecía como un mero diletante. Su ensayo sobre Proust es delicado y sensible, una lectura original, con algunos hallazgos sorprendentes. Y también lo son sus escritos sobre el arte, y la crítica de arte, que revelan una larga frecuentación de museos, galerías y bibliotecas afines. Su hermosa “Antología de la Poesía Francesa” (1991) muestra una curiosa mezcla de amor por la tradición y la vanguardia al mismo tiempo y es, como todo lo que escribió, iconoclasta y original. Su libro sobre gastronomía, “Un festín en paroles” (1979) es, qué duda cabe, el libro de alguien que sabía muy bien de lo que hablaba. Verlo disfrutar de la comida era un espectáculo, solo comparable al que ofrecía Pablo Neruda frente a una mesa llena de manjares. Todo su inmenso amor a la vida –a esta vida, la única en la que creía– transparecía allí, en el brillo feliz de sus ojos, en la seriedad con que probaba cada bocado, en la gran sonrisa que era signo inequívoco de su aprobación.

Desde que, en su juventud, pasó dos años en México, como profesor, se interesó en América Latina, leyó mucho su literatura y estudió su historia y siguió sus avatares políticos con la seriedad y la falta de prejuicios que le permitieron conocer al continente de las esperanzas frustradas como muy pocos intelectuales europeos. También en este campo dio una batalla que nunca podremos agradecerle bastante los latinoamericanos. Es verdad que no era suficiente contrapeso al inmenso caudal de estereotipos y distorsiones que anegan por lo general los artículos y ensayos sobre América Latina que se publican en Europa, pero sin él las cosas hubieran sido todavía mucho peor. Cada una de las giras de Jean François Revel por los países latinoamericanos en las últimas tres décadas fueron enormemente positivas y gracias a él, por ejemplo, el venezolano Carlos Rangel se animó a publicar sus magníficos ensayos.

El temible polemista era un hombre bueno, generoso, un amigo leal, deslumbrante en las conversaciones de pequeños grupos, cuando, con una copa en la mano, se abandonaba al chisme, la anécdota, la picardía y el humor, inmensamente divertido. Parecía haberlo leído todo, pues sobre casi todo hablaba con una solvencia tranquila y una memoria de elefante, pero no había en él ni asomo de pedantería. Todo lo contrario. Nos conocimos a principios de los años setenta y, desde entonces, fuimos amigos, y también, creo que puedo decirlo sin parecer jactancioso, compañeros de barricada, porque ninguno de los dos se avergonzaba de ser llamado un liberal, palabra que, a pesar de todas las montañas de insidia con que han querido ensuciarla en estas décadas, sigue siendo, para mí, como lo era para Revel, una palabra hermosísima, pariente sanguínea de la libertad y de las mejores cosas que le han pasado a la humanidad, desde el nacimiento del individuo, la democracia, el reconocimiento del otro, los derechos humanos, la lenta disolución de las fronteras y la coexistencia en la diversidad. No hay palabra que represente mejor la idea de civilización y que esté más reñida con todas las manifestaciones de la barbarie que han llenado de sangre, injusticia, censura, crímenes y explotación la historia humana. Y pocos intelectuales modernos obraron tanto como Revel para mantenerla viva y operante en estos tiempos difíciles.

Querido Jean François, te vamos a extrañar.

PARÍS, 2 DE MAYO DE 2006
© MARIO VARGAS LLOSA, 2006.
© DIARIO “EL PAÍS”, SL/ MARIO VARGAS LLOSA. PRISACOM.

La cultura de la libertad

ElCato
24 de agosto de 2007
por Pedro Cateriano
*Pedro Cateriano es ex-diputado del Movimiento Libertad de Perú.

El 21 de agosto de 1987 se cambió la agenda ideológica del país. Mario Vargas Llosa subió al estrado de la plaza San Martín —con "exultación y temor" según sus palabras— para hablar a miles de personas que rechazábamos la estatización de la banca. Nadie había sido capaz de explicarnos, de manera sencilla y atractiva, la importancia de la economía de mercado, del capitalismo popular, de la propiedad privada y la necesidad de una reforma del Estado. Pocas veces se recalcó tan claramente que la libertad política es inseparable de la libertad económica.

Durante la campaña presidencial en la que se vio involucrado, Vargas Llosa expuso su programa que incluía la privatización de las empresas públicas, la creación del sistema de fondos privados de pensiones (AFP), la reforma de la educación, entre otros temas, comprometiéndose, además, a conducir, personalmente, con firmeza pero respetando la Constitución y la ley, la lucha contra el terrorismo.

El Apra de entonces tergiversó sus propuestas mediante una campaña millonaria y terrorífica, afirmando que esas medidas ocasionarían la muerte de muchos compatriotas y machacaron, hasta el cansancio, que se iba a suprimir la educación gratuita.

El voto de apristas y comunistas permitió que en la segunda vuelta Fujimori ganara los comicios. El ahora extraditable, además, contó con todo el aparato estatal y la prensa adicta al régimen (el Senado tiempo después probó que el Sistema de Inteligencia Nacional espió telefónicamente a Vargas Llosa).

Derrotado Vargas Llosa, antes de retornar a su quehacer de escritor sin rencor ni mezquindad, pidió a los congresistas del Movimiento Libertad que apoyáramos de manera constructiva al nuevo Gobierno. Así lo hicimos. Él guardó silencio. Creyó que de esa manera contribuía a la consolidación de la nueva administración.

Hasta el 5 de abril de 1992 Vargas Llosa mantuvo una prudente actitud, pero a partir de ese día se convirtió en el más pugnaz opositor a la dictadura y alertó sobre sus funestas consecuencias.

La corrupta dictadura de Fujimori tuvo logros en el campo económico, pero cometió graves violaciones a los derechos humanos, sobre todo en la lucha antiterrorista que un sector importante de la población aprobó, sin interesarse por sus métodos.

Fugado Fujimori, Vargas Llosa apoya la Comisión de la Verdad creada por el presidente Valentín Paniagua. Elegido Alejandro Toledo, actúa con la independencia intelectual que lo caracteriza, aunque sus críticas las modera cuando este tambaleaba.

Llegado el proceso electoral de 2006, ante la encrucijada de elegir entre Alan García y Ollanta Humala, Vargas Llosa pide el voto —con reservas— por García, considerando a Humala una amenaza para el sistema democrático.

En estos últimos veinte años, en el aspecto económico, Fujimori inició una nueva ruta aplicando algunas de las ideas de Vargas Llosa. Paniagua, en el breve tiempo que ejerció el poder, a pesar de todo, no pudo modificar la orientación y Toledo, contra viento y marea, también la siguió obteniendo logros significativos. Ahora, sorprendentemente, García parece continuar la misma vía.

Ciertamente, no estamos ante una revolución liberal, pero lentamente nos vamos alejando de una economía atrofiada y estatista. Esta es una de las grandes contribuciones de Vargas Llosa: haber ayudado a variar el horizonte económico del Perú.

Vargas Llosa ha demostrado su compromiso con el Perú y la democracia. El país está en deuda con él, no solo por sus aportes como escritor, sino, también, por su apoyo cívico a la cultura de la libertad.

Este artículo fue publicado en El Comercio (Perú) el 21 de agosto de 2007.

La civilización del espectáculo

Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
03 de junio de 2007


En algún momento, en la segunda mitad del siglo XX, el periodismo de las sociedades abiertas de Occidente empezó a relegar discretamente a un segundo plano las que habían sido sus funciones principales –informar, opinar y criticar– para privilegiar otra que hasta entonces había sido secundaria: divertir. Nadie lo planeó y ningún órgano de prensa imaginó que esta sutil alteración de las prioridades del periodismo entrañaría cambios tan profundos en todo el ámbito cultural y ético. Lo que ocurría en el mundo de la información era reflejo de un proceso que abarcaba casi todos los aspectos de la vida social. La civilización del espectáculo había nacido y estaba allí para quedarse y revolucionar hasta la médula instituciones y costumbres de las sociedades libres.

¿A qué viene esta reflexión? A que desde hace cinco días no hallo manera de evitar darme de bruces, en periódico que abro o programa noticioso que oigo o veo, con el cuerpo desnudo de la señora Cecilia Bolocco de Menem. No tengo nada contra los desnudos, y menos contra los que parecen bellos y bien conservados, tal el de la señora Bolocco, pero sí contra la aviesa manera como esas fotografías han sido tomadas y divulgadas por el fotógrafo, a quien, según la prensa, su hazaña periodística le ha reportado ya 300.000 dólares de honorarios, sin contar la desconocida suma que, por lo visto, según la chismografía periodística, la señora Bolocco le pagó para que no divulgara otras imágenes todavía más comprometedoras.

¿Por qué tengo que estar yo enterado de estas vilezas y negociaciones sórdidas? Porque para no enterarme de ellas tendría que dejar de leer periódicos y revistas, y de ver y oír programas televisivos y radiales, donde no exagero si digo que los pechos y el trasero de la señora de Menem han enanizado todo, desde las degollinas de Irak y el Líbano, hasta la toma de Radio Caracas Televisión por el gobierno de Hugo Chávez y el triunfo de Nicolas Sarkozy en las elecciones francesas.

Esas son las consecuencias de aceptar que la primera obligación de los medios es entretener y que la importancia de la información está en relación directamente proporcional con las dosis de espectacularidad que pueda generar. Si ahora parece perfectamente aceptable que un fotógrafo viole la privacidad de cualquier persona conocida para exponerla en cueros o haciendo el amor con un amante, ¿cuánto tiempo más hará falta para que la prensa regocije a los aburridos lectores o espectadores ávidos de escándalo mostrándoles violaciones, torturas y asesinatos en trance de ejecutarse?

Lo más extraordinario, como índice del aletargamiento moral que ha resultado de concebir el periodismo en particular, y la cultura en general, como diversión y espectáculo, es que el paparazzi que se las arregló para llevar sus cámaras hasta la intimidad de la señora Bolocco es considerado poco menos que un héroe debido a su soberbia performance, que, por lo demás, no es la primera de esa estirpe que perpetra ni será la última.

Protesto, pero es idiota de mi parte, porque sé que se trata de un problema sin solución. La alimaña que tomó aquellas fotos no es una rara avis, sino producto de un estado de cosas que induce al comunicador y al periodista a buscar, por encima de todo, la primicia, la ocurrencia audaz e insólita que pueda romper más convenciones y escandalizar más que ninguna otra. (Y si no la encuentra, a fabricarla.) Y como nada escandaliza ya en sociedades donde casi todo está permitido, hay que ir cada vez más lejos en la temeridad informativa, valiéndose de todo, aplastando cualquier escrúpulo, con tal de producir el scoop que dé que hablar. Dicen que, en su primera entrevista con Jean Cocteau, Sartre le rogó: “¡Escandalíceme, por favor!” Eso es lo que espera hoy en día el gran público del periodismo. Y el periodismo, obediente, trata afanosamente de chocarlo y espantarlo, porque ésta es la más codiciada diversión, el estremecimiento excitante de la hora.

No me refiero sólo a la prensa amarilla, a la que no leo. Pero esa prensa, por desgracia, desde hace tiempo contamina con su miasma la llamada prensa seria, al extremo de que las fronteras entre una y otra resultan cada vez más porosas. Para no perder oyentes y lectores, la prensa seria se ve arrastrada a dar cuenta de los escándalos y chismografías de la prensa amarilla, y de este modo contribuye a la degradación de los niveles culturales y éticos de la información. Por otra parte, la prensa seria no se atreve a condenar abiertamente las prácticas repelentes e inmorales del periodismo de cloaca porque teme –no sin razón– que cualquier iniciativa que se tome para frenarlas vaya en desmedro de la libertad de prensa y el derecho de crítica.

A ese disparate hemos llegado: a que una de las más importantes conquistas de la civilización, la libertad de expresión y el derecho de crítica, sirva de coartada y garantice la inmunidad para el libelo, la violación de la privacidad, la calumnia, el falso testimonio, la insidia y demás especialidades del amarillismo periodístico.

Se me replicará que en los países democráticos existen jueces y tribunales y leyes que amparan los derechos civiles a los que las víctimas de estos desaguisados pueden acudir. Eso es cierto en teoría, sí. En la práctica, es raro que un particular ose enfrentarse a esas publicaciones, algunas de las cuales son muy poderosas y cuentan con grandes recursos, abogados e influencias difíciles de derrotar, y que lo desanime entablar acciones judiciales por lo costosas que éstas resultan y lo enredadas e interminables que son.

Por otra parte, los jueces se sienten a menudo inhibidos de sancionar ese tipo de delitos porque temen crear precedentes que sirvan para recortar las libertades públicas y la libertad informativa.

En verdad, el problema no se confina en el ámbito jurídico. Se trata de un problema cultural. La cultura de nuestro tiempo propicia y ampara todo lo que entretiene y divierte, en todos los dominios de la vida social, y por eso, las campañas políticas y las justas electorales son cada vez menos un cotejo de ideas y programas, y cada vez más eventos publicitarios, espectáculos en los que, en vez de persuadir, los candidatos y los partidos tratan de seducir y excitar, apelando, como los periodistas amarillos, a las bajas pasiones o los instintos más primitivos, a las pulsiones irracionales del ciudadano antes que a su inteligencia y su razón. Se ha visto esto no sólo en las elecciones de países subdesarrollados, donde aquello es la norma, también en las recientes elecciones de Francia y España, donde han abundado los insultos y las descalificaciones escabrosas.

La civilización del espectáculo tiene sus lados positivos, desde luego. No está mal promover el humor, la diversión, pues sin humor, goce, hedonismo y juego, la vida sería espantosamente aburrida. Pero si ella se reduce cada vez más a ser sólo eso, triunfan la frivolidad, el esnobismo y formas crecientes de idiotez y chabacanería por doquier. En eso estamos, o por lo menos están en ello sectores muy amplios de –vaya paradoja– las sociedades que, gracias a la cultura de la libertad, han alcanzado los más altos niveles de vida, de educación, de seguridad y de ocio del planeta.

Algo falló, pues, en algún momento. Y valdría la pena reaccionar, antes de que sea demasiado tarde. La civilización del espectáculo en que estamos inmersos acarrea una absoluta confusión de valores. Los íconos o modelos sociales –las figuras ejemplares– lo son, ahora, básicamente, por razones mediáticas, pues la apariencia ha reemplazado a la sustancia en la apreciación pública. No son las ideas, la conducta, las hazañas intelectuales y científicas, sociales o culturales, las que hacen que un individuo descuelle y gane el respeto y la admiración de sus contemporáneos y se convierta en un modelo para los jóvenes, sino las personas más aptas para ocupar las primeras planas de la información, así sea por los goles que mete, los millones que gasta en fiestas faraónicas o los escándalos que protagoniza. La información, en consecuencia, concede cada vez más espacio, tiempo, talento y entusiasmo a ese género de personajes y sucesos.

Es verdad que siempre existió, en el pasado, un periodismo excremental que explotaba la maledicencia y la impudicia en todas sus manifestaciones, pero solía estar al margen, en una semiclandestinidad donde lo mantenían, más que leyes y reglamentos, los valores y la cultura imperantes. Hoy ese periodismo ha ganado derecho de ciudad pues los valores vigentes lo han legitimado. Frivolidad, banalidad, estupidización acelerada del promedio es uno de los inesperados resultados de ser, hoy, más libres que nunca en el pasado.

Esto no es una requisitoria contra la libertad, sino contra una deriva perversa de ella, que puede, si no se le pone coto, suicidarla. Porque no sólo desaparece la libertad cuando la reprimen o la censuran los gobiernos despóticos. Otra manera de acabar con ella es vaciándola de sustancia, desnaturalizándola, escudándose en ella para justificar atropellos y tráficos indignos contra los derechos civiles.

La existencia de este fenómeno es un efecto lateral de dos conquistas básicas de la civilización: la libertad y el mercado. Ambas han contribuido extraordinariamente al progreso material y cultural de la humanidad, a la creación del individuo soberano y al reconocimiento de sus derechos, a la coexistencia, a hacer retroceder la pobreza, la ignorancia y la explotación. Al mismo tiempo, la libertad ha permitido que esa reorientación del periodismo hacia la meta primordial de divertir a lectores, oyentes y televidentes fuera desarrollándose en proporciones cancerosas, atizada por la competencia que los mercados exigen. Si hay un público ávido de ese alimento, los medios se lo dan, y si ese público, educado (o maleducado, más bien) por ese producto periodístico, lo exige cada vez en mayores dosis, divertir será el motor y el combustible de los medios cada día más, al extremo de que en todas las secciones y formas del periodismo aquella predisposición va dejando su impronta, su marca distorsionadora. Hay, desde luego, quienes dicen que más bien ocurre lo opuesto: que la chismografía, el esnobismo, la frivolidad y el escándalo han prendido en el gran público por culpa de los medios, lo que sin duda también es cierto, pues una cosa y la otra no se excluyen, se complementan.

Cualquier intento de frenar legalmente el amarillismo periodístico equivaldría a establecer un sistema de censura y eso tendría consecuencias trágicas para el funcionamiento de la democracia. La idea de que el poder judicial puede, sancionando caso por caso, poner límite al libertinaje y la violación sistemática de la privacidad y el derecho al honor de los ciudadanos, es una posibilidad abstracta totalmente desprovista de consecuencias, en términos realistas. Porque la raíz del mal es anterior a esos mecanismos: está en una cultura que ha hecho de la diversión el valor supremo de la existencia, al cual todos los viejos valores, la decencia, el cuidado de las formas, la ética, los derechos individuales, pueden ser sacrificados sin el menor cargo de conciencia. Estamos, pues, condenados, nosotros, ciudadanos de los países libres y privilegiados del planeta, a que las tetas y los culos de los famosos y sus “bellaquerías” gongorinas sigan siendo nuestro alimento cotidiano.

Junio 3, 2007

La “Libertad” del Sr. Vargas Llosa

Escribe Nicolás Lynch
12 de diciembre de 1988
La República

Como la platina de los chocolates caros, bonita, es la cáscara de lo que escribe Mario Vargas sobre “La Cultura de la Libertad” (separata de El Comercio el 12/11/88). Lo envuelto, sin embargo, contiene engañosas aproximaciones.

La Libertad, según el autor, es idea abstracta que camina a saltos por las nubes de la historia y aparece, por accidente o descuido de los guardianes de turno, para iluminar dos tipos de genios: el artista y el hombre de negocios. Por difusión, imitación u ósmosis nos contagiaremos de este sentido y de sus bondades, y podremos, ya armados de libertad, proceder a escoger, seguramente, la mejor forma de morirnos de hambre.

Mucho se podrá decir sobre la libertad como idea indeterminada. Pero el asunto cambia cuando se busca la concreción del concepto. Cuando nuestros ejemplos fundamentales dejan de ser los genios y su natural angustia por crear y empezamos a pensar en las gentes comunes y corrientes. La libertad en este caso tiene definición y condiciones sociales de realización. El hombre ( o mujer), puede hacer tal o cual cosa porque existen o han dejado de existir determinadas condiciones sociales. Por supuesto que con esto no queremos decir que en la sociedad toda está programado de antemano, que el azar no juega un rol importante o que los individuos no pueden a su vez influir en los acontecimientos. Pero sí señalar que el mundo no está librado a la arbitrariedad absoluta de las ocurrencias, en especial de los intelectuales, que parecieran, de acuerdo a nuestro interlocutor, ser los que suelen tener ocurrencias.

Esto es especialmente cierto cuando se trata de la libertad, y como bien señala Vargas, de la responsabilidad, de escoger. Tomemos por ejemplo la política, que es a donde apunta quien comentamos. ¿Qué se necesita para tener libertad política? Posibilidad de escoger, nos contestaría cualquier liberal. ¡Cuidado! Diría alguien más aguzado, no solo posibilidad de escoger sino también medios, especialmente materiales, para proceder a hacer una elección adecuada, de lo contrario se corre el riesgo de que sean los candidatos quienes escojan a sus electores. Extraña puede parecer la paradoja pero cuanto menor es el control de los recursos y espacios económicos y sociales por los pueblos, mayores son las posibilidades de manipulación por parte de las élites políticas. Por lo tanto, libertad de escoger y la responsabilidad que ella conlleva como elementos fundamentales de la libertad política, sí, porque de lo contrario esa libertad no existe, pero sobre la base de un control colectivo de los recursos económicos y sociales, que garantice a cada individuo el mínimo indispensable para ejercer sus derechos.

Es pues tramposo señalar, tal como hace Mario Vargas, que nuestros pueblos en América Latina, aunque pobres, incultos, frustrados y desamparados saben que quieren ser libres. Porque una cosa no va separada de la otra. El bienestar y la libertad se presuponen mutuamente. No hay otra forma de ser libre que superando la pobreza y la frustración y esa, Sr. Vargas, no es una empresa única ni principalmente individual, sino colectiva, que implica solidaridad y cooperación más que egoísmo y competencia.

Llegamos aquí a uno de los debates fundamentales de nuestro tiempo, que Vargas por lo menos evita dejar en claro. ¿Cuál es el motor del progreso social? El individuo, en uso de su libre albedrío, quien pugnando por sus intereses particulares empuja la sociedad hacia adelante, o el colectivo social que como conjunto y espacio de realización individual promueve el desarrollo del todo. Para la filosofía utilitaria, base del punto de vista burgués, se trata de lo primero. Para el socialismo, en cambio, de lo segundo.

No se trata por ello de decir únicamente que el logro más importante de la civilización moderna o industrial es la aparición del “hombre singular” y su consecuente “soberanía individual”, porque estaríamos viendo nada más que una parte del fenómeno desde un solo punto de vista, el utilitario o burgués.

La modernidad significó para civilización occidental la aparición de la sociedad como una entidad formada por hombres libres, en tanto iguales ante la ley, es decir, en tanto ciudadanos. El individuo, su consideración ante la ley, y sus derechos como persona humana son posibles entonces por su existencia social.

Lo grave sería caer en el error trágico de creer que primero hay necesidad del bienestar material para luego poder acceder a la libertad o ser digno de ella. Razonamiento que parece estar detrás de más de una dictadura burocrática que en aras de instaurar primero la justicia dejó la libertad para las calendas griegas, anulando a la postre las posibilidades de ambas. Pero el pensamiento socialista que como pocos y por su misma entraña se nutre de la experiencia, recupera hoy en casi todas sus versiones la unidad de justicia y libertad, la combinación creadora de responsabilidad colectiva y esfuerzo individual.

Es este paradigma de justicia y libertad el que asusta a los liberales del siglo XIX (entre la últimas dos categorías creemos encontrar al autor que nos ocupa). Porque la unidad de justicia y libertad sólo puede ser logro colectivo, de hombres (y mujeres) demasiados corrientes para poder compararlos con los genios, de gente que desprecian jerarquías impuestas y quieren apropiarse de su destino sin hacer muchas preguntas. No sabemos cuán épica y digna del goce estético será esta aventura aún pendiente pero sí podemos adelantar que los principales beneficiarios de la libertad que se logre no serán intelectuales u hombres de negocios, sino el pueblo llano.

lunes, 18 de enero de 2010


En la Marcha del Tiempo

PIEDRA DE TOQUE
Por MARIO VARGAS LLOSA

21 de octubre de 2004

Caretas

CUANDO los alborotos revolucionarios de mayo de 1968 en París, Daniel Rondeau, hijo de un maestro de escuela, tenía veinte años y era estudiante de Derecho. El movimiento de los jóvenes parisinos que querían ser "realistas aspirando a lo imposible", le descubrió la política, mejor dicho la revolución, y le cambió la vida. Dejó los estudios y se volvió un militante maoísta. Luego de unos meses en París, apedreando comisarías y batiéndose a trompadas con los activistas del Partido Comunista francés (Cohn-Bendit los llamaba "la crápula estalinista"), decidió pasar a cosas más serias.

Liquidó todos sus asuntos y, con una pequeña maleta a cuestas, partió rumbo al Este de Francia, donde los diez años siguientes sería obrero y agitador empeñado en predicar el evangelio mao entre los trabajadores siderúrgicos. Rondeau ha dejado un testimonio de esta aventura en un pequeño libro emocionante: L'enthousiasme (1988).

En 1978, conscientes de que su acción no tenía otro futuro que la catacumba, la neurosis o el terrorismo, los maos decidieron suicidar a la organización. Daniel Rondeau se hizo periodista y dirigió las páginas culturales de Libération, en las buenas épocas del periódico. Y fue, luego, gran reportero internacional de Le nouvel observateur. Por unos años dirigió una pequeña editorial, Quai Voltaire, y escribió ensayos y novelas, entre ellos una bella trilogía sobre tres ciudades mediterráneas: Tánger, Alejandría y Estambul.

Pero, nada de esto, ni sus campañas a favor de la resistencia libanesa contra la invasión siria, o de los bosnios amenazados de extinción por los serbios y croatas, o del Salman Rushdie condenado a muerte por el fundamentalismo islámico, podían hacer sospechar que, luego de sepultarse por siete años en una aislada vivienda de la campiña de Champagne a vivir entre vacas y viñedos, Daniel Rondeau reaparecería en el mundo de las gentes normales con una novela tan desmesuradamente ambiciosa como Dans la marche du temps, que acaba de publicar Grasset. Ya no se escriben novelas así, en las que un novelista, convertido en un forzado de la pluma se empeña, como los grandes deicidas del siglo XIX, en oponer al mundo real un mundo ficticio tan minucioso y tan vasto, tan atestado y tan frenético, que parezca atrapar en sus páginas, como el aleph borgiano, toda la vida, toda la historia, toda la realidad. Ya sabemos que no es así, porque la ficción es la ficción, es decir, la negación de la vida, un espejismo, una vida artificial que recrea la real imponiéndole un orden, unas jerarquías, una coherencia y un principio y fin que la vertiginosa vida real no tiene nunca. Pero las novelas que comunican esa ilusión son las que duran, las que se injertan profundamente en la historia a través de los lectores enriquecidos en su sensibilidad, en su imaginación y en su espíritu crítico gracias a la utopía literaria. La novela de Daniel Rondeau pertenece a esa ilustre estirpe.

Dans la marche du temps empieza y termina en las rústicas alturas de Córcega, en las afueras de Bonifacio, donde, sobrevolando con la vista un paisaje paradisíaco, dos hombres, un padre y un hijo, ponen fin a un desencuentro de toda la vida, y confrontan dramáticamente sus recuerdos. Las imágenes los arrastran en una enloquecida exploración de todo el siglo veinte, con sus sueños generosos y sus realidades totalitarias, sus guerras, exterminios, genocidios, sus estridencias literarias y estéticas, la aparición de nuevas corrientes y valores musicales, sus desbarajustes y sus logros en el orden de las ideas, de los usos y las costumbres. Resumida así, la novela podría parecer un vasto fresco donde la ebullición de acontecimientos anula a los seres humanos y los convierte en fetiches o sombras. En verdad, ocurre lo contrario: los grandes sucesos históricos y las convulsiones sociales transpiran en el libro de experiencias vividas, por seres de carne y hueso bien dibujados y algunos entrañables, que, como Fabrizio del Dongo en la batalla, están a menudo ciegos y perdidos, sin la menor perspectiva sobre lo que ocurre a su alrededor. La idea de la historia humana que se levanta de esta ficción es la de un cúmulo de fantasías generosas u horripilantes que, no importa cuán diferentes la una de la otra, parecen todas desoír sistemáticamente el pascaliano principio de realidad. Y, sin embargo, la visión no es totalmente pesimista, aunque el saldo de cadáveres y víctimas fabricados por el fanatismo, el racismo, los prejuicios, la explotación y la estupidez en el siglo veinte sea espeluznante. Porque entre la hormigueante multitud de protagonistas prevalecen los que, como Pierre Perrignon, el pintoresco Stéphane, o Victoire, la alemana francesa de Weimar, ciertos combatientes de la resistencia o algunos de los prisioneros en Buchenwald, lucen una decencia pertinaz aun en las más envilecedoras circunstancias y son capaces de mantener viva la esperanza incluso cuando las llamas del infierno los están carbonizando.

Personajes inventados e históricos alternan en esta ronda febril donde asistimos a la desaparición de la Francia agraria y rural por el avance de la industrialización, la formación de los primeros sindicatos comunistas, las dos guerras mundiales y el gran proyecto deshumanizador de los nazis, así como la estalinización del socialismo y la difícil supervivencia de la cultura democrática, amenazada de estrangulación por los dos colosos totalitarios. Pero la política, aunque es algo omnipresente en la novela, está lejos de absorberlo todo. La música, por ejemplo, es un saludable contrapeso a la política, y las páginas dedicadas a describir la relación entre Elizabeth y Augustin sumergen al lector en un mundo donde se suceden los conciertos, las óperas y coexisten la tradición clásica, el jazz, el boogie-woogie, los blues y los experimentos vanguardistas. Una muestra de los muchos ámbitos por los que transcurre esta historia multidimensional.

La gravedad cede muchas veces el sitio al humor. Una de las escenas más divertidas de la novela es un crucero en el que el líder comunista francés Maurice Thorez y buena parte de sus camaradas del Comité Central, disfrazados de gentlemen británicos, prueban un flamante yate adquirido por el Partido para usos varios, en vísperas de la contienda que arrasaría Europa. Otra, menos graciosa y más siniestra, es la de los contubernios de Jacques Duclos con los generales nazis de la ocupación, cuando el pacto firmado entre Stalin y Hitler y las convulsiones que provocó entre los militantes aquella alianza. Aunque una cierta pugnacidad crítica asoma a menudo en la voz del narrador, ella suele concentrarse en hechos específicos y en comportamientos enmarcados por circunstancias muy concretas, evitando de este modo la demonización del personaje o su conversión en caricatura, tarea nada fácil cuando se trata de presentar a torturadores, criminales fanáticos y a verdaderas inmundicias humanas. Pero, en una novela, la verosimilitud es incompatible con el ensañamiento de un creador contra alguna de sus criaturas; todas ellas deben tener derecho a la palabra, a mostrar sus razones y atenuantes para merecer la existencia. Rondeau lo consigue casi siempre, aunque alguna vez -sería imposible que no ocurriera así en una historia de esta envergadura- se le pasa la mano y desacredita desde fuera a un personaje maligno. Son los momentos más débiles de un libro que casi siempre mantiene un alto nivel de tensión y credibilidad.

Entre la inmensa colección de episodios que integra la novela, vale la pena señalar, como los más persuasivos, los que describen la niñez de Gus, el huérfano, en el contexto de una Francia en pleno proceso de transformación, cuando la mecanización de la agricultura expulsa del campo a las ciudades a unas masas campesinas que se convierten en obreros, y el paroxismo social y cultural que ello trae consigo. El equilibro entre la experiencia del niño solitario, desgarrado por conflictos íntimos, y su duro aprendizaje de la lucha por la vida, y el fenómeno colectivo de fracturas familiares, violentos cambios de costumbres, creencias, mitos, y las convulsiones políticas que ello acarrea está admirablemente logrado. De ellas transpira, sin premeditación alguna por parte del narrador, una evidencia: que, no importa cuán influyentes sean los condicionamientos sociales, un ser humano, aun en la más lastimosa situación, tiene siempre la posibilidad de elegir y, por lo mismo, de asumir su libertad.

¿Cuál será la reacción del público frente a Dans la marche du temps? ¿Tendrá todos los lectores y el reconocimiento que merece? No es fácil que así sea. Vivimos en una época en la que dedicar siete años de la vida a escribir un libro de tanto vuelo va totalmente en contra de las modas establecidas, que, en lo referente a la literatura, es la de las obras leves, entretenidas y brillantes, que hagan pasar un buen rato, no den dolores de cabeza, no exijan mayor esfuerzo intelectual ni tomen mucho tiempo. Daniel Rondeau se las ha arreglado con este libro para transgredir todas las normas entronizadas por el momento para merecer el favor de los lectores apresurados de nuestros días, lo que prueba que, aunque escondido tras la apariencia de un escritor campagnard, no está desaparecido del todo el belicoso mao que fue en su juventud. Pero, sea cual fuere la suerte que corra esta novela en lo inmediato, me atrevo a asegurar que ella sobrevivirá a la hecatombe cotidiana que merecidamente desaparece cada día a tantos millones de páginas impresas, y que tendrá lectores agradecidos y reverentes en las generaciones venideras.

© Mario Vargas Llosa, 2004.
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2004.

martes, 12 de enero de 2010


"El chisme es una pasión limeña"





ENTREVISTA. MARIO VARGAS LLOSA

El Comercio
01 de febrero de 2009

En un entretenido diálogo, el afamado escritor habla sobre su trabajo creativo, el mayor entretenimiento de los limeños y la cultura
Por: Mariella Balbi

El Comercio publicará 15 obras suyas en edición popular, imagino que esto lo gratifica.

Hombre, pues sobre todo porque los libros llegarán a un público grande, que generalmente no va a librerías. Los libros van a salir mucho más baratos, es una manera de promover la lectura masiva. La idea es muy bonita.

¿Cuál de sus libros es el que jala más público?

Ah, bueno, esa es una pregunta interesante porque no es el mismo libro en todos los casos. En España, el que más éxito ha tenido es “Pantaleón y las visitadoras”, se reedita constantemente. En el resto del mundo que no es de lengua española, el más vendido es “La tía Julia y el escribidor”. Yo creí siempre que era un libro muy peruano porque las radionovelas que aparecen ahí aluden a una realidad, incluso ni siquiera peruana, sino limeña. Pero ha pasado muy bien las fronteras lingüísticas, creo que es el que tiene más traducciones. Y “Las travesuras de la niña mala” es el que más éxito ha tenido en Inglaterra, en EE.UU. no, lo que para mí es una sorpresa

¿Por qué?

Probablemente porque hay un capítulo que ocurre en Inglaterra en la época del “swinging London”. Siempre es algo muy misterioso. Un editor norteamericano me dijo algo que siempre me ha quedado en la memoria: “No hay manera de saber, de anticipar la reacción del público con los libros”. Digamos, si un autor tiene mucho éxito sí, pero nunca sabrás de entrada por qué tiene mucho éxito. Agregó “si eso se supiera, los editores solo publicarían “best sellers””. Ahí todavía hay una libertad extraordinaria de un público que no puede ser manipulado por la publicidad. A veces nos entusiasmamos con un libro, decidimos gastar muchísimo en publicidad y pasa desapercibido. Y a veces ocurre lo contrario. Mira el caso de “El gatopardo”. Creo que es una obra maestra, probablemente la mejor novela que se escribió en Italia en el siglo XX. Bueno, fue rechazada por seis editoriales. El pobre Lampedusa murió creyendo que su libro era un fracaso total. Se publicó después de muerto y se convirtió en el más grande “best seller” de la historia de la novela italiana y luego de 60 años sigue estando entre los más vendidos. En política se puede manipular, incluso en países cultos, pero en literatura no. Esto te da una libertad extraordinaria a la hora de escribir, si no los escritores serían corrompidos, solo harían “best sellers”.

¿Cuando escribe toma en cuenta al lector o lo obvia?

Creo que todos los escritores piensan en un lector. Te desdoblas para intentar ver cómo reacciona el lector frente a tu texto. Pero no por razones de éxito o fracaso, sino por razones de credibilidad. Si tú no eres capaz de creer lo que cuentas quiere decir que no estás en la buena línea, que tienes que rehacer, reescribir. Es la parte más fascinante porque es la parte más íntima del trabajo creativo.

Se pone en la piel del lector

Te duplicas, tú mismo eres el que escribe y el que lee, como si fueras un lector virgen

Un travestismo literario

Exactamente, es una especie de travestismo. Es difícil explicar por qué, pero yo sé con precisión cuándo no acierto, cuándo aquello que estoy contando no debe ser narrado de esa manera porque no es creíble, porque hay algo que no funciona, un elemento de artificio, de falsedad, que se hace presente y que mata la ilusión. Eso es lo que no permite que viva una historia. Hasta que realmente siento que la ilusión está ahí, que esa es la manera de abordar esa situación. No es un conocimiento racional, es intuitivo.

¿En sus novelas quiere dar algún mensaje o le importa un comino?

Un mensaje no, porque si quiero defender o criticar algo muy específico escribo un ensayo o un artículo. Cuando escribes una novela o teatro tratas de trascender la actualidad. Los grandes temas son inactuales y me interesan muchísimo la justicia, la injusticia, la incertidumbre sobre lo que es el hombre, el más allá, la condición humana. Cuando escribo una novela o una obra de teatro, al principio es para mí algo muy misterioso. No sé la historia que quiero contar, sé que tengo una inquietud, un desasosiego respecto de un personaje o de una situación. Pero es algo que no ha ocurrido de manera premeditada y que empieza a crear esa especie de ansiedad que me lleva a tomar notas, a hacer pequeños esquemas, pequeñas trayectorias sin estar seguro de qué voy a escribir. Hasta que de pronto todo eso empieza a ponerse en marcha y empiezo a escribir, pero sin saber al principio a dónde voy. Al inicio siempre voy a tientas. Con algunos libros me ha pasado que he trabajado uno o dos años sin tener claro cuál iba a ser la historia final. Eso me ocurrió con “Conversación en La Catedral”.

¿Y eso por qué?

Digamos que es mi manera de escribir. Todos los escritores encuentran su método

Claro, ¿pero por qué con “Conversación en La Catedral”?

Probablemente porque ahí no tenía un personaje, una anécdota a partir de la cual arranca la novela, la idea que tenía que ver era con una experiencia generacional, la dictadura de Odría. Lo que fue ser niño cuando esta empezaba y ser un hombre cuando terminaba. Para mí, eso significó entrar a una universidad donde había muchos profesores exiliados, estudiantes en las cárceles o en el exilio. Estudiar en una universidad como San Marcos era vivir una inseguridad total. No sabías si el compañero de tu costado era un soplón enviado por Esparza Zañartu porque la universidad estaba impregnada de soplones. Era un país donde no había política, esta se convirtió en una mala palabra y todos los partidos estaban prohibidos por la ley de seguridad interior. Era vivir en la mentira porque no sabías qué ocurría, los periódicos estaban censurados o se autocensuraban, un mundo donde la única actividad política posible era la clandestina. Se vivía en una sociedad muy corrompida. La corrupción la olías pero no se podía denunciar o combatir abiertamente.

No han cambiado mucho las cosas…

No, sí han cambiado. Hay democracias corrompidas pero una dictadura es una corrupción integral. Eso era lo que quería escribir, una novela que contara desde fuera cómo un país que vive en una situación política determinada produce una corrupción que contamina las actividades más alejadas de la política; la relación entre padres e hijos, la relación amorosa de una pareja, la vida profesional. Bueno, eso se ha vivido en la época de Fujimori. Fueron 10 años de una dictadura mucho más sutil, más moderna que la de Odría pero infinitamente más corrupta. Entonces empezar a escribir eso era enfrentarse a una especie de hormiguero donde había muchísimos personajes de distintas clases sociales, de distintos medios, de distintas actividades, mentalidades, culturas. Andaba medio perdido, escribía episodios, conectaba algunos, de pronto me quedaban grandes lagunas, grandes blancos. Y al mismo tiempo me fascinaba tanto el proyecto, estaba tan excitado con la idea de poder llegar a controlar esa enorme maquinaria que era la historia que trabajé con muchísimo entusiasmo, pero durante una buena parte fue a ciegas.

¿Esto le produce angustia?

Me produce angustia y al mismo tiempo una gran excitación, que es lo que te estimula y te lleva a seguir. Para mí lo que es fascinante —y eso me ha ocurrido desde que escribí mi primera historia— es cómo al principio es una operación tan fría, algo que sientes muy distante, que vas contando con un lenguaje muerto y después poco a poco, con la disciplina, con la perseverancia, con la terquedad, de pronto empiezas a sentirte llevado por la historia. Esta ya ha comenzado a generar sus propias fuerzas, su dinámica. Hay cosas que tienes que respetar, ya no puedes decidir arbitrariamente que los personajes hagan ciertas cosas, sientes que ahí hay alguna resistencia. Para mí es la parte más emocionante porque tienes la sensación de haber producido un simulacro de vida. Y lo has conseguido utilizando palabras, excluyendo otras, organizando el tiempo, los puntos de vista, ocultando ciertas cosas, o más bien distrayendo al lector para poder hacer que pasen ciertas cosas que normalmente el lector rechazaría. Crear ese simulacro de vida que es una novela me produce una gran satisfacción.

También le da un gran poder

Es un poder muy solitario, frente a un papel, ja…

Luego, el reconocimiento…

Sí, pero la satisfacción mayor es secreta. Creo que en la soledad en que te sumerges para crear pasas momentos muy difíciles, pero al mismo tiempo son de una sorpresa, de una satisfacción íntima que no se compara a ningún tipo de reconocimiento. Onetti dice: “Habías ganado una batalla secreta”. Creo que es muy exacto, los franceses llaman a la creación “la lucha con el ángel”. Bueno, pues es eso, es una especie de lucha contra alguien invisible que quiere que fracases, que te pone trampas, que te desmoraliza y al mismo tiempo tú te enfrentas y resistes, te empecinas en hacerlo. Y de pronto, en un momento dado, eso fluye, empieza a salir. Para llegar a ese momento estás constantemente emprendiendo nuevos proyectos, que es lo que te mantiene en actividad.

¿Los peruanos son fabuladores o más bien chismosos?

Los limeños son chismosos; el chisme es una pasión limeña. No olvides que Lima fue capital del virreinato y ese tipo de sociedad genera la chismografía, ja. Está profundamente arraigada en el alma limeña. Nosotros hemos creado un género literario que es chismográfico: las tradiciones de Ricardo Palma. Son chismografía pura, pequeñas anécdotas que transgreden la intimidad de las familias, de los medios, de los conventos. Con eso se burla un poco y satisface el morbo secreto, lo cual es muy limeño.


SOBRE LA CULTURA Y LA HUACHAFERÍA

“En el Perú la élite es inculta, es muy mal educada”

¿La cultura en el Perú tiene un nivel “regularón”?

Hay que hacer distinciones. Individualmente el Perú tiene creadores magníficos de muy alto nivel y eso me parece estupendo. Ahora, si se piensa en cultura como en un contexto social, está restringida a una minoría muy pequeña, es un privilegio. En el Perú, salvo Lima y dos o tres ciudades, prácticamente no hay librerías.

¿Observa un menosprecio al quehacer cultural?

Menosprecio no, lo que hay es ignorancia. En el Perú la élite es bastante inculta, mucho más que la de otros países latinoamericanos. Es una élite muy mal educada. Ha sido educada a ganar dinero, pero no se le ha enseñado a gozar de la cultura. Es una élite económica que no tiene ni la pasión, ni el gusto, ni el esnobismo de la cultura. ¿Dónde tiene arraigo esta? En la clase media, sobre todo en la más modesta que ve en la cultura un instrumento de ascenso social. En ese sector es de donde salen los mejores pintores, escritores, músicos. Es un público que ve con interés la cultura, a veces con pasión, es el Perú que lee, que llena el teatro, por ejemplo.

¿Ha cambiado o enriquecido su concepto de la huachafería?

La huachafería está muy viva, no ha perdido su vigencia (ríe). Forma parte de nuestra cultura

¿Le ve nuevas aristas?

Sí, claro. La huachafería evoluciona. Hombre, un huachafo hoy día no se parece al huachafo de hace 30 años. Hoy día, con la globalización, el mundo ha entrado a formar parte de la huachafería peruana también, ¿no?

¿Un ejemplo?

Mi ejemplo va a ser malo, no va a llegar a la riqueza de la realidad huachafa del Perú. Pero si insistes te diré que las bermudas. ¿Tú has visto a los hombres con bermudas?

En todas partes del mundo las llevan en verano

No, pero en el Perú eso tiene una connotación muy especial, ja, ja. Son los jóvenes, los viejos, los pobres y los ricos. ¡Todos se ponen bermudas! Es una huachafería monumental. Es que yo creo que la huachafería acaba con las distinciones sociales, es una especie de cultura común que comparten pobres y ricos, provincianos y capitalinos, aunque hay variantes regionales. La huachafería arequipeña es distinta a la trujillana, por ejemplo. Pero los peruanos se reconocen y se identifican en ella y crean una unidad nacional en un país que es tan diverso por tantas cosas. La manera de hablar, ja, ja, la sensiblería huachafa, por ejemplo. Bueno es un tema que podría dar para una larga conversación (ríe).
Segunda parte
 "Tengo la casi seguridad de que el Perú está bien enrumbado"

El Comercio 02 de febrero de 2009
 

¿Por qué no quiere hablar de política nacional?

Por una razón muy sencilla, prácticamente todos los medios me han invitado a dar entrevistas y a todos les he dicho que no, porque estoy escribiendo mi novela y no quiero pasarme mi estadía en Lima dando entrevistas políticas. Mira, yo no quiero dar la idea de que estoy haciendo política. Yo escribo sobre política cuando creo que vale la pena, porque hay que hacer un pronunciamiento sobre determinado tema. Por ejemplo, cuando venga la sentencia a Fujimori la voy a comentar porque es muy importante que por primera vez un dictador sea juzgado por tribunales civiles con todas las garantías que da la ley. Pero no puedo estar en el cotilleo político diario, ni siquiera lo sigo. No estoy en la pequeña menudencia, trabajo 10, 12 horas al día. Y si hablo de política los otros periodistas van a decir por qué no me la han dado a mí.

El público que recibirá sus obras fluctúa entre los 14 y 45 años. Cómo cree que se relacionará con la época en que ocurren sus novelas. Es más bien lejana.

La literatura es siempre actual aunque cuente cosas muy antiguas. El hecho de que las historias no ocurran en esta época sino en el pasado no tiene ninguna importancia.

Me refería a que la gente de mi edad o de la suya se vinculan más con el Perú de “Conversación en La Catedral” o con la “Historia de Mayta”

Habría que preguntarse primero si los de 15 años leen. Esa nueva generación es muy distinta de las anteriores. Me parece que está más cerca de la música que de la literatura. La verdad no lo sé. Creo que hoy día la música les da a muchos jóvenes lo que antes transmitía la pintura, la literatura. Es el signo generacional, pienso que eso comienza en los años 70, en Inglaterra donde la música se convierte en una señal de identidad entre ellos. En la música comulgan, se reencuentran, se conectan por encima de las lenguas, las culturas y las tradiciones. Y esto ha continuado, hay una especie de común denominador que la música les da a las nuevas generaciones.

¿Cuáles serían los libros que le gustarían que prevalecieran sobre los otros?

Pues “Conversación en La Catedral”, “La guerra del fin del mundo” y la novela que voy a escribir, sin duda, ja. Creo que desde el punto de vista psicológico es muy importante para un escritor estar convencido de que su mejor libro todavía está por escribirse.

¿Cuál es el argumento de su próxima novela?

Está inspirada en un personaje histórico, Robert Casement, un irlandés que fue cónsul británico en el Congo, donde vivió 20 años. Estuvo un año y medio en la Amazonía peruana en la época de oro del caucho. Hizo unas denuncias que tuvieron un enorme efecto en Europa y en EE.UU. sobre las atrocidades que se cometieron tanto en el Congo como con los nativos amazónicos. Consiguió que los gobiernos occidentales tomaran posición, sobre todo que la opinión pública se movilizara muchísimo contra estos abusos. Gracias a ello alcanzó una enorme popularidad como gran humanista, gran altruista y defensor de los derechos humanos. Durante la Primera Guerra Mundial fue descubierto contrabandeando armas alemanas para los nacionalistas irlandeses. Esto provocó un escándalo monumental en Inglaterra, él había recibido las más altas condecoraciones del imperio. Interesante, porque él pertenecía a una familia irlandesa pro británica y admiró el colonialismo como un gran movimiento civilizador. Y en el Congo, secretamente, cambió de piel ante los horrores que vio allí. Llegó a la conclusión de que todo era una gran mentira, que el colonialismo era una institución monstruosa que solamente había llevado dolor y explotación. Esto lo hace un personaje tan complejo y tan misterioso.

¿Cuánto tiempo lleva trabajando este proyecto?

Un año, pero todavía estoy en la nebulosa, todavía estoy perdido (ríe).

Estará feliz.

Estaré más feliz cuando vea la luz, todavía no la veo del todo. Pero es una novela que me entusiasma mucho, además me obliga a investigar, a leer, a viajar mucho. Ese trabajo de documentación me estimula enormemente.

Diría que es un escritor realista o…

Realista en el sentido que me gusta simular la realidad en mis novelas, así como a los escritores fantásticos les gusta simular la irrealidad de lo que cuentan. Pero si tú analizas desde adentro la obra literaria, tenga esta una apariencia realista o fantástica, siempre es una invención, una ficción. Digamos que en mi caso hay una especie de prurito de simular la realidad objetiva, ¿no? No he hecho nunca literatura fantástica, me gusta leerla, a Borges, a Poe.

¿El cuento no lo atrapó?

Yo comencé escribiendo cuentos, lo que pasa es que los cuentos se me vuelven novela (ríe). “Pantaleón y las visitadoras” iba a ser un cuento y creció. En muchas de mis novelas utilizo relatos que pueden ser leídos independientemente.

¿Cree que los escritores peruanos están a la par de los de América Latina?

No hay que preocuparse de eso. Es muy malo utilizar la literatura como un pretexto para el patriotismo, es lo peor que podemos hacer. La literatura no es nacional, la verdadera trasciende las fronteras, ¿no? No hay nada más terrible que ser un buen escritor regional, ja, ja. Sí podemos decir, sin asomo de chauvinismo, que la literatura de nuestra lengua tiene hoy día un derecho de ciudad en el mundo que antes no tenía. Había autores aislados, pero hoy se sabe que América Latina, o si quieres la lengua española, quizá es más justo decir eso, produce escritores que pueden ser leídos en cualquier parte y que además no se trata de una cosa casual, ni generacional.

¿Es pesimista pensar que culturalmente no hay recambio en las nuevas generaciones?

Eso no es verdad. Cuando yo era joven los escritores en el Perú se contaban con una mano. Se publicaba mucho menos y era común que los escritores publicaran con su plata. No hemos llegado al ideal, pero el cambio es enorme. Mira, yo no puedo estar al día con los jóvenes que van saliendo y eso que leo mucho, soy un lector voraz. Para mí el placer supremo sigue siendo la lectura.

¿Qué le gusta tanto del teatro?

Es vivir la ficción. Un novelista vive tratando de crear ficciones, de simular la vida y de pronto en el teatro, la vida está ahí, encarnada. En un escenario dejas de ser quien eres y pasas a ser un personaje de ficción. Y durante las dos horas que dura el espectáculo eres una ficción encarnada, que tiene sangre, voz, movimiento. Pero no eres quien eres, sino otro, alguien que fue inventado. Eso es lo maravilloso del teatro. Además es el género que más se acerca a la vida. Tiene ese carácter efímero de la vida. Lo que ocurre en el escenario ocurre de verdad. Y si un actor se equivoca no tiene rectificación posible. No hay dos funciones que sean idénticas. En esas dos horas la ficción se volvió realidad. Para alguien que ha dedicado su vida a inventar historias esa experiencia es impagable, a mí me conmueve muchísimo.

¿Se arrepiente de haber descubierto tarde la faceta de actor?

No, no me arrepiento. Hombre, lo habría hecho antes si hubiera sabido que me iba dar un placer tan inconmensurable como me lo han dado las tres veces que me he montado a un escenario. No te puedes imaginar qué rejuvenecedora y novedosa ha sido esa experiencia para mí.

¿Escribir obras de teatro es igual que escribir novelas?

Para mí es una actividad mucho más modesta

¿Lo considera un género menor?

No, no, no, en absoluto. Cuando escribes una obra de teatro sabes que eres solo una pieza dentro de un mecanismo en el que otras personas —el director, los actores, los técnicos— van a jugar un rol tan o más importante que el tuyo para que esa ficción sea posible. Por eso cuando una obra de teatro es buena ocurre esa experiencia que yo creo que es única. Te deja una sensación de plenitud que ningún otro género te da.

Usted dejó la literatura por la política, en tres palabras qué sacó de esa experiencia. Esta sí es una verdadera obra de teatro, ¿no?

Para un escritor no hay experiencia mala, incluso las más terribles, al final lo enriquecen tremendamente. En segundo lugar, no hay una experiencia más instructiva para conocer un país, para conocer al ser humano y lo que es la política que ser candidato en una campaña electoral. Lo que yo aprendí en esos tres años no fue grato y en muchos sentidos fue deprimente, pero fue enormemente instructivo. Yo tenía una idea de la política que tuve que revisar profundamente después de haberla vivido en las condiciones en las que la viví. Entonces, no me arrepiento en lo absoluto. Ah. No lo volvería a hacer.

¿Ni muerto?

Eso no se puede decir, tú no sabes si hay circunstancias que de pronto te van a empujar a tener una actividad política, eso no se puede descartar en la vida. Pero en principio no lo volvería a hacer. Soy un escritor, no un político. En mí país está funcionando la democracia, que es lo fundamental. Es lo único que a mí me arrancaría de esa decisión, que venga otra vez un golpe de Estado y un dictador, que nuevamente el Perú parezca irse a los infiernos. Tengo la casi seguridad de que el Perú está bien enrumbado, incluso con todas las cosas que puedan ir mal, la orientación es la buena.

¿Siente que la gente le arrancha su tiempo?

¿Cómo te diría? Hay obligaciones sociales que yo he procurado reducir al mínimo, pero siempre quedan algunas que son inevitables y que con los años me cuesta cada vez más trabajo aceptarlas. Me gustaría hacer solo lo que me da la gana, solo lo que me gusta, evitar las cosas que detesto. Pero no siempre se puede, uno forma parte de una sociedad, tampoco puedes jugar al niño malo y malcriado. Por ejemplo, lo que más odio en la vida son los cocteles, nada odio tanto yo, y eso desde chiquito, ¿sabes? Sin embargo, hay veces que tengo que ir. A mí me encanta estar con un grupo de amigos, pero esas reuniones sociales impersonales donde estás horas con la copita en la mano; es que tú no te puedes imaginar la angustia, la desesperación a la que me puede llevar eso. Me dan ganas de tirarme por las ventanas.

¿Le parece que todo es fatuo y sin sentido?

Es una pérdida de tiempo. Yo trabajo mucho y, por ejemplo, me encanta el cine, me gustaría poder ir más. Aunque he reducido al mínimo esto, no puedes eliminarlo totalmente, a no ser que quieras jugar al anacoreta o al hurón y yo no soy eso.

¿Tiene angustia de morir?

Ninguna, por eso es que mantengo siempre mi ritmo de trabajo. Mientras yo trabajo la muerte no existe. Creo que esa debería ser la actitud de los seres humanos frente a la muerte, continuar tu vida muy comprometido con lo que haces. Como si fueras inmortal, de tal manera que la muerte sea un accidente que ocurre. Viene en un momento dado y, bueno, tu vida se interrumpe. Pero hasta el último momento estás ahí, como Sócrates. La historia que cuenta Platón siempre me maravilló, cuando vinieron a que Sócrates tomara la cicuta lo encontraron estudiando persa y siguió haciéndolo hasta el momento en que tuvo que matarse. Espero que la muerte me encuentre con mi libreta y mi lápiz, escribiendo. ¡Maravilloso! Un accidente y ya está, se acabó.

¿Cuando se deprime escribe?

Bueno, me deprimo escribiendo muchas veces. Pero ya sé que si persevero, mi trabajo me saca de la depresión, es el mejor antídoto. Ahora, lo que sí me llega a desmoralizar mucho, por eso procuro no vivirla, es la experiencia de la interrupción que a veces no se puede evitar. En esos días que estoy sin trabajar empiezo a sentir que el orden del mundo se comienza a deshacer, que entro en una especie de anarquía, de behetría. Recuerdo que en el colegio se hablaba de la behetría serrana, que en un momento dado del incario había un período de behetría. Esa palabra me fascinaba. Ya solo de grande descubrí que quería decir anarquía, desorden. Cuando estoy dos o tres días sin trabajar la palabra behetría se me viene a la cabeza y me digo: ¡mi vida se está convirtiendo en una behetría! y eso es peligrosísimo (ríe).

¿Le quita el sueño ganar el Premio Nobel?

Nooo, no me quita el sueño en absoluto.

¿Le molesta estar en la lista cada vez?

Me molesta porque da la impresión de que yo estuviera postulando mi candidatura, cosa que no es verdad. Me molesta mucho también porque tengo amigos que como que me recriminan no haberlo ganado. Tengo una amiga en España que me dice: “¡Pero no es posible, yo ya tengo mi vestido listo para ir a Estocolmo!”. Me hace sentir mal, ¿sabes?, me hace sentir en falta. Yo le respondo: “¡Pero qué quieres que haga, échale naftalina!”, ja, ja. Si viene, bienvenido, no he rechazado ningún premio. Pero —digamos— un escritor no puede vivir en función del Premio Nobel, porque es malo para el estilo, este se empobrece muchísimo y su literatura se estropea. No te voy a citar ejemplos, pero hay bastantes.


martes, 5 de enero de 2010


El sueño del chef



PIEDRA DE TOQUE

El Comercio
22 de marzo de 2009

Por: Mario Vargas Llosa Escritor

A comienzos de los años setenta, en una casa limeña situada en el límite mismo de dos barrios, San Isidro y Lince, donde se codeaban la pituquería y el pueblo, un niño de pocos años solía meterse a la cocina para escapar de sus cuatro hermanas mayores y los galanes que venían a visitarlas. La cocinera le había tomado cariño y lo dejaba poner los ojos, y a veces meter la mano, en los guisos que preparaba. Un día la dueña de casa descubrió que su único hijo varón —el pequeño Gastón— había aprendido a cocinar y que se gastaba las propinas corriendo al almacén Súper Epsa de la esquina a comprar calamares y otros alimentos que no figuraban en la dieta casera para experimentar con ellos.

El niño se llamaba Gastón Acurio, como su padre, un ingeniero y político que fue siempre colaborador cercano de Fernando Belaunde Terry. Alentado por su madre, el niño siguió pasando buena parte de su niñez y su adolescencia en la cocina, mientras terminaba el colegio y comenzaba en la Universidad Católica sus estudios de abogado. Ambos ocultaron al papá esta afición precoz del joven Gastón, que, acaso, el pater familias hubiera encontrado inusitada y poco viril.

El año 1987 Gastón Acurio fue a España, a seguir sus estudios de derecho en la Complutense. Sacaba buenas notas pero olvidaba todas las leyes que estudiaba después de los exámenes y lo que leía con amor no eran tratados jurídicos sino libros de cocina. El ejemplo y la leyenda de Juan María Arzak lo deslumbraron. Entonces, un buen día, comprendiendo que no podía seguir fingiendo más, decidió confesarle a su padre la verdad.

Gastón Acurio papá, un buen amigo mío, descubrió así, en un almuerzo con el hijo al que había ido a visitar a Madrid y al que creía enrumbado definitivamente hacia la abogacía, que a Gastón-hijo no solo no le gustaba el derecho, sino que, horror de horrores, ¡soñaba con ser cocinero! Él reconoce que su sorpresa fue monumental y yo estoy seguro de que perdió el habla y hasta se le descolgó la mandíbula de la impresión. En ese tiempo, en el Perú se creía que la cocina podía ser una afición, pero no una profesión de señoritos.

Sin embargo, hombre inteligente, terminó por inclinarse ante la vocación de su hijo, y le firmó un cheque, para que se fuera a París, a completar su formación en el Cordon Bleu. Nunca se arrepentiría y hoy debe ser, sin duda, uno de los padres más orgullosos del mundo por la formidable trayectoria de su heredero.

Gastón estuvo dos años en el Cordon Bleu y allí conoció a una muchacha francesa, de origen alemán, Astrid, que, al igual que él, había abandonado sus estudios universitarios —ella, de Medicina— para dedicarse de lleno a la cocina (principalmente, la pastelería). Estaban hechos el uno para el otro y era inevitable que se enamoraran y casaran.

Después de terminar sus estudios y hacer prácticas por algún tiempo en restaurantes europeos, se instalaron en el Perú y abrieron su primer restaurante, Astrid y Gastón, el 14 de julio de 1994, con 45 mil dólares prestados entre parientes cercanos y lejanos. El éxito fue casi inmediato y, quince años después, Astrid y Gastón exhibe sus exquisitas versiones de la cocina peruana, además de Lima, en Buenos Aires, Santiago, Quito, Bogotá, Caracas, Panamá, México y Madrid.

En estos restaurantes la tradicional comida peruana es el punto de partida pero no de llegada: ha sido depurada y enriquecida con toques personales que la sutilizan y adaptan a las exigencias de la vida moderna, a las circunstancias y oportunidades de la actualidad, sin traicionar sus orígenes pero, también, sin renunciar por ello a la invención y a la renovación. Otra variante del genio gastronómico de Gastón Acurio es La Mar, un restaurante menos elaborado y formal, más cercano a los sabores genuinos de la cocina popular, que, al igual que Astrid y Gastón, después de triunfar en el Perú, tiene ya una feliz existencia en siete países extranjeros. Y, como si esto fuera poco, han surgido en los últimos años otras cadenas, cada una de ellas con una personalidad propia y que desarrolla y promueve una rama o especialidad del frondoso recetario nacional, T’anta, Panchita, Pasquale Hermanos, la juguería peruana, La Pepa y —el último invento por ahora— Chicha, en ciudades del interior dotadas de una comida regional propia, a la que estos restaurantes quieren dignificar y promover. En el año de 2008 la cifra de ventas del complejo fue de 60 millones de dólares.

Pero el éxito de Gastón Acurio no puede medirse en dinero, aunque es de justicia decir de él que su talento como empresario y promotor es equivalente al que despliega ante las ollas y los fogones. Su hazaña es social y cultural. Nadie ha hecho tanto como él para que el mundo vaya descubriendo que el Perú, un país que tiene tantas carencias y limitaciones, goza de una de las cocinas más variadas, inventivas y refinadas del mundo, que puede competir sin complejos con las más afamadas, como la china y la francesa. (¿A qué se debe este fenómeno? Yo creo que a la larga tradición autoritaria del Perú: la cocina era uno de los pocos quehaceres en que los peruanos podían dar rienda suelta a su creatividad y libertad sin riesgo alguno).

En buena parte es culpa de Gastón Acurio que hoy los jóvenes peruanos de ambos sexos sueñen con ser chefs como antes soñaban con ser psicólogos, y antes economistas, y antes arquitectos. Ser cocinero se ha vuelto prestigioso, una vocación bendecida incluso por la frivolidad. Y por eso, pese a la crisis, en Lima se inauguran todo el tiempo nuevos restaurantes y las academias e institutos de alta cocina proliferan.

Si alguien me hubiera dicho hace algunos años que un día iba a ver organizarse en el extranjero “viajes turísticos gastronómicos” al Perú, no lo hubiera creído. Pero ha ocurrido y sospecho que los chupes de camarones, los piqueos, la causa, las pachamancas, los cebiches, el lomito saltado, el ají de gallina, los picarones, el suspiro a la limeña, etcétera, traen ahora al país tantos turistas como los palacios coloniales y prehispánicos del Cusco y las piedras de Machu Picchu. La casa-laboratorio que tiene Gastón Acurio en Barranco, donde explora, investiga, fantasea y discute nuevos proyectos con sus colaboradores, ha adquirido un renombre mítico y la vienen a visitar chefs y críticos de medio mundo.

Gracias a Gastón Acurio los peruanos han aprendido a apreciar en todo lo que vale la riqueza gastronómica de su tierra. Él tiene un programa televisivo en el que, desde hace cinco años, visita cada semana un restaurante distinto, para mostrar lo que hay en él de original y de diverso en materia de menú. De este modo ha ido revelando la increíble diversidad de recetas, variantes, innovaciones y creaciones de que está hecha la cocina peruana. Cómo se da tiempo para hacer tantas cosas (y todas bien) es un misterio. Su programa “Aventura culinaria” ha servido, entre otras cosas, para que se sepa que, además de Gastón Acurio, hay en el Perú de hoy otros chefs tan inspirados como él. Esa generosidad y espíritu ancho no es frecuente entre los empresarios, ni en el Perú, ni en ninguna otra parte.

Si en Astrid y Gastón, La Mar o cualquiera de los otros restaurantes de la familia, usted se siente mejor atendido que en otras partes, no se sorprenda. Los camareros de Gastón Acurio —juro que esto no es invención de novelista—siguen cursos de inglés, francés y japonés, y toman clases de teatro, de mimo y de danza. Si después de recibir este entrenamiento deciden buscarse otro trabajo, “mejor para ellos”, dice Acurio. “Esa es la idea, justamente”.

El éxito no lo ha mareado. Es sencillo, pragmático, vacunado contra el pesimismo, y, como goza tanto con lo que hace, resulta estimulante escucharlo hablar de sus proyectos y sueños. No tiene tiempo para envidias y su entusiasmo febril es contagioso. Si hubiera un centenar de empresarios y creadores como Gastón Acurio, el Perú hubiera dejado atrás el subdesarrollo hacía rato.

LIMA, MARZO DEL 2009