jueves, 17 de septiembre de 2009


Las Dictaduras segun los Vargas Llosa -Junio 2000

Letras Libres (México) Junio del 2000 Álvaro y Mario Vargas Llosa
Las dictaduras latinoamericanas

Mario y Álvaro Vargas Llosa son autores de sendos libros sobre el poder personal en Latinoamérica; en este encuentro no sólo hablan de las dictaduras pasadas y presentes que azotan a esta región de la tierra como una maldición bíblica, sino también de los alcances de la novela y el reportaje para tratar semejante tema.

Con La Fiesta del Chivo, Mario Vargas Llosa ingresa de manera magistral en la saga de novelistas que han retratado las dictaduras latinoamericanas, como Asturias en Señor Presidente, García Márquez en El otoño del patriarca o Augusto Roa Bastos en Yo, el supremo, por citar tres títulos emblemáticos. La novela recrea los entretelones de la dictadura de Leónidas Trujillo en la República Dominicana. Con una vocación de estilo que recuerda a Conversación en La Catedral, y con un afán de precisión documental que recuerda a Historia de Mayta, Vargas Llosa reproduce la atmósfera de complicidades y ambivalencias que hacen posible toda dictadura unipersonal. Por otra parte, después de ingresar de forma clandestina a su natal Perú y entrevistarse con infinidad de personajes y víctimas del gobierno autoritario de Alberto Fujimori, el periodista y analista político Álvaro Vargas Llosa publica En el reino del espanto, reportaje periodístico que, en forma de novela, documenta la contundente maquinaria represiva que Vladimiro Montesinos ha creado al servicio del Chino.
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Álvaro Vargas Llosa: Recuerdo que cuando diste el manuscrito de La fiesta del Chivo a leer a un grupo selecto de dominicanos, alguno de ellos reaccionó con total desconcierto ante el personaje de Urania, hilo conductor de la novela, porque no es un personaje "real" o "histórico". A ti te desconcertó, a tu vez, la reacción, porque te parece natural, obvia, la frontera entre la novela, es decir la ficción, y la realidad, es decir la historia. Todos los novelistas que abordan hechos o personajes históricos seenfrentan en algún momento a esalectura literal. Le pasó a García Márquez con Bolívar, por ejemplo, en una novela que suscitó muchas iras. ¿No es acaso legítima la impugnación que se hace contra la literatura desde la historia cuando aquélla se nutre tan vorazmente de ésta, como en tu libro? Estamoshablando de asuntos que afectaron y afectan a mucha gente...

Mario Vargas Llosa: Todas las impugnaciones de un lector contra una novela son en principio legítimas, pero impugnar una novela histórica desde la perspectiva del historiador es desconocer garrafalmente lo que es la ficción, y la diferencia que separa a una novela de un libro de historia o un gran reportaje. Nunca nadie ha sostenido que la novela dice la verdad. Ella expresa una verdad distinta, más profunda, hecha de mentira, de fantasía, pero sólo si es verosímil logra esto. En efecto, el personaje de Urania, esta mujer dominicana quemuchos años después de la caída deTrujillo regresa a la isla, es totalmente inventado. Ella nos da la perspectiva contemporánea, pues al abrirse la novela regresa a su país en nuestros días, y es uno de los puntos de vista de la novela, un nexo entre el presente y el pasado. También es algo así como un contrapeso a la Historia con mayúsculas. El desafío mayor con ella no era que fuera real sino verosímil.

Álvaro: Es curioso, porque en mi libro En el reino del espanto, donde también se exploran las entrañas de una dictadura, en este caso la de Fujimori y Montesinos en el Perú, el esfuerzo que hago es el contrario: darle un aire de novela, un clima psicológico de ficción, a una historia real, sin que sea una novela, es decir sin que haya nada —nombres, fechas, episodios— inventado. Aunque el personaje de Besitos, agente del servicio secreto que nos conduce hacia la verdad de los crímenes del régimen, aparece con un seudónimo cuasi literario, es un personaje real a quien conocí en mis incursiones en el Perú y que me marcó mucho. En tu libro, esta relación entre realidad y ficción se complica porque le has puesto a Urania el apellido Cabral y aparece como hija de un senador Cabral. En la historia real hubo también un Cabral, que era nexo de los conspiradores con la cia cuando ésta le dio la espalda a Trujillo. Se entiende que desde la perspectiva histórica se levante más de una ceja.

Mario: Sí, pero Cabral es un apellido muy común en la República Dominicana y el Cabral de la historia no tiene la menor relación con el senador Cabral, padre de Urania, que yo me inventé. Lo que me propuse, en cualquier caso, fue que todo lo que yo me inventara hubiese podido ocurrir de verdad, es decir, que las cosas inventadas fueran verosímiles por su poder de persuasión en el contexto de la novela y también dentro de las coordenadas morales y psicológicas de la era Trujillo, en la que ocurrieron atrocidades de una barbarie casi inconcebible. En el caso de tu libro, el lector sabe siempre que los personajes, aunque se utilice el diálogo y el monólogo interior, sonreales, pero no porque el poder de lafantasía sea persuasivo sino porque lanaturaleza de tu libro, el género, es distinto al de la novela. El siglo xix produjo grandes novelas históricas que erantambién novelas grandes y aspiraban a "competir con el código civil", comodecía Balzac, o, como decía Stendhal, a ser "un espejo sobre el camino"

Álvaro: Dices que es legítimo mentir, es decir novelar, la historia para mostrar una verdad profunda. ¿Quiere decir que no es legítimo lo que hago yo, es decir simular por momentos una novela, una ficción, para hacer más persuasiva una historia en la que no hay nada inventado? Me viene a la mente la teoría del "nuevo periodismo" de Tom Wolfe, o la de la "novela de no ficción" de Truman Capote, quienes decían que la novela era un género en decadencia y que el periodismo, el reportaje, al hacer uso de las técnicas de lanovela, estaba suplantándola.


Mario: Es perfectamente legítimo, a condición de que quede claro para el lector que lo que se le está contando son los hechos reales, que no hay invención. Sin embargo un periodismo que usa esas técnicas de la novela se vuelve literatura y deja de ser estrictamente periodismo.

Álvaro: ¿Quieres decir que puede haber una literatura que invente para decir la verdad y una literatura que no invente y diga también la verdad? Eso significa, claro, que literatura no es sinónimo de ficción, de fantasía.

Mario: Yo he reflexionado y escrito mucho sobre la naturaleza de la ficción, sobre la forma en que la ficción expresa una verdad distinta de la que contiene la realidad, aunque aún hoy cuando me enfrento al papel —al ordenador— me siento perplejo frente al proceso. En el caso de La Fiesta del Chivo me viene a la cabeza esa definición de Balzac que usé como epígrafe de otra novela, según la cual la novela "cuenta la historia privada de las naciones". Algo de eso quise hacer en Conversación en La Catedral y ahora en mi nueva novela. Esta novela quiere explorar esa profunda degradación que supone, en la vida privada y familiar, en el conjunto del tejido social, una dictadura cuasi totalitaria como fue la de Trujillo entre 1930 y 1961, esa descomposición moral que afecta las relaciones humanas y también la psiquis de las personas, un veneno que sobrevive al régimen mismo, esas toxinas que siguen gangrenando el cuerpo social después de muerto el dictador.

Álvaro: Quizá en ningún personaje está tan claro eso como en Pupo Román, el jefe del ejército que, una vez asesinado Trujillo, se paraliza y se niega a dar el golpe que los conspiradores esperan por miedo cerval al fantasma de su amo...

Mario: Sí, una parálisis que es un tabú, una forma de dependencia psicológica que nos remite a un fondo primitivo de la existencia. El dictador sigue avasallando el espíritu de sus sirvientes incluso después de muerto, y eso constituye quizás el rasgo más fascinante y aterrador de la dictadura.

Álvaro: Sin embargo, la heroicidad existe, es decir la ruptura del tabú. Existe en la vida real, como ocurre en mi libro, donde un puñado de agentes secretos que han visto a compañeras suyas como Mariela Barreto ser descuartizadas, sus manos y cabezas seccionadas para que no se reconozca sus identidades, o torturadas y violadas como Leonor La Rosa, están dispuestos y dispuestas a traicionar al régimen en nombre de un deber moral que es también la puesta en juego de su vida. Regímenes como éstos hacen aflorar lo peor y lo mejor de la naturaleza humana. También hubo héroes en la época de Trujillo, y mártires, como las tres hermanas Mirabal, que no eran políticas pero que, al caer sus esposos, del Movimiento 14 de junio, revelan un valor admirable y pagan con sus vidas.

Mario: Sí, ellas comparecen en la novela, como lo hicieron en la vida real, y son, junto con otros personajes heroicos, parte de esa dimensión que te reconcilia con el género humano en medio de tantos servilismos: un mundo donde Trujillo organiza masacres como la de miles de haitianos o se acuesta con las mujeres de sus ministros para humillarlos o donde ciudadanos del común tomaban la iniciativa de llevarle a sus hijas como regalo, y donde tantas y tantos sirvientes del régimen por momentos te hacen desesperar de la especie.

Álvaro: La dictadura de Trujillo, claro, era bien distinta de la de Fujimori. Sin embargo, al bucear en el mundo del espionaje peruano, en visitas furtivas al país para documentarme, descubrí un fondo de horror mucho más grave del que se veía desde fuera e incluso de aquel que llevan en la conciencia los peruanos que viven dentro, bajo el silencio informativo casi absoluto. ¿Hay parentescos entre todas las dictaduras por debajo de sus diferencias? Me pregunto cuál es el factor clave, si son anomalías en el comportamiento humano; pero si esto último es cierto, ¿por qué se repiten las dictaduras y a veces las apoyan sectores de la población?

Mario: No, no son anomalías, creo que esto es importante entenderlo: los Trujillo, los Somoza, los Castro, los Fujimori, no son monstruos sino personas, seres comunes dentro de contextos de poder absoluto, sin frenos ni limitaciones de ninguna clase. El poder absoluto hace brotar en ellos, aunque una predisposición sádica pueda alimentar ese fenómeno, una capacidad para el mal que nace del marco político en el que operan y cuya característica es justamente el poder ilimitado.

Álvaro: Pero las características personales, individuales, de los dictadores no pueden ser desdeñadas. La individualidad, que juega un papel determinante siempre en la historia, es otro factor, sin duda. En Trujillo, por ejemplo, hay unas dosis de teatralidad, de farsa, con esas caminatas por la Máximo Gómez y el Malecón en las que se van acercando o alejando los cortesanos según están en auge o van cayendo en desgracia, o esos títulos grotescos —Benefactor, Padre de la Patria—, o la exhibición de condecoraciones como la de Franco y la del Vaticano, o esa permanente necesidad de mostrar el poder del supermacho acostándose con todo el mundo y usando el sexo como un instrumento neto de sujeción... Pienso, al mismo tiempo, en el Fujimori que encierra en una jaula al líder senderista, el asesino Abimael Guzmán, o que se pasea sonriente entre los cadáveres de los terroristas del MRTA y pisa uno de los cadáveres como quien exhibe un trofeo de guerra, y pienso en que envió hace pocos días a Ricardo Anderson, uno de los cuatro torturadores de Leonor La Rosa, a Washington como testigo del Estado peruano en un juicio contra el Perú en la Comisión de Derechos Humanos de la OEA y que cuando el FBI lo arrestó le extendió pasaporte diplomático para sacarlo de la cárcel.

Mario: Sí, el dictador imprime su sentido estético, su sentido plástico, su personalidad, a su dictadura, pero en todo caso el fondo común es el mismo, el de una mentalidad que opera fuera del contexto racional y lógico, exacerbada por un poder omnímodo. Una de las cosas que me fascinó de Trujillo cuando llegué a la República Dominicana en 1975 para el rodaje de Pantaleón y las visitadoras y que quedó dándome vueltas en la cabeza fue que él llevó esa teatralidad a extremos de delirio que hacen de él y su régimen la más extravagante de las dictaduras latinoamericanas. Él llevó el género a su máxima expresión, y explorar el fondo psicológico del personaje era uno de los retos de la novela, tratando en todo momento de no parecer poco creíble incluso si contaba algo cierto o basado en hechos ciertos. Ayudó a humanizarlo, por ejemplo, su próstata inflada, que fue real.

Álvaro:Yo también sentí la dificultad que al escribir un libro sobre una dictadura suponen los excesos de la realidad. Yo mismo me asfixié mientras escribía los crímenes que se cuentan en En el reino del espanto, aun cuando de los diez mil desaparecidos peruanos de la última década he escogido unos pocos casos muy concretos que son parte de una misma trama orgánica. Tuve que limitar, depurar, estilísticamente hablando, no sólo el sadismo, la sevicia de las torturas, las carbonizaciones, los descuartizamientos, sino también la contrapartida, los actos heroicos, porque uno se encuentra de pronto provocando un efecto de inverosimilitud que echa todo a perder. En mi caso, sin embargo, la limitación es obvia: al no tratarse estrictamente de una novela, estoy obligado a no alterar nada y a no ocultar nada importante, aun cuando pueda jerarquizar los hechos o escoger dónde pongo el foco de modo que logre esa depuración sin mentir.

Mario: Por eso la forma es tan importante. Yo descubrí en un momento, leyendo a Faulkner, que la forma lo es todo, o casi todo, en literatura, descubrí que de cómo uno cuenta una historia, de qué punto de vista escoge, de qué hechosresalta u oculta, de quién narra la historia, de qué modo se organiza el tiempo, depende enteramente el poder de persuasión de la novela. La persuasión no la dan los hechos. Creo que en una historia real, como en el caso de tu libro, en un gran reportaje o una crónica, también la forma da o quita interés y persuasión al texto.

Álvaro: Para escribir una novela tú leíste una enorme cantidad de material no novelesco, es decir de no ficción, incluido material periodístico. Yo, en cambio, usé como modelo para escribir una historia real algunas obras literarias. Hicimos por tanto viajes en sentido contrario.

Mario: Leí mucho, en efecto, de historia o periodismo. Sigo creyendo que el mejor recuento es el de Bernard Diederich, Trujillo, the Death of the Dictator, aun cuando luego han surgido algunos datos nuevos. Era el corresponsal del The New York Times en la zona pero estaba en Haití en el momento del tiranicidio (se le prohibía ingresar a la República Dominicana) y entró al país una vez que supo la noticia. Es un recuento fascinante y magníficamente investigado.

Álvaro: Quizá por eso el episodio del asesinato de Trujillo la noche en que es interceptado camino a San Cristóbal, cuando se dirige a La Casa de Caoba, respeta la historia. También el personaje de Balaguer, ese ser enclenque que sirvió a Trujillo lealmente pero que a su muerte, cuando nadie daba un centavo por él, se agigantó y se comió la historia volviéndose el hombre de la transición... y la democracia.

Mario: Sí, por lo general, en ambos casos he sido bastante respetuoso de la historia real, aunque en el contexto de una novela que no lo es. Había en ambos casos, en el asesinato y en el personaje de Balaguer, unos ingredientes de "novela" que creo que permitían e incluso exigían esto para dotar a la historia de persuasión. Tuve una larga conversación con Balaguer durante mi investigación, en la que me aseguró que no estaba enterado de la conspiración contra Trujillo, algo sobre lo que siempre hubo duda. También el Trujillo real tenía muchos aspectos literarios. Se ponía hielo y cremas en la piel para atenuar su morenez porque odiaba tener sangre haitiana...

Álvaro: El elemento personal nunca deja de estar presente en un texto, incluso cuando es de no ficción. Esto se ve claramente en los libros de no ficción de un V.S. Naipaul o de un Kapuscinski, para mencionar a dos notables autores de gran reportaje y crónica (el primero, también gran novelista). Aunque En el reino del espanto reconstruye una trama que era trepidante en la vida real, que no inventé yo, me di cuenta de entrada de que la objetividad era imposible. En este sentido, todo tránsito de la realidad a la palabra supone una arbitrariedad, aun cuando cuentes hechos reales. Yo decidí desde el comienzo que no formaría parte de la historia, que no sería un personaje, aun cuando podía haberlo sido porque me ocurrió que al investigar los crímenes me volví parte de la trama, me vi intercambiando mensajes con espías, protegiendo vidas, etcétera. Fue un descubrimiento fascinante y quizá haya allí un punto de encuentro, una zona común con la novela o la literatura: la subjetividad como condición ineludible de la palabra escrita.


Mario: Claro, un mundo que está hecho de palabras no es un mundo de seres de carne y hueso, es necesariamente un mundo hecho de subjetividad, de elementos personales, de perspectiva, de visión, de punto de vista, de forma, que determina el autor. Pero la diferencia sigue siendo mayúscula entre la ficción y la realidad, entre la novela y los otros géneros. Si cuentas una historia real debes respetar unas coordenadas dentro de las cuales, sin desbordarlas, se desarrolla ese elemento subjetivo. En cambio la subjetividad de la novela se mueve en unas coordenadas distintas, que son las de la ficción.

Álvaro: Podrías decir, con Alejandro Dumas: si violo la historia, es para hacerle hijos hermosos... El encuentro del novelista con sus personajes en la vida real es desconcertante. Tú vas a ir a la República Dominicana a presentar el libro, del mismo modo que lo haré con el mío en Perú si lo dejan entrar, lo que es muy improbable. Estuvo en la presentación de tu novela en Madrid una nieta de Trujillo, Aída, que estuvo muy cordial... ¿Temes el encuentro con los dominicanos?

Mario: Tengo gran curiosidad por saber cómo van a reaccionar. Ya fue interesante, durante la investigación, visitar a muchos de los personajes de la historia real, como el único conspirador que está vivo todavía, Antonio Imbert, o Lita Trujillo, ex mujer de Ramfis, que me dijo que el hijo de Trujillo era muy distinto del monstruo que ha pintado la historia y que le gustaba la literatura y la cultura... Pero será interesante ver a los dominicanos reaccionar ante una obra de ficción en la que sin embargo se pinta un fresco de una era que tienen viva en la memoria o en el conocimiento de su propia historia.

Álvaro: Una de mis curiosidades mayores era cómo reaccionarían Besitos y otros agentes de mi historia, y en mi caso con el agravante de que tuve que escribir el libro de modo que Montesinos, el jefe de los servicios secretos peruanos, muy parecido en muchos sentidos al Johnny Abbes de Trujillo y de tu libro, no identificara a esas personas porque las puede matar. Me alegro de saber que Besitos se siente bien, aunque en la última conversación telefónica que hemos tenido me transmitió, como en los encuentros que tuvimos en el Perú, su miedo, su terror, un efecto muy turbador.

Mario: La diferencia con la República Dominicana es que ha pasado el tiempo y se ha roto ese tabú. Hoy todo el mundo habla allí con gran libertad, y eso ha sido útil para mí.

© Augusto Wong Campos, 2000. Yahoo! Geocities Inc.

miércoles, 16 de septiembre de 2009


MVLL: Recordando a Jorge Amado / 1997

Piedra de Toque
Jorge Amado en el Paraíso
Escribe MARIO VARGAS LLOSA

El primer artículo que Mario Vargas Llosa publicó en CARETAS data de mayo de 1960, en el número 198 de la revista. El 25 de julio de 1977, estrenó su columna "Piedra de Toque", espacio donde el escritor reflexiona sobre diferentes aspectos del acontecer humano con la brillantez de ese estilo memorioso, directo, apasionado y a menudo controversial. "Piedra de Toque" devino con el tiempo en una de las columnas más leídas y comentadas del mundo literario, lo que sin duda complace particularmente a esta revista que a partir de hoy, vuelve a contar con las quincenales colaboraciones de nuestro ilustre escritor. En febrero, época de carnaval, Vargas Llosa enfila su pluma hacia Brasil, en especial Bahía, donde se desarrolla una de las fiestas carnavalescas más espectaculares del mundo. Este año, la celebración rinde homenaje a uno de los personajes más queridos de ese país y de la literatura latinoamericana: Jorge Amado, a quien Vargas Llosa recuerda a través de sus encuentros y de sus libros.

EN 1982 estuve en Salvador, Bahía, para el setenta cumpleaños de Jorge Amado, y quedé maravillado por el entusiasmo con que la gente de la calle lo celebró. Sabía que era una figura popular en la tierra a la que su fantasía y su prosa han hecho famosa en el mundo, pero nunca imaginé que ese prestigio y cariño echaran raíces en todos los sectores sociales, empezando por los más pobres, donde es improbable que se lean sus libros. "Vaya tierra original, pensé, donde los escritores son tan famosos como los futbolistas". Pero, no eran los escritores: era Jorge Amado. No exagero nada. Aquella celebración comenzó en el Mercado central de la ciudad, donde aquél era reconocido por todo el mundo y donde vendedores de pescado o raspadura, compradores de verduras, titiriteros o inspectores municipales se acercaban a darle la enhorabuena. Pero, todavía más sorprendente fue descubrir que el novelista conocía a esa multitud de admiradores por su nombre y apellido, pues a cada persona la trataba de tú y vos y con cada cual tenía algún recuerdo que compartir.

Que los bahianos se sientan felices de tener a alguien como Jorge Amado (nacido en un pueblo del interior, Ferradas, en La Hacienda Auricidia, en 1912, y que lleva sus 85 años con una insolente salud de cuerpo y de espíritu) es poco menos que un acto de justicia. Y no sólo por la vasta obra literaria que ha salido de su fértil imaginación; también porque Jorge Amado suma, a su talento de fabulador de historias, una humanidad generosa y sin dobleces, que se prodiga a manos llenas y crea en torno suyo, donde esté, una atmósfera cálida y estimulante que, a quien tiene la suerte de acogerse a ella, lo reconcilia con la vida y le hace pensar que, después de todo, los hombres y las mujeres de este planeta sean acaso mejores de lo que parecen.

Yo lo conocí como lector cuando era estudiante universitario, en la Lima de los años cincuenta, y recuerdo, incluso, los dos primeros libros suyos que leí: su novela juvenil, Cacao, y su biografía novelada del líder comunista brasileño, figura mítica de la época, Luiz Carlos Prestes, O Cavaleiro da Esperança. En aquellos años -los de la guerra fría en el mundo y de las dictaduras militares en América Latina, no lo olvidemos- su figura pública y su obra literaria se identificaban con la idea del escritor militante, que utiliza su pluma como un arma para denunciar las injusticias sociales, las tiranías y la explotación, y para ganar prosélitos al socialismo.

Los escritos del Jorge Amado de entonces, como los de sus contemporáneos hispanoamericanos de la época, el Pablo Neruda del Canto general o el Miguel Angel Asturias de Week-end en Guatemala, Viento fuerte y El Papa verde, parecían animados por un ideal cívico y moral (revolucionario era la palabra indispensable) al mismo tiempo que estético, y, a menudo, como en los libros citados, aquél estragaba a este último. Lo que salvó al Jorge Amado de entonces de la trampa en que cayeron muchos escritores latinoamericanos `comprometidos', que se convirtieron, como quería Stalin, en `ingenieros de almas', es decir en meros propagandistas, fue que en sus novelas políticas un elemento intuitivo, instintivo y vital derrotaba siempre al ideológico y hacía saltar los esquemas racionales. Pero, aun así, con la perspectiva que da el tiempo y los cataclismos históricos que en estas décadas sirvieron para mostrar las ilusiones y los mitos que embellecían al socialismo real, aquellos escritos suyos han perdido la pugnacidad y la frescura que tenían cuando mi generación los leyó con avidez. En otras palabras, envejecido.

Pero, el primero en advertirlo fue el propio Jorge Amado, quien, aunque sin el escándalo de una ruptura ni los traumatismos que destruyeron tantas carreras literarias, más bien con la elegante discreción y la permanente bonhomía con que ha circulado siempre por la vida, dio un vuelco profundo a su literatura, despolitizándola, purgándola de presupuestos ideológicos y tentaciones pedadógicas y abriéndola de par en par a otras manifestaciones de la vida, empezando por el humor y terminando por los placeres del cuerpo y los juegos del intelecto.

Habiendo empezado a escribir en su adolescencia como un escritor maduro -casi un viejo-, Jorge Amado procedió luego a rejuvenecer, con esas historias deliciosas que son Doña Flor e Seus Dois maridos, Gabriela, Cravo e Canela, Teresa Batista Cansada de Guerra, Tieta do Agreste, Farda Fardao Camisola de Dormir (regocijante sátira de intrigas entre académicos, menos difundida que las otras pese a su humor sutil y a su devastadora crítica de la cultura burocratizada) y las que han seguido, en un curioso desacato a la cronología mental, algo que, como escritor, ha hecho de él una suerte de Dorian Grey, un novelista que, libro tras libro, juega, se divierte y se exhibe como un niño genial, con sus travesuras verbales, sensuales y anecdóticas, en verdaderas fiestas narrativas.

En el enorme éxito que han alcanzado sus libros en lectores de tantas culturas diferentes, no debe verse, únicamente, la buena factura artesanal con que sabe armar las historias, la picardía y el color de los diálogos, la gracia con que dibuja sus personajes y enreda y desenreda los argumentos, aunque todo ello, por supuesto, haya sido decisivo para que sus novelas sintonicen con un público tan heterogéneo. También debe haber influido la espléndida salud moral que ellas transpiran, el optimismo con que el destino humano está encarado en aquellas ficciones, sin que esto signifique que la visión que proponen de la condición humana peque de ingenua o de tonta, como ocurre por desgracia con muchos escritores contemporáneos que se han tomado en serio el espantoso eslógan de la publicidad: "Pensar en positivo". Nada de eso. En las novelas de Jorge Amado no hay inconsciencia ni miopía sobre la adversidad, las horrendas pruebas a que se enfrenta cotidianamente la inmensa mayoría.

Sufrimiento, engaño, abuso, mentira, estupidez, comparecen en ellas, ni más ni menos que en las vidas de sus lectores. Pero, en sus novelas -y es uno de los mayores encantos que lucen- todas las desventuras del mundo no son suficientes para quebrar la voluntad de supervivencia, la alegría de vivir, el ingenio risueño para sacarle siempre la vuelta al infortunio, que animan a sus personajes. El amor a la vida es tan grande en ellos que son capaces, como le ocurre a la excelente doña Flor con su marido difunto, de resucitar a los muertos y devolverlos a una existencia que con todas las miserias que ella conlleve, está repleta de ocasiones de goce y felicidad.

Esa fruición por los placeres menudos, al alcance del ser anónimo, que chisporrotea en todas sus historias -paladear un vaso de cerveza fría, una sabrosa conversación, contar un chiste colorado, piropear un cuerpo deseable que pasa, la fraterna amistad, la visión de un ave que rasga un cielo inmarcesible- es intenso y contagia a sus lectores, que suelen salir persuadidos de estas páginas de que, no importa cuan ruin sea la circunstancia que se vive, siempre habrá en la vida humana un resquicio para la diversión y otro para la esperanza.

En pocos escritores modernos encontramos una visión tan "sana" de la existencia como la que emana de la obra de Jorge Amado. Por lo general (y creo que hay pocas excepciones a esta tendencia) el talento de los grandes creadores de nuestro tiempo ha testimoniado, ante todo, sobre el destino trágico del hombre, explorado los sombríos abismos por los que puede despeñarse. Como lo explicó Bataille, la literatura ha representado principalmente "el mal", la vertiente más destructora y ácida del fenómeno humano. Jorge Amado, en cambio, como solían hacerlo los clásicos, ha exaltado el reverso de aquella medalla, la cuota de bondad, alegría, plenitud y grandeza espiritual que contiene también la existencia, y que, en sus novelas, hechas las sumas y las restas, termina siempre ganando la batalla en casi todos los destinos individuales.

No sé si esta concepción es más justa que, digamos, la de un Faulkner o un Onetti que está en sus antípodas. Pero gracias a su hechicería de consumado escribidor y la convicción con que la fantasea en sus historias, no hay duda de que Jorge Amado ha sido capaz de seducir con ella a millones de agradecidos lectores.En los años setenta, cuando, lleno de temor pero también de excitación, emprendí la aventura de escribir La guerra del fin del mundo, una novela basada en Euclides da Cunha y la guerra de Canudos, tuve ocasión de experimentar en carne propia la generosidad de Jorge Amado (y, por supuesto, de Zélia, la maravillosa compañera, anarquista por la gracia de Dios). Sin la ayuda de Jorge, que dedicó mucho tiempo y energía a darme consejos, recomendarme y presentarme a gente amiga -citaré, entre muchos, a Antonio Celestino, Renato Ferraz y el historiador José Calazans- jamás hubiera podido recorrer el sertón bahiano y adentrarme por los vericuetos de Salvador.

Allí pude ver de cerca la manera como Jorge Amado regala su tiempo echando una mano a quienquiera que se le acerca, desviviéndose, a costa de su propio trabajo, por facilitar las cosas y abrirle puertas a quien pinta, compone, esculpe, baila o escribe, la sabiduría con que cultiva la amistad y evita esos deportes -las intrigas, las rivalidades, los chismes- que avinagran las vidas de tantos escritores, su incombustible sencillez de persona que no parece haberse enterado todavía de que la vanidad y la solemnidad también son de este mundo e infaliblemente aquejan a quienes alcanzan una fama como la que él se ha ganado.

Cuando era joven, con un amigo jugábamos a adivinar qué escritores de muestro tiempo, caso de existir el cielo, entrarían allí. Hacíamos unas listas muy exclusivas, que nos costaba un trabajo endemoniado elaborar, y, lo peor, era que, tarde o temprano, los calificados se las arreglaban para que tuviéramos que sacarlos de allí. En mi lista actual, desde hace ya mucho tiempo, queda un solo nombre. Y meto mis manos al fuego que no hay una sola persona en este mundo que haya conocido y leído a Jorge Amado a la que se le ocurriría expulsarlo de allí.
© Mario Vargas Llosa, 1997.
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País. SA., 1997.

MVLL y las Sectas / 1997

Piedra de Toque
Por MARIO VARGAS LLOSA
Defensa de las Sectas


EN 1983 asistí en Cartagena, Colombia, a un congreso sobre medios de comunicación presidido por dos intelectuales prestigiosos (Germán Arciniegas y Jacques Soustelle), en el que, además de periodistas venidos de medio mundo, había unos jóvenes incansables, dotados de esas miradas fijas y ardientes que adornan a los poseedores de la verdad. En un momento dado, hizo su aparición en el certamen, con gran revuelo de aquellos jóvenes, el reverendo Moon, jefe de la Iglesia de la Unificación, que, a través de un organismo de fachada, patrocinaba aquel congreso. Poco después, advertí que la mafia progresista añadía, a mi prontuario de iniquidades, la de haberme vendido a una siniestra secta, la de los moonies.

Como, desde que perdí la que tenía, ando buscando una fe que la reemplace, ilusionado me precipité a averiguar si la de aquel risueño y rollizo coreano que maltrataba el inglés estaba en condiciones de resolverme el problema. Y así leí el magnífico libro sobre la Iglesia de la Unificación de la profesora de la London School of Economics, Eileen Barker (a quien conocí en aquella reunión de Cartagena) que es probablemente quien ha estudiado de manera más seria y responsable el fenómeno de la proliferación de las `sectas' religiosas en este fin del milenio. Por ella supe, entre otras muchas cosas, que el reverendo Moon no sólo se considera comisionado por el Creador con la menuda responsabilidad de unir Judaísmo, Cristianismo y Budismo en una sola iglesia, sino, además, piensa ser él mismo una hipóstasis de Buda y Jesucristo.

Esto, naturalmente, me descalifica del todo para integrar sus filas: si, pese a las excelentes credenciales que dos mil años de historia le conceden, me confieso totalmente incapaz de creer en la divinidad del Nazareno, difícil que la acepte en un evangelista norcoreano que ni siquiera pudo con el Internal Revenue Service de los Estados Unidos (que lo mandó un año a la cárcel por burlar impuestos).Ahora bien, si los moonies (y los 1.600 grupos y grupúsculos religiosos detectados por Inform, que dirige la profesora Barker) me dejan escéptico, también me ocurre lo mismo con quienes de un tiempo a parte se dedican a acosarlos y a pedir que los gobiernos los prohíban, con el argumento de que corrompen a la juventud, desestabilizan a las familias, esquilman a los contribuyentes y se infiltran en las instituciones del Estado.

Lo que ocurre en estos días en Alemania con la Iglesia de la Cienciología da a este tema una turbadora actualidad. Como es sabido, las autoridades de algunos estados de la República Federal -Baviera, sobre todo- pretenden excluir de los puestos administrativos a miembros de aquella organización, y han llevado a cabo campañas de boicot a películas de John Travolta y Tom Cruise por ser `cienciólogos' y prohibido un concierto de Chick Corea en Baden-Wurtenerg por la misma razón.Aunque es una absurda exageración comparar estas medidas de acoso con la persecución que sufrieron los judíos durante el nazismo, como se dijo en el manifiesto de las 34 personalidades de Hollywood que protestaron por estas iniciativas contra la Cienciología en un aviso pagado en The New York Times, lo cierto es que aquellas operaciones constituyen una flagrante violación de los principios de tolerancia y pluralismo de la cultura democrática y en un peligroso precedente.

Al señor Tom Cruise y a su bella esposa Nicole Kidman se les puede acusar de tener la sensibilidad estragada y un horrendo paladar literario si prefieren, a la lectura de los Evangelios, la de los engendros científico-teológicos de L. Ron Hubbard, que fundó hace cuatro décadas la Iglesia de la Cienciología, de acuerdo. Pero ¿por qué sería éste un asunto en el que tuvieran que meter su nariz las autoridades de un país cuya Constitución garantiza a los ciudadanos el derecho de creer en lo que les parezca o de no creer en nada?El único argumento serio para prohibir o discriminar a las `sectas' no está al alcance de los regímenes democráticos; sí lo está, en cambio, en aquellas sociedades donde el poder religioso y político son uno solo y, como en Arabia Saudita o Sudán, el Estado determina cuál es la verdadera religión y se arroga por eso el derecho de prohibir las falsas y de castigar al hereje, al heterodoxo y al sacrílego, enemigos de la fe.

En una sociedad abierta, eso no es posible: el Estado debe respetar las creencias particulares, por disparatadas que parezcan, sin identificarse con ninguna Iglesia, pues si lo hace inevitablemente terminará por atropellar las creencias (o la falta de) de un gran número de ciudadanos. Lo estamos viendo en estos días en Chile, una de las sociedades más modernas de América Latina que, sin embargo, en algún aspecto sigue siendo poco menos que troglodita, pues todavía no ha aprobado una ley de divorcio debido a la oposición de la influyente Iglesia Católica.

Las razones que se esgrimen contra las `sectas' son a menudo certeras. Es verdad que sus prosélitos suelen ser fanáticos y sus métodos catequizadores atosigantes (un testigo de Jehová me asedió a mí un largo año en París para que me diera el zambullón lustral, exasperándome hasta la pesadilla) y que muchas de ellas exprimen literalmente los bolsillos de sus fieles. Ahora bien: ¿no se puede decir lo mismo, con puntos y comas, de muchas `sectas' respetabilísimas de las religiones tradicionales?

Los judíos ultraortodoxos de Mea Sharin, en Jerusalén que salen a apedrear los sábados a los automóviles que pasan por el barrio ¿son acaso un modelo de flexibilidad? ¿Es por ventura el Opus Dei menos estricto en la entrega que exige de sus miembros numerarios de lo que lo son, con los suyos, las formaciones evangélicas más intransigentes? Son unos ejemplos tomados al azar, entre muchísimos otros, que prueban hasta la saciedad que toda religión, la convalidada por la pátina de los siglos y milenios, la rica literatura y la sangre de los mártires, o la flamantísima, amasada en Brooklyn, Salt Lake City o Tokio y promocionada por el Internet, es potencialmente intolerante, de vocación monopólica, y que las justificaciones para limitar o impedir el funcionamiento de algunas de ellas son también válidas para todas las otras.

O sea que, una de dos: o se las prohíbe a todas sin excepción, como intentaron algunos ingenuos -la Revolución Francesa, Lenin, Mao, Fidel Castro- o a todas se las autoriza, con la única exigencia de que actúen dentro de la Ley.Ni qué decir tiene que yo soy un partidario resuelto de esta segunda opción. Y no sólo porque es un derecho humano básico el de poder practicar la fe elegida sin ser por ello discriminado ni perseguido. También porque para la inmensa mayoría de los seres humanos la religión es el único camino que conduce a la vida espiritual y a una conciencia ética, sin las cuales no hay convivencia humana, ni respeto a la legalidad, ni aquellos consensos elementales que sostienen la vida civilizada.

Ha sido un gravísimo error, repetido varias veces a lo largo de la historia, creer que el conocimiento, la ciencia, la cultura, irían liberando progresivamente al hombre de las `supersticiones' de la religión, hasta que, con el progreso, ésta resultara inservible. La secularización no ha reemplazado a los dioses con ideas, saberes y convicciones que hicieran sus veces. Ha dejado un vacío espiritual que los seres humanos llenan como pueden, a veces con grotescos sucedáneos, con múltiples formas de neurosis, o escuchando el llamado de esas `sectas' que, precisamente por su carácter absorbente y exclusivista, de planificación minuciosa de todos los instantes de la vida física y espiritual, proporcionan un equilibrio y un orden a quienes se sienten confusos, solitarios y aturdidos en el mundo de hoy.

En ese sentido son útiles y deberían ser no sólo respetadas, sino fomentadas. Pero, desde luego, no subsidiadas ni mantenidas con el dinero de los contribuyentes. El Estado democrático, que es y sólo puede ser laico, es decir neutral en materia religiosa, abandona esa neutralidad si, con el argumento de que una mayoría o una parte considerable de los ciudadanos profesa determinada religión, exonera a su iglesia de pagar impuestos y le concede otros privilegios de los que excluye a las creencias minoritarias.

Esta política es peligrosa, porque discrimina en el ámbito subjetivo de las creencias, y estimula la corrupción institucional.A lo más que debería llegarse en este dominio, es a lo que hizo Brasil, cuando se construía Brasilia, la nueva capital: regalar un terreno, en una avenida ad-hoc, a todas las iglesias del mundo que quisieran edificar allí un templo. Hay varias decenas, si la memoria no me engaña: grandes y ostentosos edificios, de arquitectura plural e idiosincrática, entre los cuales truena, soberbia, erizada de cúpulas y símbolos indescifrables, la catedral Rosacruz.
© Mario Vargas Llosa, 1997.© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1997.

MVLL: Los dominicanos, la inmigración y las oportunidades / 1997

Por MARIO VARGAS LLOSA
Mundo Ancho y Ajeno

A las seis de la mañana, cuando salgo a caminar por la Avenida -doce kilómetros de Malecón donde rompen las olas bravas del Caribe- está todavía oscuro y es un suplementario placer, sumado al de la tibia brisa y las invisibles salpicaduras del mar en la cara, el espectáculo del sol abriéndose paso entre frondosas nubes e iluminando de pronto con una vivísima luz amarilla los techos y fachadas de Santo Domingo.

Hay muy pocos caminantes a esta hora, pero, una cuadra antes de llegar al restaurante español, los tres o cuatro vendedores de pintura "naive" ya han desplegado su mercancía sobre la tapia de un solar, la que, convertida en un mosaico de colores flamígeros, exhibe a lo largo de veinte o treinta metros, paisajes campesinos, hileras de braceros, brujos enmascarados, cabañas, pescadores, chivos o diablos, en telas confeccionadas según un patrón abstracto que las priva de toda vivencia y originalidad. Descalzos y semidesnudos, los vendedores mascullan entre sí una parla en la que apenas entiendo alguna palabrita suelta. Son haitianos y hablan en creole. Algunas cuadras más allá, en la explanada con quioscos de refrescos y viandas frente al Cinema Centro, me cruzo también con un grupo de mujeres haitianas, con pañuelos en la cabeza, parloteando mientras recogen las basuras.

¿Cuántos como ellos habitan en la República Dominicana? Deben de ser muchos miles y, por lo visto, una gran mayoría indocumentados e ilegales. Su presencia es en estos días objeto de viva controversia, pues, debido a las repatriaciones forzadas de haitianos que emprendieron las autoridades, el gobierno dominicano ha sido objeto de críticas severas por parte de organismos internacionales y defensores de los derechos humanos.

Entre los críticos figura, oh paradoja, el gobierno francés, quien deplora que las autoridades dominicanas hagan con los haitianos en esta isla lo que la famosa "ley Debré" contra la inmigración clandestina recién aprobada en el Parlamento francés, le conmina hacer con los marroquíes, argelinos, senegales y demás africanos que viven en Francia en situación de ilegalidad. En vista de la presión exterior, el Presidente Leonel Fernández ha interrumpido las repatriaciones. Pero la frontera entre los dos países que comparte la isla Hispaniola, tan cara a Colón, está cerrada y ha habido violencia en la región haitiana de Juana Méndez contra los policías que tratan de cerrar el paso a las familias que tradicionalmente la cruzan a diario para vender y comprar mercancías.

El conflicto está lejos de solucionarse y es un botón de muestra de lo que será, sin duda, uno de los más incandescentes problemas del siglo que se avecina: las grandes migraciones de los pobres hacia los países prósperos en pos de la supervivencia y los esfuerzos de éstos por contenerlo y confinarlos en su lugar de origen. Me apresuro a pronosticar, con los aspavientos de un brujo haitiano de Sité-Soley, que, aunque correrá sangre y habrá innumerables tragedias y padecimientos, los pobres ganarán inevitablemente esta guerra (y me alegro mucho de que así sea).Desde la perspectiva de un ciudadano del desdichado Haití, el país más miserable del hemisferio occidental, cuyo empobrecimiento se ha agravado de manera atroz con la dictadura militar de Cédrars y los cataclismos políticos de los últimos años, la República Dominicana es un país muy próspero. Y lo es porque, aunque desde la atalaya de España, Francia o Estados Unidos, parezca pobrísimo, esta sociedad viene creciendo a un ritmo de 7 por ciento anual, atrayendo un flujo creciente de inversiones y desarrollando algunas industrias, como el turismo, que tienen un futuro promisor.

La inflación está controlada y goza de una estabilidad política que nada amenaza en lo inmediato. Naturalmente, los cuatrocientos kilómetros de frontera se han vuelto una coladera por la que millares de familias haitianas vienen a buscar en suelo dominicano lo que su país es incapaz de darles: una manera de ganarse el sustento y no perecer de inanición.Aquí trabajan como braceros en los cañaverales y arrozales, se emplean en la construcción y en el servicio doméstico, venden chucherías por las calles o arman cada mañana sus tiendas volantes en las abigarradas callecitas del "Pequeño Haití", en Santo Domingo, en los alrededores de la avenida Mella, a espaldas del Mercado Modelo.

En este paraíso de la economía informal, que ocupa aceras y calzadas, se puede comprar de todo, camisas, pantalones, electrodomésticos, discos y, por cierto, abundantes mejunjes de misteriosa naturaleza para aderezar las comidas, curar el "mal de ojo" o provocar el odio y el amor. La novelista Mayra Montero ha documentado con viveza en una ficción, Del rojo de su sombra, esta penetración cultural haitana en la sociedad dominicana donde, en la zona rural sobre todo, han surgido cultos, prácticas y modos de comportamiento que vienen del vecino país y se prolongan en los hijos y nietos de los inmigrantes que arraigaron en esta tierra.

Este fenómeno de mestizaje y aculturación genera entre algunos dominicanos reacciones tan atemorizadas y coléricas como en Francia, donde, como es sabido, proliferan los defensores de la "identidad cultural francesa" que amenazarían destruir, en un ataque combinado, los árabes fundamentalistas, los Mc Donalds y las películas de Spielberg. Un intelectual dominicano, Manuel Núñez, se pregunta en el Listín Diario: "¿Debemos permitir ante nuestros ojos que se desnacionalice el cultivo del arroz, del café, de las habichuelas como ya ha ocurrido con la caña de azúcar? ¿Debemos suprimir la soberanía nacional en lo que respecta a Haití?" Este es un argumento supersensible, que remueve peligrosos íncubos del subconsciente dominicano, pues el país padeció en el siglo XIX veinte años de ocupación militar haitiana y celebra su independencia el día que se emancipó, no de España sino de Haití. Desde entonces, las relaciones entre ambas naciones han experimentado crisis periódicas, la más terrible de las cuales tuvo lugar en 1937, cuando el Generalísimo Trujillo ordenó una matanza de haitianos que constituyó un pequeño genocidio. (El historiador Bernardo Vega calcula las víctimas de esa orgía de sangre en seis mil, y otros elevan la cifra hasta veinte mil).

El señor Núñez afirma también, en su artículo, que las migraciones haitianas significan un problema sanitario para la República Dominicana: "Ya se sabe que la única forma de controlar la malaria, disentería y algunas enfermedades copiosas en Haití es haciendo extensiva la vacunación a los haitianos legales e ilegales que pululan en nuestras campiñas y ciudades. Es decir, asumiendo dentro del Presupuesto nacional una partida de gastos cuantiosos..."

¿No parecen estas razones calcadas de las que esgrimen los legisladores y gobernadores de Estados Unidos -donde residen un millón de dominicanos, buena parte de los cuales son indocumentados e ilegales- para que se adopten draconianas medidas contra los indeseables inmigrantes procedentes de América Latina que invaden por oleadas crecientes el territorio estadounidense? Son idénticas, en efecto, y reflejan, por una parte, una cuota de verdad -nadie puede reprochar a un ser pensante que aproveche las ventajas que se ponen a su alcance- pero, sobre todo, un pánico ancestral a ser contaminado por "el otro" (la otra raza, la otra lengua, la otra religión), a disolverse en una promiscua mezcla, como resultado de la merma de las fronteras tradicionales que mantenían a cada cual (países, hombres, cultura, creencias) amurallado en su lugar.

Quienes piensan como don Manuel Núñez son muchos millones en el mundo, y es posible que, si hubiera un plebiscito sobre el tema en la República Dominicana (país hospitalario si los hay), acaso apoyaría la política de repatriaciones forzadas una mayoría tan grande como la que, en Francia,según las encuestas, respalda la xenófoba "ley Debré" contra la inmigración ilegal. Sin embargo, sus argumentos se hacen añicos contra una realidad verificable en todas las fronteras del mundo que pretenden (siempre sin éxito) cerrarse a piedra y lodo contra los migrantes de sociedades pobres. Aun si la República Dominicana pusiera un soldado cada cinco metros en los cuatrocientos kilómetros de la frontera con orden de tirar al bulto, los haitianos seguirían entrando, burlando los obstáculos, así como lo hacen los dominicanos que a diario, en embarcaciones de fortuna, desafían los remolinos y corrientes traicioneras del Canal de la Mona para entrar clandestinamente a Puerto Rico y de ahí dar el salto a Miami, Chicago o Nueva York.

Y si el gobierno dominicano decide gastarse la mitad del Presupuesto capturando y devolviendo ilegales a sus tierras, los expatriados seguirán regresando aunque tengan que hacerlo nadando entre los carniceros tiburones de la costa o abriendo túneles en la montaña como las lagartijas, porque la razón que aquí los trae es la más indoblegable que existe (y también la más justa y humana); escapar de la hambruna y la desocupación, alcanzar un mínimo de dignidad y de seguridad. La única manera de resolver el problema es impracticable, es decir, exterminándolos a todos, como lo intentaron Hitler con los judíos y Trujillo con los haitianos. Y tampoco funcionó.

Por lo demás, no es cierto que la presencia haitiana sea ingrata a todos en este cálido país. Hoy mismo leo en la prensa un comunicado de la Asociación de Productores Privados de Arroz, alarmadísimo, porque en razón de las recientes repatriaciones, "la producción de cereal en la subregión del Noroeste está semi-paralizada por la falta de mano de obra haitiana". El presidente de la Asociación, Fernando Rosario, explica que "el 95 por ciento de los trabajadores agrícolas de la subregión son haitianos", pues los dominicanos no quieren ya trabajar en el campo y prefieren buscar empleo en las ciudades.

La verdad es que los haitianos vienen aquí por la misma razón que los dominicanos van a Madrid o a Nueva York: porque allí hay trabajo para ellos, un trabajo que a menudo los nativos no quieren hacer, o, en todo caso, no por los bajos salarios que los inmigrantes aceptan, algo que, a la postre, termina siempre favoreciendo a los consumidores del país receptor.Si no hubiera sido por la bendita inmigración, por ejemplo, el actual Presidente de la República Dominicana, el ingeniero Leonel Fernández, perteneciente a una familia muy humilde que emigró a Estados Unidos en busca de oportunidades, no hubiera tal vez estudiado una carrera ni adquirido la formación y las modernas ideas que le permiten ocupar hoy la jefatura del Estado de su país.

¿Por qué negar a los haitianos en la República Dominicana las oportunidades que, con todo derecho, tantos dominicanos van a buscar por ese ancho mundo que, por fortuna, cada día va siendo menos ajeno?
© Mario Vargas Llosa, 1997.© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1997.

MVLL y la tragedia de Albania / 1997

Piedra de Toque
Por MARIO VARGAS LLOSA
El País de las Aguilas

POR Albania, país donde nunca he puesto los pies y que sólo conozco por las buenas novelas de Ismail Kadaré, tuve una de las más encrespadas discusiones que recuerdo. Mi contrincante fue un demonio de apariencia femenina llamado Uma Thurman, sueca de origen y actriz de profesión, de lanceolada silueta y glaucos cabellos, con quien, para felicidad de mis ojos y tragedia de mis convicciones y gustos, coincidí en el jurado del Festival de Cine de Venecia, hace un par de años.Valiéndose de infinitos recursos persuasivos (la inteligencia, el llanto, la seducción, el chantaje, la intimidación, el ruego) y una capacidad para la intriga digna de Maquiavelo y Rastignac juntos, se las arregló para que obtuviera el premio especial del concurso la horrenda película Natural born Killers (Asesinos natos), del demagogo Oliver Stone, y figurara en el palmarés L'America, del italiano Amelio, que mostraba a Albania como un país de pesadilla, poblado de enjambres subhumanos que mendigan o roban, racimos de hombres-larvas aturdidos por el hambre y la desocupación.

Estoy seguro de que, quienes desconocen Albania tanto como yo y vieron aquella película, tienden a creer que ella fue profética, pues en un país semejante y de gentes así, los horrores que están sucediendo en estos días tenían que ocurrir de todos modos, tarde o temprano. Como los de Ruanda, Burundi o Haití.Sin embargo, la verdad es que la desintegración generalizada y el caos social y político que se ha apoderado de Albania, en vez de merecer esas confortables lamentaciones o espantadas sorpresas que escuchamos y leemos a diario en los medios de los países civilizados, hablando de la tragedia albanesa como si hablaran de la Luna, debería ilustrarnos sobre lo precario de nuestra condición, y abrirnos los ojos respecto de la fragilísima película sobre la que se asientan la modernidad, el progreso, la cultura democrática en las sociedades desarrolladas.

Igual que la ex Yugoslavia, la crisis de Albania demuestra que, así como es largo y costoso acceder a la civilización, el retroceso a la barbarie es facilísimo, un riesgo contra el cual no hay antídoto definitivo.Una de las explicaciones más disparatadas sobre el desplome de la legalidad y el orden en Albania, es que la culpa la tendría el `capitalismo', o, como prefiere la jerga bien pensante, el `ultra-liberalismo' que el ex cardiólogo y protegido de Enver Hoxha, el presidente Sali Berisha, habría tratado de imponer a marchas forzadas para complacer a sus amos occidentales (los Estados Unidos, principalmente, que lo trataban con más benevolencia que a sus rivales políticos desde que se proclamó anticomunista).

La verdad es distinta. El medio siglo de despotismo estalinista que padeció esa sociedad, esterilizó de tal manera su vida social y económica -sólo la policial y represiva funcionó- que ninguna institución pudo echar raíces luego, cuando la dictadura se derrumbó. Se derrumbó, pero, alto ahí, no desapareció: como los anillos de la serpiente decapitada, siguió dando coletazos y sus métodos, costumbres y buen número de corifeos y beneficiarios mantuvieron su vigencia en la supuesta democracia que vino a reemplazarla, con un leve maquillaje reformista.

Buen ejemplo de ello es el propio Sali Berisha, a quien el régimen prohijó hasta el extremo de permitirle viajar y estudiar en el extranjero (privilegio inconcebible para el albanés promedio) y que luego fue dirigente del Partido de los Trabajadores y médico de cabecera de Enver Hoxha, el Supremo. Cuando llegó la hora del cambio, se proclamó demócrata, conservador y `atlantista', y, para probarlo, apenas ganó las elecciones de 1992, metió en la cárcel al sucesor de Hoxha, Ramiz Alia, a la viuda de aquél y a un puñado de dignatarios del viejo régimen.

Los gobiernos occidentales aceptaron sus protestas de que la democratización de Albania estaba en marcha.En verdad, se trataba de una pura farsa. Al igual que en Rusia, y por las mismas razones, la endeblez o nulidad absoluta de las instituciones civiles -en especial, la de los jueces y tribunales- dio cancha libre al imperio de las mafias, pandillas de delincuentes encabezadas por ex policías y burócratas del régimen comunista que pasaron a administrar las empresas (o, más bien a saquearlas), vender protección a los particulares, e, incluso, a visar los pasaportes y franquear el acceso en las fronteras a los camiones con mercancías.

Hace un año, más o menos, hubo un magnífico documental sobre este tema en la BBC, que mostraba con impresionantes testimonios cómo la industria del narcotráfico había sentado sus reales en Albania en la más absoluta impunidad. La fuerza bruta pasó a ser la única forma de legalidad y la corrupción se extendió a todos los niveles sociales, como la principal tabla de supervivencia.En estas condiciones, en América Latina, el Ejército saca los tanques a la calle y toma el poder. Pero, en países como Albania (o Rusia, para el caso), la anorexia económica que resulta de varias décadas de centralismo, estatismo y planificación es tan profunda que ni siquiera las instituciones privilegiadas, como las Fuerzas Armadas, se libran de desfallecer y arruinarse al extremo de perder, incluso, ese espíritu de cuerpo y los reflejos jerárquicos imprescindibles para dar un golpe de Estado.

La facilidad con que la muchedumbre enardecida asaltó los cuarteles y comisarías en Tirana, Durres, Skodra y otros lugares y se apoderó de por lo menos 299.000 fusiles es muy elocuente sobre la moral que reinaba en el estamento militar. Por eso, es probablemente cierta la afirmación de que, en algunos centros, los propios oficiales estimularon el saqueo, para disimular los tráficos con las armas y municiones que, desde hacía ya buen tiempo, eran la principal fuente de sustento para los militares.En este contexto de penuria económica, indefensión política, vacío institucional e incertidumbre colectiva, resulta muy fácil creer en milagros, como las "inversiones piramidales".

Es curioso cómo esta estafa se repite una y otra vez en los países pobres o en crisis, y, pese a ello, nadie aprende la lección y millares o millones de inocentes vuelven a caer en la trampa. Esta es burda hasta lo cómico. Un banco o una financiera ofrece intereses elevadísimos y a corto plazo por los ahorros de sus clientes, y los primeros inversores van recibiendo, en efecto, aquellos beneficios, ficción que se mantiene sólo mientras continúen los depósitos de nuevos clientes. En el momento en que estos decrecen o cunde la alarma y comienzan los retiros, el esquema se desmorona: los estafadores desaparecen y sus víctimas descubren que han perdido todo lo que tenían. Este timo es antiquísimo, pero, probablemente, lo novedoso en este caso, es que un país entero parece haberse ilusionado y dejado engañar con el fuego fatuo de una especulación maravillosa, que haría multiplicar sus magros ahorros sin exigirles el menor esfuerzo. Eso no se da así y tampoco es bueno que se dé así.

Si la riqueza cae del cielo y no resulta de la continuidad del esfuerzo, se contraen malos hábitos y se está mal preparado para enfrentar las dificultades y la adversidad. Que lo diga, si no, Venezuela, a quien el oro negro que aniega su suelo le ha traído más calamidades que beneficios. Mil veces preferible es la prosperidad que resulta, no del accidente -la lotería, el milagro-, sino del ingenio y el empeño, pues es la que tiene más probabilidades de durar y de renovarse, según las circunstancias.Tal vez deba decirse lo mismo de la democracia, ese sistema que, con todos sus defectos, es el que se defiende mejor contra la brutalidad y el que resiste más tiempo las periódicas tentaciones del retorno a la barbarie que aquejan a todas las naciones.

Lo que ocurre en Rusia en nuestros días y en buena parte del ex imperio soviético, la atroz delicuescencia en que está sumida Albania, las tremendas dificultades que encuentran los países de América Latina para alcanzar de veras el progreso y la modernidad, y las sangrías y hambrunas que sacuden a tantas naciones africanas no demuestran que haya pueblos aptos y pueblos inaptos para ser libres y prósperos. Sino, que la libertad y la prosperidad no se dan de la noche a la mañana: se conquistan y merecen, poco a poco, a través de unas prácticas, mediante la adopción de unas ideas y costumbres que son las que hacen funcionar a las instituciones (y no al revés).

Las dictaduras siempre debilitan y deterioran este proceso: todas, pero, más que ninguna otra, las que, como la que padeció Albania -o padecen ahora Corea del Norte o Cuba o China-, toman a su cargo la responsabilidad total de la vida de los ciudadanos, haciendo de éstos meros autómatas, cuyas acciones, nimias o trascendentes, les vienen impuestas, por ese mismo poder omnímodo que los educa, nutre, subsidia, informa y da trabajo.

¿Por qué actuarían de manera responsable quienes fueron condicionados y domesticados a lo largo de generaciones para ser dóciles e instrumentales? ¿Por qué respetarían las instituciones quienes nacieron y murieron entre instituciones que nunca fueron dignas de respeto? ¿Por qué pasarían, de la noche a la mañana, a ser ciudadanos creyentes en la ley y responsables de su libertad quienes se acostumbraron a ver en aquella una mera cortina de humo de la arbitrariedad y, en ésta, una palabra hueca, que sólo servía para chisporrotear en los discursos?

La tragedia de Albania, ese antiguo "país de las águilas", no comenzó con la estafa de los bancos. Lo que ahora vemos es nada más que el estallido de una pústula cargada de materia por décadas de despotismo y opresión.
© Mario Vargas Llosa, 1997.© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1997.

MVLL sobre la Autobiografía de Jean-Francois Revel / 1997

Piedra de Toque
Por MARIO VARGAS LLOSA
El Ladrón en la Casa Vacía


TODOS los libros de Jean-François Revel son interesantes y polémicos, pero sus memorias, que acaban de aparecer con el enigmático título de Le voleur dans la maison vide, son, además, risueñas, una desenfadada confesión de pecadillos, pasiones, ambiciones y frustraciones, escrita en un tono ligero y a ratos hilarante por un marsellés al que las travesuras de la vida apartaron de la carrera universitaria con que soñó en su juventud y convirtieron en ensayista y periodista político.

Ese cambio de rumbo a él parece provocarle cierta tristeza retrospectiva. Sin embargo, desde el punto de vista de sus lectores, no fue una desgracia, más bien una suerte que, por culpa de Sartre y una guapa periodista a la que embarazó cuando era muy joven, debiera abandonar sus proyectos académicos y partir a México y luego a Italia a enseñar la lengua y la cultura francesas. Decenas de profesores de filosofía de su generación languidecieron en las aulas universitarias enseñando una disciplina que, con rarísimas excepciones (una de ellas, Raymond Aron, de quien Revel traza en ese libro un perfil cariñosamente perverso) se ha especializado de tal modo que parece tener ya poco que ver con la vida de la gente.

En sus libros y artículos, escritos en salas de redacción o en su casa, azuzado por la historia en agraz, Revel no ha dejado nunca de hacer filosofía, pero a la manera de Diderot o de Voltaire, a partir de una problemática de actualidad, y su contribución al debate de ideas de nuestro tiempo, lúcida y valerosa, ha demostrado, como en el ámbito de nuestra lengua lo hizo un Ortega y Gasset, que el periodismo podía ser altamente creativo, un género compatible con la originalidad intelectual y la elegancia estilística.

El libro, a través de episodios y personajes claves, evoca una vida intensa y trashumante, donde se codean lo trascendente -la resistencia al nazismo durante la Segunda Guerra Mundial, los avatares del periodismo francés en el último medio siglo- y lo estrambótico, como la regocijante descripción que hace Revel de un célebre gurú, Gurdjieff, cuyo círculo de devotos frecuentó en sus años mozos. Esbozado a pinceladas de diestro caricaturista, el célebre iluminado que encandiló a muchos incautos y esnobs en su exilio parisino, aparece en estas páginas como una irresistible sanguijuela beoda, esquilmando las bolsas y las almas de sus seguidores, entre los que, por sorprendente que parezca, junto a gentes incultas y desprevenidas fáciles de engatusar, había intelectuales y personas leídas que tomaron la verborrea confusionista de Gurdjieff por una doctrina que garantizaba el conocimiento racional y la paz del espíritu.

El retrato es devastador, pero, como en algunos otros de la galería de personajes del libro, amortigua la severidad una actitud jovial y comprensiva del narrador, cuya sonrisa benevolente salva en el último instante al que está a punto de desintegrarse bajo el peso de su propia picardía, vileza, cinismo o imbecilidad. Algunos de los perfiles de estos amigos, profesores, adversarios o simples compañeros de generación y oficio, son afectuosos e inesperados, como el de Louis Althusser, maestro de Revel en la Ecole Normale, que aparece como una figura bastante más humana y atractiva de lo que podía esperarse del talmúdico y asfixiante glosador estructuralista de El Capital, o la de Raymond Aron, quien, pese a ocasionales entredichos y malentendidos con el autor cuando ambos eran los colaboradores estrellas de L'Express, es tratado siempre con respeto intelectual, aun cuando exasperaba a Revel su incapacidad para tomar una posición rectilínea en los conflictos que, a menudo, él mismo suscitaba.

Otras veces, los retratos son feroces y el humor no consigue moderar la tinta vitriólica que los delínea. Es el caso de la furtiva aparición del ministro socialista francés cuando la guerra del Golfo, Jean-Pierre Chevènement ("Lenin provinciano y beato, perteneciente a la categoría de imbéciles con cara de hombres inteligentes, más traperos y peligrosos que los inteligentes con cara de imbéciles") o la del propio François Mitterrand, de quien estuvo muy cerca Revel antes de la subida al poder de aquél, que se disputa con Jimmy Goldsmith el título del bípedo más inusitado y lamentable de los que desfilan en el gran corso de estas páginas.

Revel define a Mitterrand como un hombre mortalmente desinteresado de la política (también de la moral y las ideas), que se resignó a ella porque era un requisito inevitable para lo único que le importaba: llegar al poder y atornillarse en él lo más posible. La semblanza es memorable, algo así como un identikit de cierta especie de político exitoso: envoltura simpática, técnica de encantador profesional, una cultura de superficie apoyada en gestos y citas bien memorizadas, una mente glacial y una capacidad para la mentira rayana en la genialidad, más una aptitud fuera de lo común para manipular seres humanos, valores, palabras, teorías y programas en función de la coyuntura. No sólo los prohombres de la izquierda son maltratados con jocosa irreverencia en las memorias; muchos dignatarios de la derecha, empezando por Valery Giscard d'Estaing, asoman también como dechados de demagogia e irresponsabilidad, capaces de poner en peligro las instituciones democráticas o el futuro de su país por miserables vanidades y una visión mezquina, cortoplacista, de la política.

El más delicioso (y también el más cruel) de los retratos, una pequeña obra maestra dentro del libro, es el del billonario anglofrancés Jimmy Goldsmith, dueño de L'Express durante los años que Revel dirigió el semanario, años en que, sea dicho de paso, esa publicación alcanzó una calidad informativa e intelectual que no tuvo antes ni ha tenido después. Scott Fitzgerald creía que "los ricos eran diferentes" y el brillante, apuesto y exitoso Jimmy (que ahora distrae su aburrimiento dilapidando veinte millones de libras esterlinas en un Partido del Referéndum para defender, en estas elecciones en el Reino Unido, la soberanía británica contra los afanes colonialistas de Bruselas y el Canciller Kohl) parece darle la razón. Pero tal vez sea difícil en este caso compartir la admiración que el autor de El Gran Gatsby sentía por los millonarios.

Un ser humano puede tener un talento excepcional para las finanzas y al mismo tiempo, como el personaje en cuestión, ser un patético megalómano, autodestructivo y torpe para todo lo demás. La relación de los delirantes proyectos políticos, periodísticos y sociales que Goldsmith concebía y olvidaba casi al mismo tiempo, y de las intrigas que urdía contra sí mismo, en un permanente sabotaje a una empresa que, pese a ello, seguía dándole beneficios y prestigio, es divertidísima, con escenas y anécdotas que parecen salidas de una novela balzaciana y provocan carcajadas en el lector.

De todos los oficios, vocaciones y aventuras de Revel -profesor, crítico de arte, filósofo, editor, antólogo, gastrónomo, analista político, escritor y periodista- son estos dos últimos los que más ama y en los que ha dejado una huella más durable. Todos los periodistas deberían leer su testimonio sobre las grandezas y miserias de este oficio, para enterarse de lo apasionante que puede llegar a ser y, también, de las bendiciones y estragos que de él pueden derivarse. Revel refiere algunos episodios cimeros de la contribución del periodismo en Francia al esclarecimiento de una verdad hasta entonces oculta por "la bruma falaz del conformismo y la complicidad". Por ejemplo, el increíble hallazgo, por un periodista zahorí, en unos tachos de basura apilados en las afueras de un banco, durante una huelga de basureros en París, del tinglado financiero montado por la URSS en Francia para subvencionar al Partido Comunista.

No menos notable fue la averiguación de las misteriosas andanzas de George Marchais, secretario general de aquel Partido, durante la Segunda Guerra Mundial (era trabajador voluntario en fábricas de Alemania). Esta segunda primicia, sin embargo, no tuvo la repercusión que era de esperar, pues, debido al momento político, no sólo la izquierda tuvo interés en acallarla. También la escamoteó la prensa de derecha, temerosa de que la candidatura presidencial de Marchais quedara mellada con la revelación de las debilidades pro nazis del líder comunista en su juventud y sus potenciales votantes se pasaran a Mitterrand, lo que hubiera perjudicado al candidato Giscard. De este modo, rechazada a diestra y siniestra, la verdad sobre el pasado de Marchais, minimizada y negada, terminó por eclipsarse, y aquél pudo proseguir su carrera política sin sombras, hasta la apacible jubilación.

Estas memorias muestran a un Revel en plena forma: fogoso, pendenciero y vital, apasionado de las ideas y de los placeres, curioso insaciable y condenado, por su enfermiza integridad intelectual y su vocación polémica, a vivir en un perpetuo entredicho con casi todo lo que lo rodea. Su lucidez para detectar las trampas y autojustificaciones de sus colegas y su coraje para denunciar el oportunismo y la cobardía de los intelectuales que se ponen al servicio de los poderosos por fanatismo o apetito prebendario, han hecho de él un `maldito' moderno, un heredero de la gran tradición de los inconformistas franceses, aquella que provocaba revoluciones e incitaba a los espíritus libres a cuestionarlo todo, desde las leyes, sistemas, instituciones, principios éticos y estéticos, hasta el atuendo y las recetas de cocina. Esta tradición agoniza en nuestros días y yo al menos, por más que escruto el horizonte, no diviso continuadores en las nuevas hornadas de escribas. Mucho me temo, pues, que con Revel, desaparezca. Pero, eso sí, con los máximos honores.
© Mario Vargas Llosa, 1997.
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, S.A., 1997
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Los Inmigrantes en España y Europa visto por MVLL /1996

Por MARIO VARGAS LLOSA
Los Inmigrantes


Por este libérrimo artículo, Mario Vargas Llosa mereció en octubre del año pasado, el Premio Mariano de Cavia otorgado por el madrileño diario ABC. Hay que recordar, que MVLL es colaborador habitual de El País, lo que no fue óbice para que otro medio reconozca el talento y el talante libertario que pregona permanentemente nuestro laureado escritor.

UNOS amigos me invitaron a pasar un fin de semana en una finca de la Mancha y allí me presentaron a una pareja de peruanos que les cuidaba y limpiaba la casa. Eran muy jóvenes, de Lambayeque, y me contaron la peripecia que les permitió llegar a España. En el consulado español de Lima les negaron la visa, pero una agencia especializada en casos como el suyo les consiguió una visa para Italia (no sabían si auténtica o falsificada), que les costó mil dólares. Otra agencia se encargó de ellos en Génova: los hizo cruzar la Costa Azul a escondidas y pasar los Pirineos a pie, por senderos de cabras, con un frío terrible y por la tarifa relativamente cómoda de dos mil dólares. Llevaban unos meses en las tierras del Quijote y se iban acostumbrando a su nuevo país.

Un año y medio después volví a verlos en el mismo lugar. Estaban mucho mejor ambientados y no sólo por el tiempo transcurrido; también, porque once miembros de su familia lambayecana habían seguido sus pasos y se encontraban ya también instalados en España. Todos tenían trabajo, como empleados domésticos. Esta historia me recordó otra, casi idéntica, que le escuché hace algunos años a una peruana de Nueva York, ilegal, que limpiaba la cafetería del Museo de Arte Moderno. Ella había vivido una verdadera odisea, viajando en ómnibus desde Lima hasta México y cruzando el río Grande con los espaldas mojadas. Y celebraba cómo habían mejorado los tiempos,pues, su madre, en vez de todo ese calvario para meterse por la puerta falsa en Estados Unidos, había entrado hacía poco por la puerta grande. Es decir, tomando el avión en Lima y desembarcando en el Kennedy Airport, con unos papeles eficientemente falsificados desde el Perú.

Esas gentes, y los millones que, como ellas, desde todos los rincones del mundo donde hay hambre, desempleo, opresión y violencia cruzan clandestinamente las fronteras de los países prósperos, pacíficos y con oportunidades, violan la ley, sin duda, pero ejercitan un derecho natural y moral que ninguna norma jurídica o reglamento debería tratar de sofocar: el derecho a la vida, a la supervivencia, a escapar a la condición infernal a que los gobiernos bárbaros enquistados en medio planeta condenan a sus pueblos. Si las consideraciones éticas tuvieran el menor efecto persuasivo, esas mujeres y hombres heroicos que cruzan el Estrecho de Gibraltar o los Cayos de la Florida o las barreras electrificadas de Tijuana o los muelles de Marsella en busca de trabajo, libertad y futuro, deberían ser recibidos con los brazos abierto. Pero, como los argumentos que apelan a la solidaridad humana no conmueven a nadie, tal vez resulta más eficaz este otro, práctico. Mejor aceptar la inmigración, aunque sea a regañadientes, porque, bienvenida o malvenida, como muestran los dos ejemplos con que comencé este artículo, a ella no hay manera de pararla.

Si no me lo creen, pregúntenselo al país más poderoso de la tierra. Que Estados Unidos les cuente cuánto lleva gastado tratando de cerrarles las puertas de la dorada California y el ardiente Texas a los mejicanos, guatemaltecos, salvadoreños, hondureños, etcétera, y las costas color esmeralda de la Florida a los cubanos y haitianos y colombianos y peruanos y cómo éstos entran a raudales, cada día más, burlando alegremente todas las patrullas terrestres, marítimas, aéreas, pasando por debajo o por encima de las computarizadas alambradas construidas a precio de oro y, además, y sobre todo, ante las narices de los superentrenados oficiales de inmigración, gracias a una infraestructura industrial creada para burlar todos esos cernideros inútiles levantados por ese miedo pánico al inmigrante, convertido en los últimos años en el mundo occidental en el chivo expiatorio de todas las calamidades.

Las políticas antiinmigrantes están condenadas a fracasar porque nunca atajarán a éstos, pero, en cambio, tienen el efecto perverso que socava las instituciones democráticas del país que las aplica y de dar una apariencia de legitimidad a la xenofobia y el racismo y de abrirle las puertas de la ciudad al autoritarismo. Un partido fascista como Le Front National de Le Pen, en Francia, erigido exclusivamente a base de la demonización del inmigrante, que era hace unos años una excrecencia insignificante de la democracia, es hoy una fuerza política `respetable' que controla casi un quinto del electorado. Y en España hemos visto, no hace mucho, el espectáculo bochornoso de unos pobres africanos ilegales a los que la policía narcotizó para poder expulsar sin que hicieran mucho lío. Se comienza así y se puede terminar con las famosas cacerías de forasteros perniciosos que jalonan la historia universal de la infamia, como los exterminios de armenios en Turquía, de haitianos en la República Dominicana o de judíos en Alemania.

Los inmigrantes no pueden ser atajados con medidas policiales por una razón muy simple: porque en los países a los que ellos acuden hay incentivos más poderosos que los obstáculos que tratan de disuadirlos de venir. En otras palabras, porque hay allí trabajo para ellos. Si no lo hubiera, no irían, porque los inmigrantes son gentes desvalidas pero no estúpidas, y no escapan del hambre, a costa de infinitas penalidades, para ir a morirse de inanición al extranjero. Vienen, como mis compatriotas de Lambayeque avecindados en la Mancha, porque hay allí empleos que ningún español (léase norteamericano, francés, inglés, etc.) acepta ya hacer por la paga y las condiciones que ellos sí aceptan, exactamente como ocurría con los cientos de miles de españoles que, en los años sesenta, invadieron Alemania, Francia, Suiza, los Países Bajos, aportando una energía y unos brazos que fueron valiosísimos para el formidable despegue industrial de esos países en aquellos años (y de la propia España, por el flujo de divisas que ello le significó).

Esta es la primera ley de la inmigración, que ha quedado borrada por la demonología imperante: el inmigrante no quita trabajo, lo crea y es siempre un factor de progreso, nunca de atraso. El historiados J.P. Taylor explicaba que la revolución industrial que hizo la grandeza de Inglaterra no hubiera sido posible si Gran Bretaña no hubiera sido entonces un país sin fronteras, donde podía radicarse el que quisiera -con el único requisito de cumplir la ley-, meter o sacar su dinero, abrir o correr empresas y contratar empleados o emplearse. El prodigioso desarrollo de Estados Unidos en el siglo XIX, de Argentina, de Canadá, de Venezuela en los años treinta y cuarenta, coinciden con políticas de puertas abiertas a la inmigración. Y eso lo recordaba Steve Forbes, en las primarias de la candidatura a la Presidencia del Partido Republicano, atreviéndose a proponer en su programa restablecer la apertura pura y simple de las fronteras que practicó Estados Unidos en los mejores momentos de su historia. El senador Jack Kemp, que tuvo la valentía de apoyar esta propuesta de la más pura cepa liberal, es ahora candidato a la Vicepresidencia, con el senador Dole, y si es coherente debería defenderla en la campaña por la conquista de la Casa Blanca.

¿No hay entonces manera alguna de restringir o poner coto a la marea migratoria que, desde todos los rincones del Tercer Mundo, rompe contra el mundo desarrollado? A menos de exterminar con bombas atómicas a las cuatro quintas partes del planeta que viven en la miseria, no hay ninguna. Es totalmente inútil gastarse la plata de los maltratados contribuyentes diseñando programas, cada vez más costosos, para impermeabilizar las fronteras, porque no hay un solo caso exitoso que pruebe la eficacia de esta política represiva. Y, en cambio, hay cien que prueban que las fronteras se convierten en coladeras cuando la sociedad que pretenden proteger imanta a los desheredados de la vecindad.

La inmigración se reducirá cuando los países que la atraen dejen de ser atractivos porque están en crisis o saturados o cuando los países que la generan ofrezcan trabajo y oportunidades de mejora a sus ciudadanos. Los gallegos se quedan hoy en Galicia y los murcianos en Murcia, porque, a diferencia de lo que ocurría hace cuarenta o cincuenta años, en Galicia y en Murcia pueden vivir decentemente y ofrecer un futuro mejor a sus hijos que rompiéndose los lomos en la pampa argentina o recogiendo uvas en el mediodía francés. Lo mismo les pasa a los irlandeses y por eso ya no emigran con la ilusión de llegar a ser policías en Manhattan y los italianos se quedan en Italia porque allí viven mejor que amasando pizzas en Chicago.

Grupo folclórico "Las Alturas", de Ecuador. Están en Madrid hace 7 meses. Se ganan la vida tocando música latinoamericana en los parques de la ciudad. Derecha, Karim (13 meses) y su madre peruana Cristina Huamaní. Ella emigró a España hace 6 años en busca de mejores horizontes.

Hay almas piadosas que, para morigerar la inmigración, proponen a los gobiernos de los países modernos una generosa política de ayuda económica al Tercer Mundo. Esto, en principio, parece muy altruista. La verdad es que si la ayuda se entiende como ayuda a los gobiernos del Tercer Mundo, esta política sólo sirve para agravar el problema en vez de resolverlo de raíz. Porque la ayuda que lega a gánsters como el Mobutu del Zaire o la satrapía militar de Nigeria o a cualquiera de las otras dictaduras africanas sólo sirve para inflar aún más las cuentas bancarias privadas que aquellos déspotas tienen en Suiza, es decir, para acrecentar la corrupción, sin que ella beneficie en lo más mínimo a las víctimas. Si ayuda hay, ella debe ser cuidadosamente canalizada hacia el sector privado y sometida a una vigilancia en todas sus instancias para que cumpla con la finalidad prevista, que es crear empleo y desarrollar los recursos, lejos de la gangrena estatal.

En realidad, la ayuda más efectiva que los países democráticos modernos pueden prestar a los países pobres es abrirles las fronteras comerciales, recibir sus productos, estimular los intercambios y una enérgica política de incentivos y sanciones para lograr su democratización, ya que, al igual que en América Latina, el despotismo y el autoritarismo políticos son el mayor obstáculo que enfrenta hoy el continente africano para revertir ese destino de empobrecimiento sistemático que es el suyo desde la descolonización.

Este puede parecer un artículo muy pesimista a quienes creen que la inmigración -sobre todo la negra, mulata, amarilla o cobriza- augura un incierto porvenir a las democracias occidentales. No lo es para quien, como yo, está convencido que la inmigración de cualquier color y sabor es una inyección de vida, energía y cultura y que los países deberían recibirla como una bendición.

MVLL y la nacionalidad de Fujimori / 1997

Piedra de Toque
Los Patriotas
Por MARIO VARGAS LLOSA

Este artículo aparece como primicia mundial. CARETAS comparte la opinión del autor sobre el trabajo de los periodistas, sobre las hipótesis alrededor de la nacionalidad del Presidente Fujimori, sobre la eventual actitud de sus padres y sobre las verdades que más importan en un ciudadano.

QUE el ingeniero Alberto Fujimori Fujimori no había nacido en el Perú sino en el Japón y que, luego, sus padres, inmigrantes sin recursos, procedentes de la aldea de Kawachi, le fraguaron una nacionalidad peruana, me lo dijeron en las semanas finales de la campaña electoral de 1990 unos oficiales de la Marina de Guerra del Perú, según los cuales el Servicio de Inteligencia Naval poseía la constancia del fraude.Estas pruebas jamás se hicieron públicas en aquella circunstancia porque, sin duda, a aquellas alturas de la contienda electoral que dirimíamos el ingeniero Fujimori y quien esto escribe, aquél ya había establecido la alianza providencial con el celebérrimo Vladimiro Montesinos (todavía no lo era), ex capitán expulsado del Ejército por "traidor a la Patria" -se lo acusó de vender secretos militares a la CIA-, ex abogado de narcotraficantes y que, pese a ello, seguía manteniendo viscerales relaciones con el Servicio de Inteligencia Nacional. Este se encargaría de hacer desaparecer en aquellos días, de los registros judiciales, el abultado prontuario del candidato que algunos sabuesos periodísticos, como César Hildebrandt, llegaron sin embargo a mencionar antes de que se volatilizara.

El asunto de la presunta nacionalidad japonesa de Fujimori tampoco se ventiló en aquella ocasión por mi propia repugnancia moral a esgrimirlo como argumento contra un adversario político. Si hubo falta, no fue la suya, sino de sus padres, y, a éstos, hay que apresurarse a excusarlos, pues no hicieron más que lo que hacían muchísimas familias de inmigrantes orientales, guiados por la más humana de las razones: fabricarles a sus hijos una nacionalidad que los defendiera mejor que a ellos de los atropellos de que eran víctimas en el país sin ley (los años 30 fueron, recordemos, los años de las dictaduras militares de Sánchez Cerro y Benavides) al que se habían expatriado y al que, trabajando con verdadero heroísmo, contribuyeron a desarrollar. Este se lo pagó mal, por lo demás, pues, durante la Segunda Guerra Mundial, la comunidad peruana de origen nipón fue injustamente expropiada de sus bienes, discriminada y perseguida, y algunos de sus miembros enviados a campos de concentración en Estados Unidos, por un gobierno -civil éste, para colmo- ávido de echar mano al patrimonio de la colectividad peruano-japonesa y nisei.

Después de leer la acuciosa indagación llevada a cabo por la periodista Cecilia Valenzuela -un verdadero modelo de periodismo de investigación- y cuyas conclusiones parecen difícilmente refutables, sigo pensando, sin embargo, que la oposición a la dictadura que padece el Perú, y cuya fachada visible es Fujimori, debería excluir de su memorial de agravios contra el destructor del régimen de legalidad y de libertad que imperaba en el Perú hasta el 5 de abril de 1992, la de su falsa nacionalidad peruana.

¿Qué importa que naciera en una aldea perdida de la isla de Kumamoto? En el Perú gateó y aprendió a hablar, estudió, creció, trabajó y compartió a lo largo de toda su vida los infortunios y las ilusiones de los demás peruanos: eso hace de él, no importa cuán dudosa sea la legitimidad del mal garabateado papel que explica su nacimiento, un ciudadano del Perú. Según una leyenda, el general Salaverry, caudillo romántico que ocupó brevemente la presidencia del Perú antes de ser fusilado, hizo poner un libro abierto en la Plaza de Armas y declaró: "Todo el que quiera ser peruano, que ponga allí su firma y lo será". Esa concepción generosa de la peruanidad es también la mía y ojalá lo fuera alguna vez la de todos mis compatriotas.En caso contrario, quienes combatimos a Fujimori desde 1992 por haber cometido la felonía, apandillado con Montesinos y el general Nicola de Bari Hermoza (que debe ser hijo o nieto de italianos), de destruir la democracia y restaurar la tradición autoritaria instalando al Ejército una vez más en el centro del poder político, apareceremos tan mezquinos y viles como aquel siniestro trío, que acaba de despojar de la nacionalidad peruana al Sr. Baruch Ivcher, propietario del Canal de Televisión Frecuencia Latina, con el hipócrita pretexto de que éste, nacionalizado peruano desde 1983, no había destruido su pasaporte israelí.

La dictadura sabe muy bien que hay muchos miles de ciudadanos peruanos que acumulan todos los pasaportes a los que tienen derecho o pueden obtener, dada la inseguridad jurídica que caracteriza la vida política peruana, y que entre ellos figura un elevado número de sus servidores (incluidos ex ministros y cacógrafos de los medios que le sirven de estercolero periodístico y a quienes todo el mundo conoce).¿Por qué ese ensañamiento singular contra el Sr. Ivcher sólo ahora? Porque los informativos de su canal de televisión habían comenzado a denunciar los crímenes y torturas cometidos por el Servicio de Inteligencia, y los planes de éste para asesinar a César Hildebrandt y a otros periodistas de oposición, los pinchazos telefónicos y los fraudes electorales del pasado reciente y a defender un retorno a la legalidad del país del que es ya parte indisoluble, como otros muchos miles de peruanos de origen alemán, italiano, español, chino o japonés.

¿Por qué no se lo privó de la nacionalidad peruana -y se le arrebató Frecuencia Latina con las triquiñuelas jurídicas con que se le está arrebatando ahora- cuando su canal de televisión defendía con entusiasmo el golpe de Estado de Fujimori y sus periodistas llenaban de improperios a quienes nos esforzábamos -sin mucho éxito, es cierto- por abrir los ojos de nuestros compatriotas seducidos con la propaganda antidemocrática de unos medios de comunicación acobardados o vendidos a la flamante dictadura?

Cuando, a finales del siglo XVIII, el Dr. Samuel Johnson estampó la frase inmortal -"El patriotismo es el último refugio de los canallas"-, no estaba vociferando contra su país, claro está. El quería mucho a Inglaterra, como lo demuestran sus profundos estudios sobre la poesía inglesa, su luminoso ensayo sobre Shakespeare y, sobre todo, su enciclopédica investigación filológica sobre la lengua de su patria, que le tomó toda la vida y marcó un hito en la historia del inglés. El voluminoso Dr. Johnson pensaba en gentes que, como las tres que ahora han retrocedido al Perú, políticamente, a la condición de la última república bananera de América del Sur, administran el "patriotismo" en función de sus intereses, sin el menor escrúpulo, como un arma de supremo chantaje para acallar las críticas y justificar sus tropelías, y se arrogan el derecho de reconocer o negar la "peruanidad" de las personas según sean éstas dóciles o indóciles a los desafueros que cometen gracias a la fuerza bruta que los sostiene.Esta es grande, desde luego, pero, en los últimos meses, y a medida que aquellos desafueros se multiplicaban, se halla cada vez más huérfana de apoyo civil.

Desde que los estudiantes se lanzaron a las calles a protestar contra la defenestración de los miembros del Tribunal Constitucional que se oponían a la reelección presidencial y contra las torturas y crímenes del SIN, el movimiento de repudio al régimen ha ido expandiéndose a casi todos los sectores sociales, hasta tocar, incluso, el sector empresarial, donde la patraña de que la dictadura se ha valido para despojar de su empresa a Baruch Ivcher parece haber hecho pensar a algunos industriales, que, después de todo, la legalidad democrática podía ser más adecuada para el futuro de las empresas que una dictadura. Nunca es tarde para enterarse.

La realidad es que, en la actualidad, los partidarios del régimen son una minoría bastante reducida de personas, que están con él porque medran a su sombra o porque temen sus represalias, y este tipo de adhesión, fragilísimo, se quiebra con el primer cambio de viento.El sostén primordial con el que todavía cuenta es la fuerza militar.

El crimen mayor que ha cometido Fujimori no es haber nacido en Kawachi ni adulterado documentos públicos; es haber destruido, confabulado con Montesinos y Bari Hermoza, un proceso democrático que, desde 1980, había comenzado a integrar a civiles y militares dentro de un sistema compartido de respeto a la ley, acabando con aquella fractura entre uno y otro estamento que resulta siempre como consecuencia de una dictadura, tragedia constante de la historia peruana y encarnación del subdesarrollo político de un pueblo.Reconstruir esa unidad entre la sociedad civil y la fuerza militar será más arduo que recuperar la democracia. Los militares peruanos sólo comprenderán el gravísimo error a que fueron arrastrados cuando adviertan, como ocurrió en España, como ha ocurrido en Centroamérica o en Chile, que el golpe de Estado los aisló internamente y los desprestigió a los ojos de toda la comunidad civilizada internacional. Pero eso sólo será evidente para ellos cuando vean en frente a la sociedad civil en pleno, unida y resuelta, pidiendo libertad. Sólo entonces será fácil para el Perú sacudirse de encima al falsario, al felón y al traidor como, en la hermosa metáfora de William Faulkner, los nobles canes de la tierra se sacuden las pulgas.
Londres, agosto de 1997.

España condicionó ayuda a dictadura de Fujimori en 1997

Piedra de Toque
Por MARIO VARGAS LLOSA
Acoso y Derribo

Atraves de Luis Yáñez, su portavoz en la Comisión de Asuntos Exteriores, el Partido Socialista (PSOE) ha presentado en el Congreso una propuesta para que España asuma en la Unión Europea, en lo que concierne al régimen autoritario peruano de Fujimori, el mismo liderazgo que ha tenido en coordinar con sus socios europeos una política de presión a la dictadura cubana de Fidel Castro en favor de los derechos humanos y la democratización. Se trata de una iniciativa loable, que ha respaldado ya Izquierda Unida, y que los demócratas peruanos y españoles esperamos que obtenga el apoyo unánime de las fuerzas políticas representadas en Las Cortes, en especial, del Partido Popular de José María Aznar, que, conviene recordarlo, fue uno de los primeros en condenar, en términos inequívocos, el golpe militar del 5 de abril de 1992 que destruyó, a los doce años de recobrada, la democracia en el Perú.

La propuesta es impecable, desde los puntos de vista jurídico y ético, además del político. Ella recuerda que el 17 de julio de este año el Parlamento Europeo condenó al régimen peruano por sus repetidas violaciones a los derechos humanos y pide que Bruselas, actuando de manera consecuente, aplique a la dictadura de Fujimori, Montesinos y De Bari Hermoza la misma política que ha adoptado, gracias a España, frente a la dictadura cubana, supeditando la ayuda y colaboración europeas a los progresos que haga en los dominios de la libertad y la legalidad. En el Perú, no hay progreso alguno en estos dos campos, más bien -sobre todo, en las últimas semanas- violentos retrocesos. Como si el gobierno se empeñara en dar la razón a Amnistía Internacional, que, en su último informe, señala que el régimen autoritario peruano comparte el deshonroso palmarés de los crímenes políticos, torturas, ejecuciones sumarias, detenciones ilegales, atropellos contra la libertad de prensa, interferencias telefónicas, envilecimiento de la Justicia, expropiación de la correspondencia, etcétera, con satrapías tan flagrantes como las de Nigeria, Birmania, Corea del Norte o Libia. A raíz de su iniciativa, el diputado Yáñez fue amenazado de muerte por un supuesto Comando Cinco de Abril, que llamó también a diversos medios de comunicación españoles. Las llamadas, hechas desde teléfonos de Lima, delatan la mano sucia del SIN (Servicio de Inteligencia Nacional), los predios desde los que Montesinos, De Bari Hermoza y demás miembros de la cúpula castrense que detenta el poder urden las grandes operaciones represivas y "sico-sociales" del régimen.

La última de estas operaciones se consumó al amanecer del 19 de setiembre, cuando las fuerzas policiales ocuparon Frecuencia Latina, canal de televisión de Baruch Ivcher al que, mediante triquiñuelas jurídicas de grotesca factura, el régimen despojó de la nacionalidad peruana primero, para arrebatarle luego su empresa y entregársela a unos accionistas minoritarios, cómplices del desafuero. La razón de ser de este despojo, perpetrado como un verdadero desafío a la comunidad internacional -pues, desde el Congreso de Estados Unidos hasta la Agencia Judía, pasando por todas las asociaciones de prensa del mundo, habían protestado contra el atropello- es alinear a Frecuencia Latina con la política de servilismo al gobierno que es la norma entre los grandes medios de comunicación desde el 5 de abril del '92. Lo era también la del canal de Baruch Ivcher hasta hace unos meses, en que denunció la colusión de jerarcas militares del régimen con el narcotráfico y los millonarios ingresos de Montesinos, asesor supuestamente ad honorem de Fujimori. Por este atrevimiento ha sido ahora castigado.

Veinticinco periodistas de Canal 2 renunciaron a sus cargos en el instante mismo que la Policía ocupó el canal, negándose a trabajar con los usurpadores. Antes habían librado una valerosa batalla, encerrándose en el local e informando sobre lo que ocurría, con verdadera temeridad. Quiero destacarlo -mencionando a los cuatro mosqueteros de la resistencia: Fernando Viaña, Gonzalo Quijandría, Iván García y Luis Iberico- no sólo porque esas actitudes son infrecuentes en el periodismo peruano, donde las últimas dictaduras -la de Velasco y la actual- han contado con la complicidad activa de buen número de hombres de prensa, sino porque, esas actitudes de independencia y decencia, en el Perú de hoy se pueden pagar caras. Precisamente una de las explosivas denuncias que hizo conocer Canal 2, en su efímero paréntesis de libertad, fue la de un ex agente del SIN, Leonor La Rosa, revelando que este organismo tenía preparado un Plan Bermuda contra la prensa indócil, que incluía el asesinato de un periodista de oposición, César Hildebrandt, simulando un accidente.

Los países que gozan de regímenes democráticos, y, sobre todo, aquéllos que, como España, han conquistado sus libertades y el imperio de la ley luego de padecer el agobio de una dictadura, tienen la obligación de ayudar a los que no están en esta situación a librarse de regímenes que, aunque de distintos signos ideológicos, como los de Fidel Castro y Fujimori, se asemejan porque pisotean los derechos humanos, privan a sus pueblos de las más elementales garantías y prolongan, en nuestro tiempo, aquella tradición de oscurantismo, prepotencia y abyección moral de la que la cultura democrática arrancó a la humanidad. Esta es una política que, por supuesto, no debería ser asumida con cortapisas ideológicas ni hemiplejías pragmáticas. Si el régimen del general Cédrars, en Haití, o el del apartheid en Africa del Sur, eran condenables y merecieron un repudio de la comunidad internacional que facilitó su caída ¿por qué apuntalar al de China Popular, que trata a sus disidentes como aquéllos trataban a los suyos?

El argumento que suelen oponer los adversarios de una política de acoso y derribo a las dictaduras por parte de las democracias es el especioso de la soberanía: habría que respetar ésta como un tabú sagrado, aun cuando, a su amparo, déspotas y rufianes amparados en la fuerza bruta perpetraran los más ignominiosos crímenes contra sus pueblos. El argumento era falaz ya en el pasado, pero lo es mucho más ahora cuando, a raíz de la globalización y la interdependencia irremediable en que se hallan todas las sociedades unas de otras, la soberanía es cada vez más una fórmula retórica y cada vez menos una realidad sustantiva. Lo cierto es que debido a esta estrecha interdependencia resultante de la internacionalización de los mercados, los capitales, las empresas, las técnicas, las comunicaciones, cuando las grandes sociedades democráticas no hostilizan a las dictaduras, las ayudan a perennizarse. Esa es la función que tienen las inversiones de capitales o las ayudas humanitarias o de cooperación técnica, que los gobiernos autoritarios automáticamente canalizan en su provecho, a veces, a la manera de un Mobutu, para llenarse los bolsillos, y, siempre, para fortalecer su poder y negociar la anuencia de la comunidad internacional con sus excesos.

Apoyar una dictadura no es sólo inmoral para un gobierno democrático; puede ser también un pésimo negocio para aquellos empresarios del mundo occidental que, seducidos por los cantos de sirena con que los atraen los regímenes autoritarios, invierten en ellos y descubren, de pronto, como Baruch Ivcher, que la falta de estabilidad jurídica y la arbitrariedad que caracterizan a un gobierno de fuerza, pueden golpearlos también, el día menos pensado, despojándolos de todo lo que tienen. Y, viceversa, que la democracia, incluso imperfecta, garantiza a las empresas una permanencia y seguridad para trabajar impensables bajo una dictadura. Es el caso de Chile, por ejemplo, donde, bajo los gobiernos de Aylwin y de Frei, los inversores extranjeros han obtenido beneficios mucho más elevados que cuando Pinochet. Y algo más importante: la seguridad de que ningún gobierno futuro vendrá a tomarles cuentas por lo que hicieron o dejaron de hacer al amparo del oprobio político.

Así lo entendió el presidente Rómulo Betancourt, de Venezuela, en los años sesenta, cuando trató de persuadir a toda la comunidad democrática de una política coordinada para socavar a las dictaduras, de cualquier signo ideológico, y de apoyo activo a los demócratas que luchaban por derribarlas. La doctrina Betancourt proponía que los gobiernos democráticos rompieran relaciones diplomáticas de manera automática con todo gobierno resultante de un golpe de Estado, sanciones económicas y una acción de denuncia y acoso en los organismos internacionales contra los regímenes de facto. Durante algunos años, de manera quijotesca, Venezuela practicó esta política, pero no tuvo seguidores, y por razones obvias: en América Latina proliferaban entonces las dictaduras. Hoy día las cosas han cambiado, regímenes como los de Castro y Fujimori son la excepción, no la regla, y quizá la admirable iniciativa de Rómulo Betancourt pueda ser resucitada y puesta en práctica. Si ella dio resultados en Sudáfrica y Haití, podría darlos también en todos aquellos países sobre los que se abata la peste autoritaria.

Sé muy bien que esto es difícil, porque, amparando su pusilanimidad o su falta de principios tras la cortina de humo del muchos gobiernos democráticos latinoamericanos mantienen con la dictadura peruana una tolerancia y complicidad tan repugnantes como las que guardan con la de Fidel Castro. Piensan que así se evitan problemas. Se equivocan garrafalmente. La existencia de un régimen como el de Fujimori, una dictadura militar con el semblante formal de la democracia -gracias al fantoche civil que tiene al frente, a las rituales mojigangas electorales, y a los manipulados poderes legislativo y judicial- es un gravísimo riesgo para la democratización del continente, aún en pañales y precaria. Pues ha inaugurado un nuevo modelo autoritario, adaptado a estos tiempos, irrespirables para el clásico tiranuelo con entorchados, tipo Trujillo, Somoza, Rojas Pinilla o Batista, que guarda ciertas apariencias democráticas, pero conserva los mismos hábitos y prohíja la misma corrupción y brutalidad que las de antaño. Desenmascararlo y combatirlo hasta que se desplome y la democracia retorne al Perú es, también, una manera de impedir que el mal ejemplo cunda.

Ojalá los diputados españoles tengan presentes estas razones cuando debatan el proyecto del PSOE. Y ojalá España, que ya dio un ejemplo a América Latina de exitosa transición pacífica de una dictadura a una democracia, algo que reverberó felizmente en las transiciones equivalentes de Chile, Nicaragua, El Salvador, Guatemala, lo dé, también, de una movilización activa de toda la clase política de una democracia moderna en favor de quienes, allá lejos, en el antiguo Perú, como los 25 periodistas de Frecuencia Latina que se han quedado sin trabajo y expuestos a todos los percances por su sentido del deber, resisten el renacer de la barbarie.
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